Palestina e Israel, la vieja historia de la Historia: conquista, exterminio, desarraigo y migración en masa.

Any man’s death diminishes me,
Because I am involved in mankind.
And therefore never send to know for whom the bell tolls;
It tolls for thee.
John Donne

El nombre de mi país entrará a 
la oscuridad. Todo está disperso a lo largo y a lo ancho,
 la desventurada Troya ha dejado de existir.
Euripides

Nada enseña más sobre lo primario, lo que yace bajo la capacidad humana de separarse de la brutalidad instintiva de las otras especies, que el conflicto acendrado; el momento en que los hombres creen que, de no matar, mueren; que, de no exterminar, son exterminados; que, de no expulsar, son expulsados. 

Somos capaces de tal separación, no cabe duda. Es cierto que podemos avanzar, quizás a través de lo que un genial autor llamó, décadas atrás, adaptación dinámica; pero espanta la notable asimetría entre la pendiente de ascenso y la pendiente por la que con frecuencia se recae. Cuando el instinto se apodera del control de los actos humanos, los diferentes niveles del edificio social quedan al desnudo, y todas las capas de la construcción ideológica que los adorna (u oculta) se desvanecen.  Se desvanece con ellas el espejismo de armonía social, y queda a la vista la estructura de poder, altanera, fuerte, vengativa, mientras la lucha de intereses se manifiesta sin que los velos de la falsa piedad logren cubrir su pudor. La voluntad de amar y preservar da paso a la determinación de acabar con el otro. Y la otredad se alza, aterrorizante, como la sombra del coloso de Asensio Juliá cruzando la barrera que creíamos haber erigido, inexpugnable, entre nosotros y nuestro pasado más deleznable.

“¡Nunca más!”, solíamos decir. ¿Debemos recordar con tristeza, o con esperanza, que así gritábamos? Algo de esperanza hay en que “nunca más” es una ruptura ideológica mayúscula del hilo de sangre que ata los siglos. ¿Pero, cuánta distancia todavía separa ese anhelo de nuestra acción refleja, de nuestra conducta normal? ¿Bastará con que perseveremos? Cientos de miles de años tiene la historia humana. ¿Cuántos más vivirá?

 Lo evidente es que, a pesar de los altos vuelos del pensamiento racional, la historia de la humanidad sigue siendo la historia de una lucha entre creación y destrucción, dominada por ruinas, y la lucha por la convivencia, dominada por guerras, exterminios y expulsiones.

Esa es, en gran medida al menos (si no en porción preponderante) el motivo de las migraciones que han poblado, despoblado y repoblado las regiones del planeta. Esa es la historia del conflicto actual en Palestina, y la razón principal por la que haría falta un salto cualitativo en la conciencia humana, en la conquista de la bestia interior, y en la elevación del amor y la racionalidad sobre el terror y la furia, para evitar lo que la experiencia de miles de años apunta como futuros más probables: exterminio de un grupo por el otro, desplazamiento y migración de uno de los dos; o este otro, terrorífico, que el avance tecnológico hace posible: exterminio mutuo.

Tan dolorosas como son estas cavilaciones, debe entenderse que no pueden tener más origen ni razón que la esperanza enquistada en la conciencia (¿la esperanza es la conciencia?) de que interrumpamos el curso de lo que es aparentemente inevitable. No basta, para este objetivo, declararse en estado de buena voluntad. Hay que recorrer el suplicio de la historia, caminar el calvario de la verdad, el único posible camino de salvación. No hay Deus ex machina más que cuando lo imposible cede ante lo ilusorio. Y lo ilusorio aleja de la verdad, que es donde yacen los motivos humanos, donde reina la pasión de la guerra. Solo el terreno de la verdad tiene nutrientes para que germine la semilla de la paz. Si es que acaso es posible que lo haga.  “Amor al destino”, proclama (¿o sucumbe?) Nietszche, es la “grandeza humana”. En medio de todo el dolor que uno contempla, de la impotencia ante tanto que acontece, no queda más que exclamar, desconsolado: “ojalá que el destino fuese amable”.

El pavor y el terrorismo como inicio del pavor y el terrorismo

Un amigo judío, liberal, humanista, me sorprende con esta pregunta: “¿y qué hubiera pasado si hubieran perdido la guerra quienes [por la fuerza del mandato imperial europeo-estadounidense, la fuerza de sus armas y su propio coraje, el empuje de su desesperación], impusieron un Estado judío [en medio del universo multiétnico, pero predominantemente árabe y Musulmán de Palestina?]” “Hubieran sido víctimas de un genocidio”, se responde. No podemos saberlo a ciencia cierta, aunque es razonable asumirlo; no es nada aventurado suponer que muchos habrían sido muertos. Más aventurado es afirmar, sin embargo, que una política de exterminio hubiera sido posible contra las comunidades de palestinos judíos, residentes históricos minoritarios, dispersos a través de la región. A la fecha, en 1948, el movimiento sionista era visto como extranjero y extremo por casi todos los habitantes de Palestina, y del extranjero. De hecho, sus miembros, parte de una migración reciente de europeos judíos, fueron condenados agriamente desde su propio universo cultural (figuras como Einstein y Hanna Arendt) por pretender lo que llamaron “la partición de Palestina”.

