Nicaragua: de “Nación” a “Hacienda” (y sobre qué implica, en la práctica, la necesidad de Justicia)

Nos llega la noticia, una vez más, de la captura, destierro forzoso, con decreto de “desnacionalización” de tres nicaragüenses, los músicos Dagoberto Palacios, Juan Pablo Rosales, y Nieves Martínez.  

Nuestra indignada solidaridad con las víctimas de este atropello, tanto los tres artistas como sus familias y comunidades, es la mínima expresión de decencia posible dadas las circunstancias. 

Debemos, sin embargo, asegurarnos de que nuestro rechazo radical contra la barbarie orteguista, que por ética y política nos es inevitable, sirva a la construcción de un futuro en el cual tan graves ofensas contra la dignidad humana no sean posibles.  

Para eso precisamos demoler la cárcel, e impedir su reemplazo por una nueva: hay que diseñar desde ya un hogar, amable, de respeto y de orden civilizado. 

Para derribar la prisión necesitamos entender su estructura. Para construir el nuevo orden liberal-democrático de convivencia en la máxima diversidad, la hermosa diversidad humana, precisamos no solo entender la naturaleza y las trampas del poder, sino ejercer sin corrupción y sin odio la justicia, tan severamente como sea justo (que no moleste, espero, el eco redundante). 

Hay que castigar a los victimarios para establecer, por el ejemplo de dicho castigo, un costo a toda violación de los derechos humanos; para resarcir a las víctimas que han sufrido a manos del poder autoritario; y para impedir el retorno de los opresores al poder. 

A esto debe movernos la indignación que hoy sentimos: no a la sed de venganza, ni ¡mucho menos! a la desesperanza, sino al aprendizaje moral y material sin el cual no será posible salir de la miasma y crear un orden democrático y una prosperidad compartida.

¿Qué implica esto en la práctica?

Que desde ya debe saberse, porque lo decimos a una voz, que no habrá impunidad contra quienes dirigen, ejecutan, financian la represión o se coluden con los asesinos del pueblo. 

Demás está decir que cualquier pacto, como el que sueñan políticos de la oposición continuista, que incluya la impunidad de los culpables, podrá llevar la firma inescrupulosa de estos, pero esa firma no representará la voluntad ciudadana. 

De hecho, deben saber los señores de “diálogo y elecciones” (que pronto volverán a la carga… ya se acerca 2026) que quien de ellos firme comprometerá únicamente su interés, y se atará a los culpables de nuestra tragedia; por consecuencia, compartirá la suerte de estos ante la ley, el día en que liberemos la Justicia del Poder.

Para ser aún más explícitos, esto debe quedar claro: como la Justicia justa (regreso a la redundancia) es indispensable para la libertad, y como hace falta cortar la maleza para cosechar un fruto nuevo, en la mira de cualquier proyecto liberal-democrático está sentar en el banquillo de los acusados, con todas las garantías procesales universalmente reconocidas, no solo a los gatilleros y sicarios del régimen, ni a quienes desde El Carmen dan las órdenes; no solo a la nefasta pareja de Daniel Ortega y Rosario Murillo y a sus cómplices militares y paramilitares, sino también a los magnates milmillonarios que, como Carlos Pellas Chamorro, Ramiro Ortiz Mayorga, y una media docena más de individuos prominentes, han jugado el papel de colaboracionistas beneficiarios de un régimen de corte nazi que actúa como fuerza de ocupación en Nicaragua. 

Todos deben responder en procesos penales y civiles, por crímenes de sangre, de corrupción y enriquecimiento a costa de la tragedia del pueblo nicaragüense. Que tribunales debidamente establecidos decidan qué penas de cárcel y qué sanciones monetarias (incluyendo expropiaciones) ameriten los culpables. 

Que la sociedad los obligue a resarcir a las víctimas, hasta donde esto sea posible, ya que una vida humana no tiene precio, por los daños causados; y al país, por la destrucción de infraestructura humana, social y material que nos ha costado décadas de desarrollo. 

