Mesa que más aplauda
Madeline Mendieta
«Hoy nos dimos cuenta que una jovencita decidió terminar con su vida y en una desgarradora misiva expresa: “No tengo que seguir soñando con los cadáveres que he visto”.
A finales del 2019 fuimos testigos de una golpiza que varios muchachos propinaron al cuerpo ebrio de otro, ante una multitud indiferente y bulliciosa que solo compartió vídeos desde diferentes ángulos. El pasado fin de semana vimos involucrados a otros jóvenes en una trifulca en las afueras de una discoteca.
Los miles de comentarios no se hicieron esperar, como buenos jueces y partes de ambos lados emitimos juicios, buscamos al estilo de KGB, las redes, dirección de todos los implicados.
Hoy nos dimos cuenta que una jovencita decidió terminar con su vida y en una desgarradora misiva expresa: “No tengo que seguir soñando con los cadáveres que he visto”.
Las culpas y razones también son parte de este cóctel de la verborrea que a diario tenemos que tragarnos en las redes sociales, que son la única receta para articularnos como sociedad.
Desde abril 2018 quedaron a la intemperie todos y cada uno de los trapos sucios que como sociedad hemos escondido durante décadas, esos paños que nunca fueron tibios, se enmohecieron de estar guardados en el rincón más feo y oscuro de nuestras miserias. Salieron a relucir hilachas de personas, parchadas y mal zurcidas.
Somos una sociedad disfuncional y enferma. Muestra de ello es que muchos se vistieron de Rambos y salieron a jugar a la guerra con jovencitos escuálidos y desarmados. Nos invade la violencia, la indiferencia, la negación. Es urgente sanarnos todos, sin excepción.
Pero no podemos sanarnos, ni avanzar sin reconocer lo remendados que estamos como sociedad. Cada uno carga su cuota de cadáveres, sus duelos mal sanados, una enorme mochila donde guardamos la rabia y el odio acumulado y permanente que nos empuja a una violencia morbosa.
Las víctimas también son manoseadas por todos lados, desfilan los sermones, las frases trilladas del Mindfulness, de los rescatistas de la memoria donde todo tiempo pasado fue mejor, como si no fuera suficiente el hórrido espectáculo de la agresión verbal, física, sexual, mediática, política, y ésta última es la que sin empacho se sirve doble, como en un buffette de all you can eat.
Se nos olvida que esos trapos apestosos cobraron vida propia, salieron al sol y nos enrostran que por décadas la neftalina y aromatizantes no pudieron evitar que emanaran las viciadas compulsiones que nos han llevado de una dictadura a otra, de una piñata a otra, de un abuso a otro y otro.
Pero la culpa no solo es de los gobernantes de turno, somos todos y cada uno que sin una gota de vergüenza salimos a la palestra pública a rasgarnos vestiduras y culpar a los demás, el Estado, la familia, la escuela, la falta de Dios.
Replicamos esos comportamientos arrebatados, indiferentes, groseros, vulgares y yoquepierdistas. Nos importa un zacatal qué piensa el otro, mucho menos que nos preocupe qué sienten los demás. Porque la otredad solo existe si reafirma mi ego, mis abundantes y rotundas ganas de ser el gran cacique, el caudillo, porque en cada uno de nosotros duerme un pequeño dictador, ese que apenas lo calzamos, alza vuelo para machacar al resto.
Sigamos engañándonos, que la varita mágica de la política es la que resolverá 100 años de cargar la monumental paca de ropa usada y pasada de moda.
Continuemos como simples espectadores subiéndole el volumen a la evasión, embriagándonos de indolencia, replicando el estribillo “Mesa que más aplauda”, al día siguiente, levantarnos con la gran resaca moral, revisar las redes y colocar el emoticón con la lagrimita rodando en su cara por cada cadáver que vemos en el banquete de este circo de fenómenos decadentes.