Durante siglos, bajo el dominio de diferentes imperios, esta región había sido espacio integrado de una convivencia relativamente pacífica entre las diferentes culturas. Casi toda la violencia política que registra su historia consistió, ya sea de levantamientos contra el dominio de un imperio foráneo, o de las luchas de fuerzas extranjeras que disputaban el lugar a guisa de acto sacro. Puede decirse que era, en ese sentido, un mal importado, hasta que dio inicio la campaña sistemática de los bandos más violentos del movimiento sionista, que recurrían al terror para amedrentar a los locales y abrirse paso (es decir, apoderarse de propiedades y bienes) en el territorio. Sin embargo, la pregunta de mi amigo es legítima, e ilustra precisamente, no solo el comienzo de la tragedia que pronto alcanzará un siglo de edad, sino también su lugar en el rastro de exterminio y terror que he descrito al inicio de este texto.

Las raíces profundas del sentimiento, las raíces profundas del conflicto

No puede culparse a los europeos judíos de intentar un escape definitivo. ¿De qué? Del mundo de la Cristiandad, que desde la península ibérica hasta los dominios del zar ruso pareció dominada durante siglos por el espíritu del Adversus Iudaeos de Juan Crisóstomo, declarado Santo, y reconocido como Padre de la Iglesia. Crisóstomo (del griego: “boca de oro”) fue instigador, desde su alta y perdurable autoridad, del ánimo de ostracismo social contra los judíos, de su separación necesaria de los “cristianos verdaderos”.

Los fustigó sin clemencia por haber asesinado al Mesías. En esto no fue un innovador, sino apenas vocero de lo que ya era tradición ––que los principales predicadores de las (varias) iglesias cristianas impulsaban–– cuando Teodosio dio al cristianismo estatus de religión del imperio. Pero el Santo, hay que decirlo, aportó a dicha tradición retoques particularmente macabros, reconocibles en los rostros del antisemitismo hasta nuestra fecha. “Mataron a Cristo, levantaron violentamente las manos contra el Maestro, derramaron su preciosa sangre”, afirmó. Y el veredicto fatal: “Es por eso que no tienen posibilidad de expiación, excusa o defensa”.

Para el lector curioso, unos cuantos botones más de muestra: “¿Quieren que les cuente sobre su saqueo, su codicia, su abandono de los pobres, su robo, su engaño en el comercio?” … “Aunque esos judíos fueron llamados hijos, cayeron en parentesco con perros…”; “su condición no es mejor que la de cerdos o cabras, debido a sus formas insensibles y excesiva glotonería. Sólo saben una cosa: llenar sus vientres y alcoholizarse”; [son como] “terneros salvajes que no sirven para el trabajo sino sólo para ser sacrificados”; “demonios habitan sus almas”; y, por tanto, son asesinos, ya que “el diablo es un asesino… [y] los demonios que lo sirven son asesinos también” …” Incluso si no hay ídolos en la sinagoga, los demonios habitan el lugar”.

Yo todavía recuerdo, en mi niñez, escuchar en boca del pueblo la narrativa del “judío errante”, castigado por haber dado muerte a Cristo. Merecedor, se infiere, del castigo. Esa narrativa fue, a través de los siglos de la Cristiandad, racionalización conveniente para políticos en busca de chivos expiatorios, válvulas de escape, y monedas de estafa para controlar sus dominios. Dejó, no se recuerda lo suficiente, un rastro sangriento de pogromos, campañas de exterminio que saltaban como chispas de una aldea a otra, de una región a otra; de expulsiones y expropiaciones crueles, como la que en España, apenas unificada a sangre y fuego por los reinos de Castilla y Aragón, ordenó una de las parejas de poder más siniestras de la historia, Isabel de Trastámara y su primo y esposo Fernando. Ambos fueron bendecidos, en trueque político, por el valenciano Alejandro Borja, entonces dueño del poder vaticano en calidad de Papa, y mejor conocido como Alejandro Borgia, o Alejandro VI. Su Santidad, perverso célebre, tuvo a bien otorgar a Fernando e Isabel la denominación de Majestades Católicas. Estos, defensores cruciales del papado ante el poder de Francia, instalaron en España (Sevilla, para ser más exactos) el tribunal de la Santa Inquisición, que ya existía en buena parte de Europa. Muchos (la cantidad exacta no es tema de este ensayo) perecieron y padecieron por cuenta de dicho tribunal, que los Reyes Católicos y sus herederos usaron para acabar de extirpar a los no católicos de la península, especialmente a los “marranos” (judíos conversos cuya convicción cristiana siempre fue vista con sospecha), y a los mudéjares, a quienes despojaron de su derecho a practicar el Islam.

Este mundo, que en la mente olvidadiza de la raza humana apenas aparece en esporádicos hitos (ha olvidado a Crisóstomo, recuerda a la Inquisición como una anomalía casi folclórica, ignora la naturaleza genocida del dominio de Fernando e Isabel), tuvo períodos y lugares de relativa calma para los judíos, quienes podían, sin embargo, dar por descontado que en cualquier momento habría un nuevo espasmo de la sangre, una nueva catástrofe; propició la discriminación antisemita, abierta, en la mayoría de los casos, apenas disimulada en otros, como en el famoso proceso Dreyfus a finales del siglo XIX, en la Francia liberal; y preparó la cuna al episodio más traumático para nuestra presuntuosa modernidad industrializada, uno a escala hecha factible, precisamente, por la industrialización del antisemitismo: el holocausto nazi.