No debe ser el pueblo pobre el que una vez más cargue con los costos: que paguen quienes han acumulado miles de millones de dólares en su “revolucionaria” (para citar a Carlos Pellas Chamorro) aventura con el orteguismo. 

Los magnates no deben quedar impunes, no deben celebrar el fin de la “fiesta” con miles de millones más en activos dentro y fuera del país. No pueden tener la recompensa que fue negada en Francia, por ejemplo, al empresario Louis Renault (un precedente relevante), a quien el gobierno provisional encabezado por el General de Gaulle encarceló y confiscó, por haber servido a la opresión nazi.

Tampoco olvidemos que el perdón legal (lo que cada uno en su corazón sienta es prerrogativa propia, aunque lo recomendable sea ahuyentar el sentimiento de rencor) tiene una historia trágica: sin amnistía no hubiera llegado al poder el tirano Castro; sin amnistía no hubiera Venezuela caído en el pozo sin fondo del chavismo; sin la impunidad pactada entre Antonio Lacayo, Violeta Barrios de Chamorro, y los Ortega, no estaría Nicaragua hundida en la más tenebrosa pesadilla de su historia. Ningún “buen arreglo”, como el que tantas veces han querido vendernos, puede incluir la impunidad.

No hay otro camino hacia una verdadera democracia. No puede construirse un Estado de Derecho sin que los responsables de la tragedia actual enfrenten un proceso judicial.

Y no podemos avanzar en esa dirección sin entender qué pasa, por qué pasa, cómo pasa; sin tener una visión clara del poder en la Nicaragua de ayer y de hoy que nos permita construir una sociedad radicalmente distinta.

El atropello ya rutinario de las desnacionalizaciones es una clave importante de cuánto hemos perdido y seguimos perdiendo. Apunta a la necesidad de un enfoque diferente de lucha, uno que no será cómodo a los políticos itinerantes-suplicantes, quienes dicen luchar por Nicaragua visitando despachos de políticos estadounidenses.  

Quizás su peregrinación les sirva a ellos para crear redes y carreras de segundones políticos en su nuevo país, pero a los ciudadanos que queremos una Nicaragua libre, y no solo libre de Ortega y Murillo, sino también libre de la tiranía de militares y oligarcas, de nada nos sirve que un político que dijo hace varios años que su retiro de la política era inminente si no “se conseguía la unidad”, anuncie ¡orgullosísimo! que ha sido “contactado por el equipo de transición” del recién electo Presidente estadounidense, apenas horas después de la trascendental elección.  “Así de importante soy”, parece querer decirnos.

Superada la vergüenza ajena de incidentes como este, hay que poner el dedo en la llaga más honda: mientras los políticos juegan sus “juegos”, y los magnates acumulan cientos de millones de dólares adicionales, algunos de los cuales “donan” a instituciones políticas como el Diálogo Interamericano; mientras los nicaragüenses pobres y de clase media sostienen económicamente al país con sus remesas; mientras los exilados pobres, muchos de ellos además enfermos y desvalidos, sufren el abandono de los políticos y de los exilados cercanos a la oligarquía; mientras todo esto y más ocurre, Nicaragua retrocede de Nación a Hacienda.

Porque si el derecho a nacionalidad es discrecional, juzgado y decidido por el poder, la idea de nación—que ya es, y siempre ha sido un sentimiento débil, fragmentario y espasmódico en Nicaragua—pierde toda significación normativa. 

Ya no existe un Estado que la asuma, mucho menos que se sostenga en ella. Y el poder que controla este Estado no es más legítimo que el de un señor feudal, o el de un señor de la guerra, o el de un patrón criminal en “su” territorio, o el de un patrón de negocio, de hacienda o de hogar que exige ser obedecido y puede extraer obediencia porque la carta de opciones de sus dominados es binaria: sufrir o someterse. 

Esto es lo que hay. 

Entonces, ¿qué hay que hacer?

