Manifiesto en contra del rap, el trap y reggaetón
Roberto Carlos Pérez
«La música produce un tipo de placer
sin el que la naturaleza humana no puede vivir».
Confucio.
«Sin música la vida sería un error»
Friedrich Nietzsche.
«Cuando la música te alcanza no sientes dolor».
Bob Marley.
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En la canción hispanoamericana del siglo XX resuena en tono desgarrado lo que comenzó en la Provenza en el siglo XI e hizo cantar a Petrarca en el XIV: una manera de ver el amor, de cantarle a la amada, y de ofrecernos una «educación sentimental» que ya no se entiende en el siglo XXI.
Sabido es que la música no sólo de se nutre de la armonía sino también de la literatura. La canción hispanoamericana es la versión actualizada del amor cortés, el principio civilizatorio donde comienzan, se expanden y maduran las virtudes del caballero.
En medio de las manifestaciones trovadorescas y el Cancionero de Petrarca (finalizado hacia 1374, año de la muerte del poeta) se encuentra el Dolce Stil Novo, corriente literaria y musical encarnada, entre otros, por Dante Alighieri (1265 – 1321) en el siglo XIII.
Tiznado por el amor cortés, el Dolce Stil Novo transformó a la amada en figura angelical -la donna angelicata– que el poeta-músico, el amante, retrata y cristaliza mediante la autenticidad de su sentimiento y la dulzura del tono poético. En su canto prevalecen los sonetos, canciones y baladas compuestas, generalmente, en heptasílabos y endecasílabos.
Así, ya desde el siglo XI quedaron marcadas las pautas de cómo, hasta hace poco, veíamos el amor: una fuerza capaz de producir cambios en la conciencia del amante e inspirar en él el deseo de perseguir el bien por medio de la admiración y el servicio a la amada.
Si en el amor cortés el caballero idealiza a la mujer al unir el erotismo con la espiritualidad, en el Dolce Stil Novo el poeta intensifica, con profundo dramatismo, el sentimiento de fugacidad, el paso del tiempo, el instante y la brevedad. También acentúa los desencuentros y extravíos, las cadenas que entorpecen y frenan el leve andar del amor.
En estos términos, y con mayor capacidad intelectual en relación a los trovadores le cantará Petrarca a Madonna Laura. Lo hará mediante una mayor cantidad de figuras retóricas y una pronunciada introspección que contrasta, por ejemplo, con las alboradas o cantos de despedida encontradas en el repertorio trovadorescos.
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Granada, España, 1526. Juan Boscán y Garcilaso de la Vega se reúnen en el palacio que Carlos V se mandó construir en los terrenos de la Alhambra para desde allí regir los destinos del naciente Imperio español. En los jardines del Generalife quedaron fijadas las pautas de la poesía y el canto renacentista en España.
Boscán y Garcilaso hispanizaron la poesía italianizante y le añadieron los temas del romancero, recopilación de composiciones de tipo amoroso en métrica de ocho sílabas, acervo de nuestro idioma y la más natural forma de expresión de la lengua española. El octosílabo es nuestra congénita prosodia
A la rigidez de los romances medievales, Garcilaso les dio soltura, flexibilidad, y mucha más nostalgia, otorgándole, a su vez, al español, la lingua franca de los siglos XVI y XVII, una agilidad que sólo encontraría paralelo en otra revolución análoga iniciada en Hispanoamérica a finales del siglo XIX: el Modernismo, corriente literaria antecedida por la poesía de Bécquer en la que el tono poético aparece como una conversación, una plática a fin de dejarnos saber la intimidad de su dolor por el rechazo de la amada.
De aquel encuentro en la Alhambra en 1526 surgieron en nuestro idioma poemas en los que el amor, con su fuerza totalizante, torció caminos y procuró grandes desvíos en el estado del amante.