No puede culparse a los europeos judíos de intentar un escape definitivo, cuando las realidades políticas, económicas y tecnológicas que creaban, en el siglo XX, la mayor tragedia, creaban también la oportunidad. Si la Europa “cristiana”, la Europa que, además, había derrocado al despotismo que reclamaba origen divino y abrazado pomposamente los valores de la Ilustración, la Europa que en 1914 había peleado “la guerra para terminar todas las guerras”, la Europa que daba por primera vez en la historia del mundo los primeros pasos para crear ––más en concepto que en la práctica, pero es que el camino empieza con un paso–– una comunidad humana mundial (“La liga de Naciones”); si esta Europa, en lugar de poner fin a la persecución antisemita la había llevado a su cenit; si la propia Iglesia de Roma (que aún no hacía arrepentimiento oficial por la Inquisición; eso no vendría hasta el papado de Juan Pablo II en los 1980, es decir, con 500 años de retraso) no pudo o no quiso poner en riesgo su estar (para no decir su “bienestar”) y proteger de la implacable masacre nazi, como institución, y hasta las últimas consecuencias, a los judíos (y a los homosexuales, discapacitados, comunistas, socialistas, gitanos, etc.); si Estados Unidos, ya para entonces orgulloso “arsenal de la democracia” careció de la voluntad suficiente, no digamos para impedir el genocidio, sino para dar refugio a quienes escapaban de él; si el mundo entero (lo que hoy llaman unos con ingenuidad conmovedora y otros con cínica desfachatez “la comunidad internacional”) abandonaba a los europeos judíos al exterminio, ¿puede no entenderse que estos buscaran un escape, cualquier escape de la “civilización” que, primero bajo el estandarte de la “Cristiandad”, y luego bajo la máscara afable de la democracia, los había martirizado por siglos sin fin?

El relevo imperial, el Calvario.

Al final de la guerra mundial, en 1945, el inventario de las pérdidas materiales es atroz pero desigual. Alemania yace en ruinas, desmembrada por la ocupación de los aliados. Inglaterra ha sufrido también una cuota visible de destrucción, pero sus heridas físicas son, comparativamente, menores. Está, sin embargo, exhausta financieramente. Es aún dueña titular de un gran imperio colonial, pero ha quedado en evidencia que solo pudo vencer a la sombra del poder de su antigua colonia americana, convertida en gigante industrial, y, por primera vez, en gigante militar. Estados Unidos no ha sufrido daños en su infraestructura de producción; todo lo contrario, la guerra la ha hecho florecer, y los años de autosuficiencia colocan a su Estado en la posición dominante de acreedor ante vencedores y vencidos del continente europeo. Sin la parafernalia imperial, ya es imperio, ya está en condiciones de imponer su visión y sus reglas a los nuevos acuerdos internacionales. Es imperio, pero su conciencia de sí mismo no es completamente imperial, o al menos no ha adquirido plena conciencia del espacio en el que ahora influye; no obstante, su ascenso empaña el brillo de legitimidad colonial de la corona inglesa. Es apenas asunto de tiempo ––un tiempo corto, menos que un instante en la historia del mundo–– para que el poder de Estados Unidos ocupe los terrenos que el desgaste inglés va dejando; para que el apetito de los políticos estadounidenses se anime, particularmente después de sus conquistas asiáticas, a flexionar la poderosa musculatura que han desarrollado. Son todavía algo rústicos en el manejo de su poder, que antes arrolló a vecinos de mucho menor fortaleza, como las naciones aborígenes, México, y los restos anacrónicos del imperio español. Pero el testigo está ya en dos manos, la del cansado atleta inglés y la del impetuoso relevo americano, que pronto correrá el siguiente trecho de la interminable carrera del poder. A dos manos enfrentan, por el momento, los riesgos a su mando en el mundo que han conquistado. A dos manos procuran construir, a imagen y semejanza de su visión (sus “valores”), e intereses, la nueva arquitectura del poder mundial. Les queda claro que esa arquitectura requiere otro retoque en el diseño de fronteras, y recurren a la tradición colonial europea de imponer los mapas políticos con apenas algunas consultas a élites regionales cuya meta es la de todas las élites postcoloniales: heredar lo más posible, en nombre de quienes no les han otorgado representación alguna. Heredar para sí.

En este reparar, construir y recomponer, la alianza angloamericana enfrenta otra herencia problemática, “el problema judío”. Como punto de partida extraen, del inventario moral del conflicto apenas superado, la más cómoda de las conclusiones maniqueas: el holocausto es atribuible a la anomalía del nazismo: el mal, que ha sido derrotado por la Europa del bien, la de la democracia. Deciden ignorar la historia que durante muchos siglos transcurrió como un río de sangre que tenía por destino inevitable el mar de Auschwitz. No obstante, la maldad perpetrada contra los europeos judíos (del resto de las víctimas poco se dice) es tan monstruosa, y la erradicación de sus comunidades tan extendida, que la búsqueda de un nuevo “hogar” para ellos se hace aceptable, y el movimiento sionista agita hasta volverla imperativa.

Encontrar a los europeos judíos un “hogar nacional” tendría un doble beneficio: satisfacer en alguna medida cualquier sentimiento de culpa, y liberar al nuevo orden del peligro de una recurrencia de tensiones entre la mayoritaria cultura cristiana del continente y la de sus habitantes judíos.  Muchos de estos ––la crema de su cultura–– han emigrado ya, cuando no han sido muertos en la “solución final” de Hitler. Es en este contexto que las potencias vencedoras, de la mano de Estados Unidos y el Imperio Británico, adoptan la fatídica decisión (fatídica por ser portadora de un embrión gordiano) de aprobar el establecimiento de un Estado judío en medio de Palestina, sin consultar, por supuesto, a quienes ya habitaban la vieja casa desde tiempo inmemorial. ¿La justificación moral de tal omisión?: se construía un Estado, no para inmigrantes, no para recién llegados, sino para dar estatus oficial y protección a quienes “regresaban” al supuesto hogar ancestral, tras una ausencia forzosa de siglos, más de un milenio, casi dos.