Todo, y de todo

A menos que no nos interese nada. A menos que todos estemos dispuestos a aceptar la legitimidad del terror que el patrón desata. Un patrón que es cada vez más amo de plantación esclavista que “gobernante”. 

No podemos pensar en República, mucho menos en República Democrática, si no tenemos nación. 

Sobre lo que esto significa, aparte de la necesidad de derrocar a los amos de El Carmen y sus aliados, tendremos que hablar mucho más. 

Tiene muchas implicaciones que vienen de la historia y se proyectan en la vida social del país, y son, además, el sustrato que alimenta las raíces de nuestra tragedia política.

Las palabras de un padre fundador

Por último, quiero hablarles con especial afecto a los desesperanzados, y a los desesperanzadores (pero solo a los que no buscan para provecho propio destruir la esperanza; apenas contagian la propia): ustedes seguramente dirán “pero este hombre está soñando, si nunca habrá justicia, ni con los OrMu y su séquito, ni ¡mucho menos! con los oligarcas que han sido dueños del país por siglos”. Solo en una cosa tienen razón: en efecto, sueño. Pero no es un sueño imposible. Y no solo no es imposible, sino que no es innecesario. Es posible, y es más que necesario, es imprescindible. Nos tienen tan acostumbrados a la injusticia estructural, crónica, metida hasta en el último rincón de nuestras vidas, que a veces nos cuesta imaginar una sociedad mejor. Pero fíjense que sociedades mejores ya existen. Que no son perfectas, y tienen altibajos, avances y retrocesos, pero son mejores. Hay ricos en las cárceles de los países avanzados, aunque la justicia ahí tampoco sea pareja. Pero es mucho más pareja que entre nosotros. ¿Qué demuestra esto? Que una Justicia mejor es posible. Que una sociedad mejor es posible. 

Por otro lado, ¿alguien duda que la necesidad de mejorar sea imperiosa, de vida o muerte? 

¿Queremos que siga en pie la fábrica de dictaduras? ¿Queremos esto después de esta dictadura del Gran Capital y el FSLN? ¿Después de la de Somoza, en la que el Gran Capital también prosperó, hasta que decidió que la gula de Somoza les robaba beneficios, y hasta que vieron que la dictadura somocista se tambaleaba? Porque fue solo entonces que le dieron la espalda al dictador, clamaron (busquen en La Prensa) “¡abajo el competidor desleal!” (¿qué les sugiere esta consigna? Piénsenlo). Ahí fue que decidieron financiar a Humberto Ortega y su facción del FSLN, los llamados “terceristas”. 

¿Queremos que estas familias y estos individuos sigan siendo propietarios de la fábrica de atraso y dictadura que nos ha privado de nación y ha secado las carnes de la alegría y la esperanza de nuestra gente? 

No solo al mandador de la finca, al administrador de la fábrica, hay que detener, castigar, y hacer que regrese lo mal habido. La fábrica debe desaparecer, no para que la riqueza se concentre en manos de un Estado todo-propietario (ese disparate es impensable), ni por ánimo de venganza; ni siquiera solo para que haya justicia retributiva e indemnización a las víctimas y a la sociedad. Necesitamos que termine la fábrica de dictaduras para que no haya más dictaduras. Así de simple. Para que las dictaduras no impongan la miseria y la desigualdad grotesca que ha sido el triste perfil de nuestra patria. Así de simple. Y porque es lo ético, lo correcto y lo inteligente. Así de simple.

Igual de simple es que si no somos capaces de soñar con una sociedad mejor, no habrá nunca una sociedad mejor. ¿Eso queremos, ser nosotros mismos quienes nos condenemos a vivir como hemos vivido, porque ya nos resignamos, y ya no nos atrevemos a soñar? 

¿No nos encanta repetir, con el padre de nuestra nacionalidad, que “si la patria es pequeña uno grande la sueña? ¿Lo creemos de verdad? ¿No vamos a hacer honor a esa profunda, dolorosa, realista y esperanzadora profecía?

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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