Sin embargo, el amor no correspondido no envileció al caballero; tampoco le oscureció las entrañas. Si bien el amor desde ese momento se comenzó a percibir como el envés de una fuerza lo suficientemente vasta como para procurar dolor, el amante siempre advertiría en la nobleza de este sentimiento la energía suprema que hace posible vencer las leyes naturales, entre ellas la que Quevedo llamó «la ley severa» o la «diosa de los ojos fatales».
El principio inapelable de que todo conduce a la mortaja se derrumba con la llama del amor y su potencia ígnea. Aunque esta llama, una vez extinguida, termine en polvo y ceniza, es y será «polvo enamorado», según nos lo dice Quevedo en el soneto «Amor constante más allá de la muerte». En este poema, el poeta ofrece una apasionada afirmación del amor imperecedero, el que trasciende el orden efímero de las cosas.
Algo similar dirá Lope de Vega, aunque no de manera triunfalista, al contrario de Quevedo, sino en un tono en donde la ausencia por la muerte hiere la vida y esperanza del amante:
Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa
sin dejarme vivir, vive serena
aquella luz, que fue mi gloria y pena
y me hace guerra cuando en paz reposa.
Tan vivo está el jazmín, la pura rosa,
que, blandamente ardiendo en azucena,
me abrasa el alma de memorias llena,
ceniza de su fénix amorosa.
¡Oh memoria cruel de mis enojos!
¿Qué honor te puede dar mi sentimiento,
en polvo convertidos tus despojos?
Permíteme callar sólo un momento:
pues ya no tienen lágrimas mis ojos,
ni conceptos de amor mi pensamiento.
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Como en Europa, el siglo XX hispanoamericano es uno de aguas desbordadas. Cantarle al amor en tiempos de odios, guerras, dictaduras, masacres y enfrentamientos, parecía una locura. Sin embargo, a pesar de las profundas heridas, aunadas al furor de sus ciudadanos por el afán de progreso, los músicos hispanoamericanos apostaron por temas amorosos.
Hoy es sabido que el Modernismo no terminó con la muerte de Rubén Darío y Amado Nervo. Mucho menos con la de Leopoldo Lugones. Las palabras esquivas u olvidadas, los sonidos difíciles, los tactos, los destellos de luces, las sombras y semipenumbras dejaron huella en las composiciones de, por ejemplo, Carlos Gardel y Agustín Lara.
Basta escuchar tangos como «Por una cabeza» o «El día que me quieras» (verso tomado de Amado Nervo) para palpar la plétora de imágenes y metáforas utilizadas por el compositor argentino, que evocan los temas y formas usados por los modernistas, herederos de Renacimiento y el Barroco. En ambas canciones rige el gozo del amor, su refulgencia y hasta sus fatales desenlaces.
Amado Nervo nos lo confesó en refinado lenguaje:
El día que me quieras tendrá más luz que junio;
la noche que me quieras será de plenilunio,
con notas de Beethoven vibrando en cada rayo
sus inefables cosas,
y habrá juntas más rosas
que en todo el mes de mayo.
Carlos Gardel y Alfredo Le Pera le hicieron pares en los siguientes términos:
El día que me quieras
la rosa que engalana,
se vestirá de fiesta
con su mejor color.
Y al viento las campanas
dirán que ya eres mía,
y locas las fontanas
se contarán su amor.
Al igual que Gardel y Le Pera, en México Agustín Lara, el trovador hispanoamericano por excelencia, hizo lo suyo. Dueño de un profundo lirismo y conocedor del amor, pues logró expresarlo en todas sus dimensiones, Lara le compuso la canción «María bonita», una de las más emblemáticas del repertorio hispanoamericano, a su esposa, la actriz de cine María Félix.
«María bonita» es un repique de campanas, una llamada, un aletear amoroso que recuerda el tono con que Rubén Darío solía dirigirse a su primera esposa, Rafaela Contreras, «Stella», la de la «boca de nieve», por la ternura y la manera con la que el trovador utiliza los elementos que rodean a la actriz durante su luna de miel en Acapulco: las estrellas, el mar, la playa, etcétera. Y así retrata su delicados y etéreos movimientos:
Acuérdate de Acapulco,
de aquella noche
María Bonita, María del alma.