No se trataba, entonces, en la narrativa oficial, de europeos judíos, de europeos que por su cultura y religión judaica hubiesen sido perseguidos injustamente en y por Europa, sino de judíos que habían estado de manera temporal fuera de su terruño, al que ahora tenían derecho de regresar como titulares de un Estado que impondría sus derechos en el territorio asignado por Europa, subordinando, cuando no aboliendo, los derechos heredados de los residentes actuales. El Estado sería judío, es decir, por definición alineado a una fe específica; la población aborigen, que ya sufría violencia expropiatoria y terrorismo, tendría que aceptarlo así, o salir a otros territorios, perdiendo sus propiedades ancestrales. Solo la prepotencia imperial de los vencedores de la segunda guerra mundial podía cegarlos a la receta de calamidades que su nuevo mapa político, racionalizado de manera fantasiosa como un épico y justo retorno, estaba destinado a crear.

Destrucción y reemplazo

La catedral de México tiene en su subsuelo los restos del Templo Mayor de los aztecas. La violencia fue, en ese caso, previa a la sustitución. En el caso del Estado de Israel, la racionalización del plan euro-angloamericano, aparte de ser inverosímil bajo la lupa étnica más somera, lo es por la inversión, grotescamente ingenua, de la secuencia cruel que es norma en la historia humana.

¿Será posible que los políticos y burócratas no hayan previsto el futuro que el diseño imperial hacía inevitable?  La historia de Palestina y del Estado de Israel, desde entonces, no es sino la consecuencia de aquella decisión. El primer resultado, sobre el cual especulaba mi amigo judío, fue lo que los palestinos llaman la Nakba, o la Catástrofe, el desalojo de cientos de miles de residentes por las fuerzas victoriosas del Ejército de Israel en lo que para los israelitas es la “Guerra de independencia” de 1948.  A partir de ahí, el ciclo predecible de guerras convencionales, ataques guerrilleros, terrorismo de Estado por parte de Israel (y ahora, con mayor frecuencia, de los llamados “colonos”) y terrorismo de parte de los palestinos que se oponen al Estado de Israel.

Crueldades en abundancia, por supuesto. ¿Qué más puede ocurrir cuando los seres humanos son reducidos a lo primario, a lo que, como antes mencioné, subyace la capacidad humana de separarse de la brutalidad instintiva de las otras especies? ¿Cree el lector que su país, y él mismo, o ella misma, es incapaz de recurrir a la violencia si está convencida de que necesita matar para vivir?

¿Cree ser incorruptible por la violencia? Se puede condenar “toda violencia” con rostro severo o angelical, con voz estentórea o meliflua, con sinceridad o hipocresía. No basta. No es suficiente para hacer desaparecer los patrones de conducta del ser humano en situaciones de conflicto. Y no es que tenga alguna justificación, que pueda ser aceptado como justo, que alguien siegue la vida de personas desarmadas, que las torture y las someta a agonías crueles, como han hecho los miembros de Hamás que incursionaron en territorio israelí. Por supuesto que no. Hay que decir que esa conducta es criminal, y debe castigarse.

Pero, sobre todo, debe prevenirse, y evitarse, y es una ilusión prácticamente alucinante la de quienes creen que esto puede lograrse sin resolver, de manera racional, el conflicto de fondo. No hay paz sin justicia. Y la violencia, cuando es perpetrada de manera recurrente, deviene cada vez más injusta y brutal. 
Llegados a este punto es que ser realista obliga a contemplar cómo se despliega ante nosotros el drama humano repetido tantas veces en la historia, la auténtica tragedia de un destino preordinado. Ver cómo colapsa el sueño racionalista, y el anhelo humanista; cómo podríamos estar en Troya, en la Roma antigua, en Cartago, o en medio de la noche de la historia, en una caverna, presenciando un duelo del que no hay salida si no emerge un vencedor que destruya al vencido.

El infierno, la obra

Los actores del drama están en su sitio. Cada uno sigue el libreto a pie juntillas. No tienen más remedio. Son los nietos y bisnietos de los primeros participantes de la puesta en escena de 1948. Nietos y bisnietos de los europeos que inmigraron en la oleada sionista antes, y sobre todo después, de la imposición colonial del Estado de Israel. Nietos y bisnietos de los palestinos que sobrevivieron la ocupación sin marcharse, y están ahora sometidos a un régimen de “cárcel a cielo abierto”, como ha denunciado Human Rights Watch.

Ambos bandos sobre un escenario que es cadalso para ambos, gladiadores condenados a matar, hasta morir.  “El infierno son los otros” asoma recurrentemente a mis cavilaciones. Pienso en lo que significa nacer en Gaza; en vivir desde la niñez bajo el peso abrumador de una ocupación extranjera apoyada sin remilgo por las fuerzas económicas y militares que dominan el planeta; sometido sin recurso y forzado al trueque humillante de obediencia por supervivencia. Pienso en lo que significa nacer bajo identidad judía-israelí, entrenado desde niño a creer que es imposible vivir sin mantener cautivos a millones de seres humanos que reclaman su derecho a un hogar; que hay que guardarlos encerrados detrás de gigantescas murallas, porque cada uno de ellos es una bomba potencial. Pienso en cómo es imposible, en tal infierno, no reducir al otro a la animalidad, a la condición de fiera asesina.

