Nicaragua y el cambio climático
Jaime Alegría
Si bien mi especialidad o líneas de investigación están dirigidas a la gestión de los recursos naturales y la responsabilidad ambiental, no soy muy dado a redactar líneas sobre eventos globales que se desarrollan al amparo del Calentamiento Global o Cambio Climático. Esta vez sí.
Cuando en 1958 Charles David Keeling empezó a registrar los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera derivados del consumo de combustibles fósiles, los científicos no creían que las emisiones afectarían el clima de la tierra.
Desde que el científico realizara mediciones de los niveles de CO2 en la atmósfera, demostrando que aumentaban año con año y cuya tendencia se conoce como la Curva Keeling, todavía los países más industrializados del planeta desoyen el impacto sin retorno sobre el clima.
Empero, a partir del Protocolo de Kioto, un éxito de la ciencia a través de este científico fue notable en el ámbito político global. Otros científicos se han venido sumando a la tarea iniciada por Keeling.
El problema ahora no se limita al aumento de CO2 producto del consumo de los combustibles fósiles, sino también a los cambios irracionales de los usos del suelo y la expoliación de los bosques naturales para sustraer su madera, cargándose todo el reservorio genético de la Biodiversidad, por si fuera poco.
Es verdad que las necesidades humanas inexorablemente han venido haciendo evolucionanr al mundo a nivel tecnológico, pero han involucionado con ello el estado natural de los ecosistemas. El problema no solo es de necesidad, sino que ha trastocado la condición moral de los individuos. Voy a citar algunos ejemplos de Nicaragua.
En 1983 la cobertura vegetal en Nicaragua tenía una extensión de un poco más de 7.5 millones de hectáreas, aproximadamente 75 mil kilómetros cuadrados, cerca del 50% de la superficie total del territorio nacional. Actualmente (2019), la superposición de imágenes satelitales sobre el país registran una cobertura aproximada de 4.7 millones de hectáreas, es decir 47 mil kilómetros cuadrados. Esto refleja una disminución de un poco más de 75 mil hectáreas por año, en tan solo 36 años, sin mencionar, porque no hay forma de medir, la pérdida de biodiversidad faunística en toda su nomenclatura.
En términos de fijación de CO2 los bosques tropicales (según estudios de FAO), pueden retener hasta entre 60 y 250 ton C/hectárea, cifra oscilatoria conforme a los tipos de vegetación. Y esto es verdad, porque cifras similares obtuve recientemente (2018) en formaciones de ecosistemas agroforestales productivos de café y cacao, en los ámbitos geográficos de Matagalpa y Jinotega; además de haber tenido el privilegio de trabajar en el cálculo de indicadores ambientales contra el cambio climático de la ciudad de Elche, Alicante, España, donde se realizaron algunos ejercicios similares.
Eso significa que nuestras grandes masas forestales devastadas durante los últimos 36 años están fuera de significar una reserva significativa de carbono por concepto de fijación, al perder entre 4.5 y 18.75 millones de ton C/hectárea y año.
La pérdida de nuestros bosques y su biodiversidad se desprende de varios factores, entre ellos: el cambio de uso del suelo forestal, eventos huracanados, incendios, plagas y, el peor de los males, la deforestación venida de la mafia maderera que, actuando bajo la mampara de leyes infames –utilizadas como instrumentos de despojo– han acabado grandes superficies de bosques naturales, no importando el estatus de protección que éstos tengan, como los casos de las reservas de Bosawas e Indio Maíz, así como otros espacios protegidos no menos importantes.
En fin, la verdadera causa de todo este desmadre tiene su origen en la pérdida de valores morales. Así llevamos más de 30 años destruyendo nuestros valores morales y, simultáneamente, nuestro patrimonio natural. ¿Con qué cara nos representan en la Cumbre del Clima de Madrid?
Madrid, España, 06 de diciembre de 2019.