Acuérdate que en la playa,
con tus manitas las estrellitas
las enjuagabas.
Tu cuerpo del mar juguete,
nave al garete
bajo las olas lo columpiaban.
Y mientras yo te miraba,
lo digo con sentimiento,
mi pensamiento me traicionaba.
«María bonita».
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A partir de ese momento la lista se expande y los compositores de música popular se vuelven legión tanto en América como en España: Rafael «El Jibarito Hernández», Enrique Santos Discépolo, César Portillo de la Luz, Mario de Jesús, Miguel Matamoros, Julio Jaramillo, Mario Cavagnaro, Benito de Jesús, Julito Rodríguez, Tomás Méndez, María Teresa Vera, Consuelito Velázquez, Chabuca Granda, Pedro Flores, Enrique Cadícamo, Jesús Guerra, Carlos José Pérez, Rafael Otero López, Roberto Cantoral, José Alfredo Jiménez, Cuco Sánchez, Demetrio Ortiz, Felipe Pinglo Alva, Rafael Gastón Pérez, Simón Díaz, Rafael Escalona, Camilo Zapata, Carlos Mejía Godoy, Luis Enrique Mejía Godoy, Pablo Ara Lucena, Carlos Eleta Almarán, Facundo Cabral, Alberto Cortez, Rafael Pérez Botija, Paco Pérez, Antonio Quintero, Rafael de León, Manuel Quiroga, Marco Antonio Muñiz, Augusto Algueró, Manuel Alejandro, Virgilio Expósito, Julio Iglesias, Juan Gabriel, Camilo Sesto, Adán Torres, Roberto Livi, Roberto Carlos, Marco Antonio Solís, Joan Sebastian, Joaquín Sabina, José Luis Perales, José Luis Armenteros, Danny Rivera, Alejandro Jaén, Oscar Germaín de la Fuente, King Clave, Leo Dan, Helio Roca, Sandro, Heleno, Leonardo Favio, Palito Ortega, José Feliciano, Memo Neira, Chago Díaz, Orlando Salinas, Luis Enrique, Ricardo Montaner, Ricardo Arjona, Luis Egurrola, Noel Schajris, Leonel García, y un inmenso etcétera.
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Como consecuencia de la invención de la imprenta de tipos móviles en el Renacimiento, letra y música fueron separadas de la poesía. Sin embargo, aún en la era electrónica escuchamos con asombro alguno que otro poema de Neruda, heredero del Modernismo, hecho canción: «Puedo escribir los versos más tristes esta noche./Yo la quise, y a veces ella también me quiso».
Sin embargo, ante el vendaval de letras misóginas, violentas y pornográficas presentadas y normalizadas a través del rap, el trap y el reggaetón, productos de consumo y no música para las compañías disqueras que los propagan, ansiar un refugio ante la barbarie no es una alternativa puesto que la crueldad es aceptada sin ninguna cavilación por las masas, consumidoras pasivas de lo que es propio condenar como una amenaza para la salud pública.
Por su parte, los «compositores» de estos géneros «musicales» son, a su vez, parte del juego y la ignominia, pues no piensan en el horrendo legado que le están dejando a nuestros hijos. Son máquinas incapaces de transmitir emociones o de erigir una guarida que nos salve de la profanación de la única fuerza capaz de redimir al hombre: el amor.
El arte, en este caso la música, es la mayor manifestación del corazón y la mente humana, y el sumo invento para contrarrestar la tragedia de existir, ya que está inseparablemente asociada a los valores eternos.
El neurólogo y pensador austriaco Sigmund Freud nos dice que, al salir el bebé del útero, el ego, el aparato de la mente que nos protege de la intemperie y la agresión, aparece en nuestras vidas para motivarnos a accionar frente a la hostilidad. El ego nos obliga a respirar al nacer, nos incita a llorar a fin de obtener la leche del seno materno, y nos defiende de los golpes de la vida al no contar ya con la protección del cordón umbilical.