Pienso en cómo es imposible que en tal infierno no estalle estruendosamente el choque entre impotencia y prepotencia. La colisión de ambas es su mutuo alimento. La chispa enciende fuegos que incineran el frágil andamiaje moral penosamente construido a través de los siglos para preservar la vida del otro mientras se busca que la propia florezca. Pero aún en el infierno de todos hay desigualdad. Unos juegan el rol de gladiadores predilectos, alentados y armados por el emperador. Otros están ahí para luchar por sí solos, como puedan. Se sabe que lo harán, por dictado de vida, pero no se espera que triunfen. La jaula está vigilada desde afuera por poderes mayores. Por poderes que hablan de libertad, de derechos humanos. Poderes que niegan la existencia de la jaula, y fingen asombrarse de que asome el nihilismo entre los que sienten que nihil tienen que perder (o ganar) y sustituyen su meta de libertad por el cruel anhelo de hacer, del victimario, víctima. Descender, es decir, por debajo de las criaturas que no conocen la venganza. Reducirse, a sí mismos, a una pequeñez sin retorno. 

La respuesta de los gladiadores predilectos es igualmente predecible: el ascenso de la violencia, la glorificación del aplastamiento, la sublimación del asesinato en acto legítimo, no solo para sí mismos, sino para la civilización que proclaman defender, amenazada por las fuerzas ciegas del otro. La civilización (otra ironía) que por siglos los victimizó a ellos.

¿Cómo esperar que el odio ciego no reine en un infierno así? ¿Cómo, si desde las graderías de la civilización el coro canta a favor de los predilectos, aparta la vista de la violencia que estos practican y se indigna píamente cuando los otros despliegan su propia violencia? El coro civilizado es un coro de muerte. El coro civilizado abanica las brasas del odio. El coro civilizado no es otro que la armonía de los viejos poderes coloniales y la voz de un imperialismo más joven, pero que no es diferente en su ambición de mandar y en su miedo a perder espacios de influencia. Por eso se les hace imposible pensar, para usar una expresión inglesa, “out of the box”, fuera de la lógica histórica del poder, y aplicar su inmensa fuerza a imaginar al menos una solución que desfaga el entuerto.

Por el contrario, acompañan el desliz hacia un desenlace que no es la crónica de una tragedia anunciada; es más bien la crónica de todas las crónicas de todas las luchas por un objeto indivisible y único, como es el hogar propio. Por indivisible y único es que se resiste a la solución oficialmente planteada, la de dos Estados conviviendo en paz uno junto al otro; o, dada la geografía humana y las artes militares, uno dentro del otro. La llamada “solución de dos estados” es altamente improbable, por no decir imposible, hasta donde el ojo alcanza espacio-tiempo. El odio ha echado profundas raíces, la hegemonía militar estadounidense-europea no da visos de colapsar (no es posible predecir el desplome de un imperio), el Estado de Israel tiene, con el respaldo de miles de millones de dólares en apoyo de Estados Unidos, la fuerza militar más poderosa de la región; los gobiernos enemigos del Estado de Israel no lograron articular, en siete décadas, ni la visión democrática necesaria, ni el poder económico, militar y político para hacer retroceder al sionismo, pero se han posicionado de tal manera ante el conflicto, que tampoco son confiables para los líderes del bando colonial. Algunos, como Irán, financian a grupos que no tienen mayor reparo en recurrir a tácticas terroristas.

Otros ensayan la casi imposible contorsión de cultivar amistad con Estados Unidos y mostrar suficiente animosidad ante Israel para aplacar el sentimiento de “la calle”; temen que, llegado a un punto de ebullición, este ponga en peligro el control autoritario que ejercen sobre sus sociedades.

Todas estas condiciones apuntan en la misma dirección: solo podrían existir dos Estados administrando la región Palestina-Israelí si uno se sometiera a las botas del otro. En vista de la correlación de fuerzas previsible, únicamente políticos palestinos que aceptaran una situación de tutelaje colonial por parte de Israel podrían ser vistos como aceptables por este, en un esquema de solución biestatal. Pero adoptar esa postura significa abandonar la resistencia beligerante y cesar en el reclamo de restitución de los descendientes de la Nakba. Significa, por tanto ––especialmente si se descarta, como es razonable asumir, una recuperación significativa de territorio palestino, y un arreglo igualitario sobre el control de Jerusalén–– que los líderes de un estado palestino truncado hasta la sumisión carecerían de legitimidad y quedarían en la impotencia ante fuerzas políticas que los desplazarían del poder, o grupos que utilizarían el territorio del débil estado como plataforma de ataque contra Israel. Es decir, estaríamos de regreso al punto de partida.

¿Y qué de la convivencia en un solo Estado, democrático y laico? No queda más remedio que repetirlo: haría falta un salto en la conciencia humana, en la elevación del amor y la racionalidad sobre el terror y la furia. Haría falta, hace falta; aunque no es imposible, especialmente si los guardianes de la jaula descubren en este camino, hasta ahora inédito, una posible ganancia, o la mitigación, o el evitamiento, de la pérdida irreparable que en nuestra era de instrumentos portentosos de destrucción masiva y veloces comunicaciones yace implícita en la guerra.

