Pierre Peuchmaurd: Donde baila el polvo amarillo
Pierre Peuchmaurd, Donde baila el polvo amarillo, traducción de Cinta Moreso, Miguel Casado, Martine Joulia e Ildefonso Rodríguez, edición de Jean-Yves Bériou, Animal sospechoso, Barcelona, 2022
En una primera impresión, cuando se habla del surrealismo vienen a la mente manos amputadas, cadáveres exquisitos y retos intelectuales para élites ebrias y aburridas en casonas o buhardillas francesas, al ocaso o al alba, después de una noche de Gauloises y vino cosechero. Viene a la memoria una corriente de creación musical, literaria, cinematográfica y artística que se fue por el desagüe ensangrentado del sangriento siglo XX llevándose sus costras y sus excesos. Pasa uno de puntillas por una antología de relatos de Francisco Ayala, por ejemplo, leyendo rápido El boxeador y un ángel, Polar, estrella, para llegar deprisa a lo que importa, El hechizado, pongamos por caso, pero no debería pasarse por alto la aportación más relevante del movimiento surrealista en la historia de la literatura y el arte: su profunda vocación humanista.
La magnífica antología de poemas de Pierre Peuchmaurd que publicó a finales de 2022 Animal sospechoso, Donde baila el polvo amarillo, a cargo de varios traductores, es una buena excusa para reconciliarse con ese lado humano que desdice la deshumanización del arte acuñada por Ortega y revela la validez del proyecto surrealista en pleno siglo XXI. Es posible que al decálogo surrealista de violencia y exceso le viniera bien, en el caso de Peuchmaurd, su larga vida en el campo, el retiro de la urbe. Su poesía se amansó, sin dejar de ser afilada e innegociable, pero dejó entrar el tempo de la naturaleza, sus seres, ritmos y condenas, y el poeta salió ganando. Por ahí, creemos, acabaría desembocando en merodeos con el haiku, posiblemente lo más opuesto al surrealismo que uno pueda pensar. Podría ser ilustrativo de lo que vengo diciendo el poema Tratado de los lobos, uno de los más celebrados, con lujo de enumeraciones y un final a la altura de cierto espíritu maudit que nos parece lo más prescindible del movimiento surrealista.
De noche los lobos son azules, un poco fosforescentes.
Hay lobos, tú sabes, que miran las ventanas y que ven la distancia. Hay lobos que lloran el silencio de la presa.
[…]
Está el invierno que empuja.
[…]
Hay lobos furiosos, lobos que piensan en los lobos y que piensan en las ballenas. Hay novelas negras bajo la almohada de los lobos.
Hay el hambre de los lobos.
Hay lobos, tú sabes, que no tienen memoria. Son lobos sin horda, a menudo lobos jóvenes, que solo buscan un rostro donde posar su terciopelo.
Y después hay lobas.
En este poema el final arranca una mueca de complicidad al lector o a la lectora, pero nos conmueve más la misericordia del lobo, criatura tildada de cruel por antonomasia, y uno diría que este poeta tiene que haber vivido entre los lobos, o que tiene muy próxima en la imaginación su electrizada y perseguida pelambre.
Se puede acudir también al otro extremo de la cadena trófica, allí donde Peuchmard demuestra tener buen ojo para lo ínfimo, la hormiga y su afán, demoledor de imperios. Hay además una mención implícita a Omar Jayam y los átomos humanos en el jarro de vino:
Las termitas en el campo
terminan el mito. Cuando la madera se desploma, las piedras no tardan en desprenderse. Las piedras desprendidas enseguida serán polvo. Y el polvo, materia del viento, lo encontraréis en vuestro vino, un día que bebáis.
Ese es también el valor humanista de estos poemas, el saberse insertos en la tradición. En Historia de la Edad Media se evocan los llamados años oscuros que maravillaban a D. H. Lawrence, cuando las fieras vagaban por las calles, según esta visión idealizada, y el conocimiento aguantó la embestida de la barbarie, no necesariamente de los llamados bárbaros.
Ya las mujeres tenían senos muy hermosos
Y cada noche venían los lobos,
cada noche como esta noche,
y unos grandes simios sin nombre venían
a oler la carne y masticar a Dios
en las callejuelas.