Además de crear mecanismos de defensa en su afán de resguardarnos y mantener nuestro equilibrio, el ego incita al arte: la música, la poesía, la danza, etcétera, nuestros más grandes refugios. La actividad artística, al igual que toda actividad intelectual, funciona como cerco protector y sublimadas prolongaciones del útero.
Si el hombre tiene un reto ante sí mismo es precisamente el de conocer su alma y su mundo interior. No existe nada de esto ni hay nada hermoso en las letras de un rap, un trap o un reggaetón pues, aparte de portar un lenguaje dolorosamente limitado, y ritmos angustiosamente básicos, con los que brutalizan la sexualidad femenina, tampoco ofrecen la posibilidad de ennoblecer al «caballero» como ansiaban los trovadores y los poetas del Dolce Stil Novo.
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No se puede ser optimista en medio del desierto si no hay un oasis en donde saciar la sed. Y como Agar, en estas circunstancias, es preferible morir. A despecho de «Dura», de Daddy Yankee, las «Cuatro babies», de Maluma («Estoy enamorado de cuatro babies./Siempre me dan lo que quiero./Chingan cuando yo les digo./Ninguna me pone pero».) o «Me rolié (Mami no sé)» -así, sin separar el sujeto del predicado-, de Bad Bunny (anticaballeros por excelencia), se yerguen estos hermosos boleros de Alberto Domínguez y Roberto Cantoral respectivamente:
Nadie comprende lo que sufro yo.
Canto, pues yo no puedo sollozar.
Solo temblando de ansiedad estoy.
Todos me miran y se van.
Mujer, si puedes tú con Dios hablar,
pregúntale si yo alguna vez
te he dejado de adorar.
Y el mar, espejo de mi corazón
las veces que me ha visto llorar
la perfidia de tu amor.
Te he buscado donde quiera que yo voy
y no te puedo hallar.
¿Para qué quiero otros besos
si tus labios no me quieren ya besar?
Y tú, quien sabe por dónde andarás.
Quién sabe que aventuras tendrás,
qué lejos estas de mí.
«Perfidia».
Dicen que la distancia es el olvido,
pero yo no concibo esa razón,
porque yo seguiré siendo el cautivo,
de los caprichos de tu corazón.
Supiste esclarecer mis pensamientos,
me diste la verdad que yo soñé.
Ahuyentaste de mí los sufrimientos,
en la primera noche que te amé.
Hoy mi playa se viste de amargura
porque tu barca tiene que partir
a cruzar otros mares de locura,
cuida que no naufrague tu vivir.
Cuando la luz del sol se esté apagando,
y te sientas cansada de vagar
Piensa que yo por ti estaré esperando
hasta que tú decidas regresar.
«La barca».
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Para finalizar, un dato curioso y, por demás, importante. Al ser cuestionado Francisco Rico (1929), filólogo y estudioso de la poesía, sobre cuáles son los mejores versos en lengua española, no eligió, para sorpresa de todos, los de Santa Teresa, Sor Violante del Cielo, Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Calderón, Sor Juana, Darío o Vallejo, sino los siguientes:
Esta tarde vi llover,
vi gente correr
y no estabas tú.
Son versos que pertenecen a la inolvidable canción de Armando Manzanero. Dice así:
Esta tarde vi llover,
vi gente correr
y no estabas tu
La otra noche vi brillar
un lucero azul
y no estabas tu
La otra tarde
vi que un ave enamorada
daba besos a su amor, ilusionada,
y no estabas tú.
Esta tarde vi llover,
vi gente correr
y no estabas tu
El otoño vi llegar,
al mar oí cantar
y no estabas tú.
Yo no sé cuánto me quieres,
si me extrañas o me engañas.
Sólo sé que vi llover,
vi gente correr
y no estabas tú.