Triste, pero predeciblemente, los estadistas involucrados no se comprometen en tal dirección. Por el contrario, auspician, cada vez más cerca del abismo, la continuidad de un ordenamiento del poder regional que es insostenible, que va camino a una catástrofe todavía mayor que la ya transcurrida.

¿Por qué lo hacen? Porque creen posible que el largo plazo será sencillamente un corto plazo extendido; que el futuro puede manejarse desde el presente como una sucesión de cortos plazos, cada uno de ellos bajo el control de su actual poderío. Nada de esto es nuevo: es política, y es política imperial. Y en la política imperial, los Estados Unidos (y también Europa) ven en el Israel de hoy una entidad cualificada para actuar como una especie de brazo armado de sus intereses “nacionales”: un gobierno fiel al Occidente político, armado hasta los dientes (presuntamente incluso con arsenal nuclear), dispuesto a defender las fronteras estratégicas y los intereses dominantes en Europa y Estados Unidos, a un costo relativamente bajo para estos, especialmente en vidas humanas. Un reino vasallo, podría decirse; un Estado satélite que extrae, a cambio de lealtad a sus señores, gruesas concesiones materiales, militares, tecnológicas, y hasta morales.

Esto último es crucial, dada la intersección de la geopolítica con los derechos humanos, o más bien la colisión entre ellos: desde Washington y muchas capitales europeas se apoya a Israel aun a costa de los tratados y reglas impulsados por Occidente, aun a costa de la seguridad de los ciudadanos de calle en sus países, porque, cuando de asuntos internacionales se trata, la tarea fundamental de los políticos a ambos lados del Atlántico no es el bienestar del hombre y la mujer comunes, sino los intereses de grupos de poder político y económico que tienen más dinero que votos.

La marcha hacia el exterminio

El horizonte en Palestina es un mar enrojecido. Los hechos que allá acontecen son apenas una variación de la historia de todas las partes y en todos los tiempos; la dinámica del conflicto entre el Estado de Israel y los palestinos no judíos pareciera una concatenación de movimientos reflejos, como dictados por pulsiones genéticas. Como si la herencia ya estuviese decidida, y una mano torpe la transcribiera para ejecutar el testamento.

Todo camina hacia una iteración más del desenlace que ocurre cuando un grupo humano, escapando de un conquistador, migra y conquista un territorio hasta entonces en poder de otro, y obliga a este a padecer la misma encrucijada que acaba de dejar: cautiverio, exterminio o migración forzosa. Ocurrió, por ejemplo, durante las migraciones “bárbaras” de Asia y Europa central rumbo al Mediterráneo latino; se repitió en las oleadas migratorias de los pueblos del altiplano mexicano hacia Centroamérica antes de la conquista española.

El rastro de esta tragedia humana está disperso en millares de ruinas deshabitadas que el polvo del tiempo oculta hasta que los arqueólogos hacen su extraña tarea. Está también disperso en los restos de memoria, leyendas y narraciones que quedan como vagos ecos de las civilizaciones perdidas. Y en el inconsciente colectivo de la humanidad, flotando de una tribu a otra, de una lengua a otra, de una era a otra.

Hoy lo llamamos “limpieza étnica”, una denominación irónicamente sórdida, que condena lo que hasta la fecha ha sido norma humana.  Porque el exterminio del vencido, su cautiverio o desarraigo forzoso y masivo, han sido desde tiempo inmemorial los instrumentos de los vencedores para desbrozar el terreno conquistado.

Hasta muy recientemente no hubo, entre los vencedores, duda moral sobre estas prácticas, e incluso los vencidos fueron incapaces más que de una resignación fatalista (“Maldita noche, funesto destino”, entona el coro en las Troyanas, de Eurípides). La ausencia de duda moral no fue, por supuesto, absoluta, pero tuvo muy poco o ningún efecto sobre la adjudicación de triunfo y derrota, opresión y libertad.

¿Algo ha cambiado en nuestra era? En el Occidente de la Cristiandad la potente e inflexible justificación religiosa que apañaba ciertas violencias se ha desvanecido, y el credo de los derechos humanos (una sombrilla de cobertura más amplia) se ha convertido en culto oficial. Esto hace que los poderosos necesiten un esfuerzo mayor para movilizar el consentimiento de sus sociedades hacia actos de violencia que antes fueron rutinarios, implícitos en la legitimidad del poder. Esto no es poco, y apunta en dirección de una construcción ideológica más humanista; pero no es suficiente, y es frágil frente al dinero y las ambiciones políticas. Tristemente, todavía se impone la dinámica primaria, la fuerza cruda y bruta apenas disimulada por alguna parafernalia democrática y de derechos humanos, que queda vacía y transparente cuando los conflictos arrecian. El emperador, al fin y al cabo, termina cabalgando desnudo. Pero el niño de la fábula vive hoy multiplicado en la opinión pública internacional, embrionaria aún, manipulable, con poco músculo institucional por encima de las fronteras nacionales, pero capaz de actuar como caja de resonancia para aquellos ciudadanos que tienen voz y voto en sus respectivos Estados.