En lo formal, el legado surrealista hace que salten las costuras del texto, y del género, y un poema como El año pasado en Cazillac juega con desparpajo, frescura y solvencia a ser entrada de diario, larga reflexión de «un ornitólogo pasional cansado», pero es poema y queda ahí para ofrecer una vía de exploración poética a los que vienen detrás.
Hablaba antes de los haikus, que reconozco que no son santo de mi devoción. Sin embargo, Peuchmaurd los despoja del mayor lastre que tiene el género, en mi opinión, su manierismo, también de sus constricciones como forma fija, y se lo apropia como un ángulo desde el que entonar el canto de la naturaleza:
El vuelo de la garza
ensancha
el arroyo.
Es una antología que podría ser un bestiario, un cuaderno de campo y un canto a la biodiversidad, y eso viene a confirmar también la vigencia y actualidad de esta poesía. Frente a la frialdad y gratuidad del gesto gratuito e histriónico en los poemas de Dalí o algunos textos en prosa de Lorca, un suponer, nos conmueve esta defensa de los animales. El famoso episodio de Nietzsche en Turín, cuando vio apalear a un caballo y se abrazó a su cuello llorando, llevado al cine recientemente con guion del narrador húngaro Lázsló Krasznahorkai (El caballo de Turín) aparece dos veces, la segunda con mención explícita:
No hay animal sin edad
este caballo muerto
es joven como Nietzsche.
Hasta la poética de la sangre, motivo caro al surrealismo, conoce nueva formulación en un poema descomunal como El cuenco, y también en otro como Black Suite, del que citamos:
Es como la sangre que ha hecho falta
para pasar de la ternera viva
a la pulsera de mi reloj.
Perturba el plasma a los surrealistas, pero Peuchmaurd sabe embridar sus obsesiones y destilar de ellas altísima poesía. Teoría y práctica. Porque encontramos valiosas aportaciones para la construcción de una poética contemporánea:
Significativamente, toda la poesía de la Presencia se caracteriza por una ausencia total de poesía, como si esta hubiera desertado.
Otra:
En la novela, la poesía es traje. En la poesía, la novela está desnuda.
Y otra más:
Un surrealista debería saber que no hay nada que transgredir, que solo hay que tocar.
No se cansa uno de leer y de citar, y, para los que no conocemos a fondo la poesía francesa parece un punto ideal de arranque. Alguien que vivió en el campo, un tanto de espaldas al mundo poético más oficial, supo guardar la ampolla de la poesía para el futuro, el legado de toda lírica: el eros es lo único que, siendo realidad, está más allá de la realidad.
Acabo con un feliz encuentro. En la selección de El pie del tintero, libro de una poesía arrimada a lo gnómico como tantas veces en la obra de Peuchmaurd, encuentro citado un poema de Follain que leí hace años en una antología estadounidense de poemas en prosa. En su día traduje algunos poemas de otros autores, anglosajones todos, por aquello del purismo de no traducir de traducciones, pero la imagen descrita en el poema de Follain, feliz lectura maldita de los interiores de luz doméstica, como un cuadro de Vermeer en un relato de Isaac Bábel, quedó en mi memoria. Después de leer Donde baila el polvo amarillo, saqué la antología estadounidense de la estantería, fui a buscar a Follain y, milagro, vi de mi puño y letra una traducción del poema en los márgenes. No lo incluye el gran Provencio en su antología de Follain para Icaria, Espacio del instante, y en la de Peuchmaurd aparece solo un fragmento. Como homenaje a Follain, a Peuchmaurd, a la vigencia del legado surrealista entre nosotros, lo copio a continuación:
Los paisajes que atraviesan ciegos miden su existencia. Se convencen de que la noche ha de venir bien pronto. Buscan una posada en lo que fuera campo de batalla. En una ocasión, las plumas con las que se tocaba un capitán ocultaban un imposible insecto mientras el capitán sentía el miedo cerca envuelto en su capa escarlata. Sobre su vieja jaca lo dominaría. Las briznas de la hierba enhiesta, las hojas lobuladas, la hiedra y sus corimbos se mecen en un duermevela hecho de caras de mujer. En la aldea del color del pan quemado, una mujer, ya lejos de la muerte, echa para atrás la cabeza y deja que le besen un pecho a rebosar de leche en la penumbra fría.