El niño es la esperanza, pero aún es niño. ¿Crecerá a tiempo para hacer de Palestina-Israel un parteaguas en la historia humana? Dudoso, pero no imposible. Ya se ven signos de repugnancia moral, de rechazo a las acciones de exterminio. Es un rechazo a veces inmaduro, incoherente, que maldice a algunos culpables y disculpa a otros. Pero esta hipocresía es en sí progreso, porque revela que empieza a sentirse la necesidad de responder a los requerimientos de una moral que choca con el hábito. Ojalá esta tensión se vuelva insoportable. Ojalá que alcance pronto su límite elástico, como el que hizo posible que la esclavitud fuera proscrita universalmente. ¿Cuán lejos o cuán cerca estamos de que así ocurra? Imposible saber. Solo sabemos que no hemos llegado. Y mientras tanto, en Palestina crece la voluntad de exterminio, y retrocede la voluntad de paz.

Trompetas que anuncian el pasado

«Gaza se convertirá en un lugar donde ningún ser humano puede existir… porque no hay otra opción para garantizar la seguridad del Estado de Israel… 
Israel necesita crear una crisis humanitaria en Gaza, obligando a decenas de miles o incluso cientos de miles a buscar refugio en Egipto o en el Golfo. Para que esto suceda, Israel necesita exigir … con mayor determinación que nunca:

  1. Que toda la población de Gaza se traslade a Egipto o al Golfo. Desde nuestro punto de vista, todos los edificios de Gaza que se sabe que tienen cuarteles generales de Hamás, incluidas las escuelas y los hospitales, se consideran objetivos militares. 
  1. Todo vehículo en Gaza se considera un vehículo militar que transporta combatientes. Por lo tanto, no hay tráfico vehicular, y no importa si está transportando agua u otros suministros críticos.”

Giora Eiland, investigador asociado sénior del Instituto de Estudios de 
Seguridad Nacional; exdirector del Consejo de Seguridad Nacional de Israel.

«La afirmación de que es ilegal que los judíos construyan en Jerusalén es tan absurda como decir que los estadounidenses no pueden construir en Washington o que los franceses no pueden construir en París», dijo Keyes. «La exigencia palestina de limpiar étnicamente de judíos su futuro estado es indignante y debería ser condenada por las Naciones Unidas en lugar de ser aceptada por ella».

David Keys, Vocero del Primer Ministro de Israel

«Limpieza étnica a cambio de paz es absurda. Ya es hora de que alguien lo diga. Lo acabo de hacer.”

Benjamin Netanyahu, Primer Ministro de Israel

Hay más, por supuesto, pero basten estas referencias para dos comentarios. El primero es que Netanyahu trastoca de manera perversa el significado de “limpieza étnica”, para rechazar un alto al avance de la colonización de territorios palestinos por parte de israelitas judíos. Regresar la tierra robada a sus legítimos dueños sería, en este nuevo giro orwelliano del discurso sionista, “limpieza étnica”. Lo segundo es que, si no se cita aquí amenazas de exterminio procedentes de los enemigos del Estado de Israel (frecuentemente teñidas de antisemitismo), no es por sesgar el texto, una de cuyas ideas centrales es, por el contrario, que el conflicto en Medio Oriente es un drama humano, enraizado en lo profundo, o mejor dicho en algo primario de nuestra moldeable naturaleza. No cabe duda de que todos los grupos humanos son capaces de las mismas alturas, y de las mismas bajezas, de bondad y maldad; y no cabe duda de que, puestos a escoger entre matar y morir, matan.

Pero desde hace décadas y en el futuro previsible la correlación de fuerzas militares favorece abrumadoramente al bando israelí, y por eso es preciso mostrar que su respuesta, groseramente desproporcionada, brutal, aniquiladora, a la violencia de Hamás, se corresponde con una visión del futuro en el cual no caben los palestinos. Es el camino estratégico que se han trazado los líderes del Estado de Israel; su ritmo, amplitud y modalidad de acción son asuntos tácticos, dependen de las circunstancias del momento. Preguntas como si detendrán la campaña actual de bombardeos contra los gazatíes (no “contra Hamás” como repite el coro pro-Estado de Israel en los medios de comunicación estadounidenses); si este será el momento en que invadirán y ocuparán Gaza; si abrirán el suministro de agua, combustible y electricidad o causarán hambrunas y epidemias entre la población, ante la indiferencia de gran parte del mundo y la complicidad, acompañada de poco convincentes expresiones de reserva y llamados a la prudencia, del gobierno de Estados Unidos.

La realidad político-ideológica en dicho país, y no solo (o, quizás, a pesar de) la voluntad de la actual administración, inclinan el terreno abruptamente a favor de dar amplia licencia al Estado de Israel. La misma opinión pública y los mismos medios que elevan el grito al cielo y claman ante la destrucción de ciudades y el ataque a civiles ucranianos por parte de Rusia, parecen haber detenido su reloj colectivo en Octubre 7, cuando Hamás asesinó a cerca de 1,400 civiles; se niegan a contar los cerca de 7,000 civiles palestinos asesinados por los bombardeos del ejército de Israel desde entonces. ¡Han dado vuelo incluso a la inaudita consigna de “No a un cese al fuego”! 

Las escenas dramáticas del sufrimiento de la población civil todavía no mueven el nervio de la empatía en un público que el integrismo evangélico ha anestesiado con la idea de que el Estado de Israel es ahora instrumento del Dios cristiano. Grandes poderes económicos expresan su “solidaridad con Israel”, llegando al extremo de amenazar con crear listas negras de estudiantes que, en Harvard, por ejemplo, se pronunciaron a favor del pueblo palestino. 

Biden grita su asentimiento a Netanyahu, pero susurra su llamado a la mesura. Cuando los palestinos y el mundo árabe acusan a Israel de bombardear un edificio público (en este caso particular, un hospital) el Presidente de Estados Unidos, que en medio de una crisis política ha viajado a Israel para confirmar sus credenciales pro-sionistas, aparece contrito, musita cabizbajo, al lado del primer ministro del Estado-cliente, y casi inaudiblemente afirma, de entrada, que “parece que esto es obra del ‘otro equipo’”. No es que el accidente al que el gobierno de Israel atribuye la mortal explosión no haya ocurrido. En la niebla de la guerra todo es posible. Pero todos los analistas independientes citados en los medios (aunque sus palabras sean enterradas en unas cuantas líneas de textos cuyos encabezados los contradicen) indican que es imposible tener certeza. De lo que, si la hay, es de que el Ejército de Israel bombardea inclementemente una ciudad de apretada densidad poblacional, imposibilitados sus habitantes de escapar, sometidos a un sitio medieval con tecnología militar del siglo XXI, en lo que no puede llamarse, si la integridad vale algo, otra cosa que genocidio.

La proporcionalidad requerida en la ley internacional es vista por el gobierno de Israel como un estorbo innecesario. La proporcionalidad de origen judaico, el “ojo por ojo, diente por diente”, también. El gesto de Biden, de celebrar como un “gran éxito” de su visita a Israel la entrada por la frontera de Egipto de 20 camiones que cargan ayuda humanitaria, mientras permite (porque tiene el poder de restringir) que Netanyahu destruya sin contemplaciones la estructura de bienes y servicios de Gaza es a la vez patético y cínico. Equivale a apuñalar repetidamente a una persona, y luego “regalarle” transfusiones de sangre a intervalos.

Desde fuera de la burbuja ideológico-política estadounidense la incongruencia es evidente. Que desde dentro no se perciba así dice mucho del actual grado de islamofobia en la sociedad, y del poder ejercido por la fusión del evangelismo con la ultraderecha en Estados Unidos. Lo mismo puede decirse del aplauso de los medios al llamado-advertencia que Israel lanzó a la población de Gaza, para que desalojaran parte de la ciudad y dejaran de servir de “escudos humanos” a Hamás. Dicho llamado es, a todas luces, tan cercano a una amenaza de “limpieza étnica” como podría provenir de un Estado miembro de las Naciones Unidas. Declara además la intención de llevar a cabo nuevas anexiones territoriales.

Lo peor, lo más escandaloso, es que la retórica del Estado de Israel ha conseguido normalizar un concepto que bien podría aparecer en un hipotético manual de ocupación de las tropas nazis durante la segunda guerra mundial. La imagen de “escudo humano” convierte a cada desventurado habitante de la ciudad en la sombra de un terrorista. Como las fuerzas israelíes tienen derecho a defenderse de estos, tienen, consecuentemente, derecho a acabar con sus “escudos”. 

Mientras esto escribo, se produce en la ciudad de Lewiston, Maine, y sus alrededores, la persecución, por parte de cientos de policías y guardias nacionales, de un terrorista estadounidense que mató a decenas de personas en la ciudad. Mientras no se le ubique, uno puede decir, siguiendo la lógica del Estado de Israel, que el terrorista “se esconde detrás del escudo humano de los habitantes de Maine.”

La larga y lenta reiteración del destino: ¿queda esperanza?

Doloroso y difícil es llegar a la conclusión de esta narrativa desoladora, porque intenta describir un calvario inconcluso, y porque (como he advertido antes) hay más crímenes y más responsabilidades de las que puede hacerse inventario y extraerse sentido en unas cuantas páginas. La historia de esta tragedia está, como todas las tragedias humanas –– o más, por ser Palestina cruce y cuna de tantos acontecimientos–– salpicada por la codicia, el oportunismo, la subordinación de la vida ajena al interés propio, y la mezquindad de las conciencias de múltiples seres humanos que desde el poder o contra él buscan satisfacer su interés.

Los hechos aquí narrados e interpretados constituyen, para este autor, el hilo vertebral de la historia. Desafortunadamente, el futuro predecible a partir de ese hilo es nefasto. El conflicto entre el Estado de Israel y Palestina se mueve ante nuestros ojos como una cinta ralentizada que cuenta la historia de cualquiera de los miles de choques en los que un grupo humano extermina o destierra al otro. Por hoy, al menos, y desde décadas atrás, lo que parece estar en marcha es la expulsión total de la población palestina de sus tierras ancestrales por una población de origen extranjero y asentamiento reciente, a la cual el movimiento complejo del poder en la Historia ha hecho posible desarrollar una capacidad militar y un poder político abrumador sobre los vencidos.

Si no asoma aún la conclusión de este “gesto”, para usar el lenguaje de Ortega y Gasset, quizás sea porque, por primera vez en el trayecto humano sobre este planeta, genocidio, exterminio y destierro masivo han dejado de ser prácticas moralmente (en principio) aceptables. Pero aún están ancladas en el andamiaje del poder, aún no pasan, de incomodidad ética, de una cierta náusea gaseosa, a sólida barrera contra el crimen de lesa humanidad. Puede que esta transición se complete (si se completa) demasiado tarde para el pueblo palestino. El horizonte en Palestina es un mar enrojecido. Si hay futuro, quizás para sus habitantes sea de ruinas sepultadas en polvo y arqueólogos tratando de entender cómo llegó (“abruptamente”, dirán) el final de aquel mundo.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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