Pintar el mundo con los sonidos

(Lectura de Renga, de Alberto Silva, Misael Ruiz y Juan Pablo Roa)

Pareciera que tras veintiocho siglos de trajines, guerras, hambrunas, gritos, logros, delites y fatigas todo haya sido hecho, escrito y dicho. Mas una voz avizora anuncia que nadie piensa en un pespunte verde ni en las nubes, las olas, las llamas ni los seres, los árboles o los vientos de obsidiana que reverberan y agigantan la totalidad, existente desde antes de los tiempos del silencio, el caos y la nada. 

Una, en tres almas generosas, capta esa voz y esboza un tríptico para pintar el mundo con los sonidos que traza la palabra. Un antiguo elemento reverdece a hilvanar con pespuntes simétricos las unidades inescindibles. El mito se consagra, allí donde convergen el canto oriental renga y ut pictura poesis, su especular occidental. En ese trasegar en que «la poesía es como una pintura» o «una pintura es como una poesía» (Da Vinci, dixit).

De los extremos sur a norte, naciente a poniente de esa patria que para ellos es nuestro idioma, Renga, (Barcelona, Animal Sospechoso), sus inusitadas sorpresas y «Lo que ocurre en algún instante, en algún lugar», convoca a tres poetas: el argentino Alberto Silva (1943), el colombiano Juan Pablo Roa (1967) y el español Misael Ruiz (1960). Memoriosos de experiencias del pasado y oficiantes de la palabra se han propuesto, en tiempos de silencio, de guerras y pandemia, materializar la ceremonia que dona esa forma poética tan antigua como actual, resumida con sobriedad en el Prólogo de los tres autores y el Epílogo, ejemplar, «La poesía del Renga», firmado por Silva.

Tres son los cuadros que constituyen el libro: «Hebras» (2019) con 16 composiciones, «El país de la nada» (2020) con 11 y «Dentro y fuera» (2020) con 9. En ellos, quien lee se solaza en la vega natural del canto. Propiciado, éste, por el encuentro con lo prístino, en el vaivén de un recorrido que espacia, desde lo elemental  del sustantivo, hasta la gravedad del enunciado, por la urgencia de nombrar las cosas y nombrarnos en sus minucias y límites imaginables e imposibles. Las tres voces se amalgaman, vitales, en el cadencioso devenir de las ternas y los dísticos que, con la ligereza del vuelo de una mariposa y la densidad de la lava, ofician la liturgia celebrada en la primavera afable, el verano fogoso, el otoño vívido y el invierno cristalino. 

Renga, en su clásica cadencia métrica, desnuda y desanuda y borda al ser en los paisajes, en la vigilia y en los sueños: de la piedra y la raíz y la savia y el bosque y el manantial y la memoria y el estanque y la flor. Este poema deviene la ceremonia a que convoca la palabra para inaugurar el mundo. Aquí, no hay grito, solo canto liberatorio. El rito es el camino, el poeta-clown el oficiante de ese tiempo sin espacio donde se materializan las unidades indivisibles que son el odio y el amor, Eros y Tánatos, la extinción y el renacimiento. En suma: la vida y la muerte. Aquí, el tiempo profano se inserta en la sacra e inamovible cotidianeidad hasta transgredir la historia: en el monte, la huerta, el valle, la ribera o la ciudad. Punto de convergencia, Renga, espacio-tiempo comprimido, impele a despojarse del omnipotente fantoche llamado soledad, ya que aquí, es también donde el mar se hace mar, el llanto risa y conversan los ausentes.

Son tres, asimismo, los asuntos centrales que brotan del manantial que es Renga: Para urdir el tríptico es preciso hilvanar las hebras del pasado oscuro, pespuntar el presente nítido atar el futuro neblinoso. Para redimir al despojado es preciso reconocer los cromatismos, las atmósferas, los gustos, los sonidos y la texturas del país de la nada y de quien lo habita. Para trascender el vacío es preciso ser nautas, dentro y fuera de estos versos; ser caminantes haciendo camino, sin principio y sin final, en el itinerario finito de la vida, transcurrirlo guiados por la poesía, generadora, al igual que los poetas, de luz, de compromiso, de encuentro veraz y re-conocimiento con el otro, al tiempo que con el que habita en mí. Y con la naturaleza: el único reino del hombre que es el reino de este mundo.

Pero hay más: en este tríptico se vive el goce del murmullo, el tacto de la hoja, el tiempo entre las manos, la caricia de la bruma, el aliento del amado, el rumor del viento, el roce del ángel. En suma, desvanece la reyerta, cobra vida la convergencia de los senderos que suelen bifurcarse, con el ritmo alto y la armonía justa; la fatiga de hallar el matiz y el tono enérgicos; la labor de urdir las pinceladas en que arde el alma; la alegría de la visión certera que, acompañada por el  trigo, el pan y el vino, hilvana la nostalgia dentro y fuera de la vida, la nostalgia dentro y fuera de la muerte. Más la decidida voluntad de renunciar al yo para devenir, una, voz de tres: la voz de todos, de la que los humanos hemos sido despojados en el no tiempo-espacio del desierto y del vergel. La voz elemental, como en esta renga, siempre en tensión, sin dialécticas falaces, estructurada en las unidades indivisibles de los tiempos remotos. Como era antes del origen: el espacio-tiempo del silencio, del caos y la nada. «Porque bello es lo que sucede / lo que viene del país de la nada».

Tres poemas de Renga:

todo parece

hecho, dispuesto

para la mano.

Pero nadie piensa en la doble fila

de obsequiosos cipreses bajo el viento,

un pespunte de verde

ceniciento en el cielo

azul de invierno; y quedas

mirando la labor, las hebras

leñosas en las lindes del asfalto.

En las charcas, las nubes

reflejan su silencio

mientras la mano

pinta las ramas verdes

y dice el gris de los finales.

***   ***   ***   ***   *** ***   ***   ***   ***   ***

floto en la esfera

de aire espiralado:

pronto, las voces

todas del universo

en la desnuda caracola.

Queda un rastrojo en la memoria

de cómo crecen los lugares.

Voces lejanas que nos llaman;

son medalla de otro hemisferio,

pradera en donde pace la memoria.

Conversan los ausentes

en un murmullo

que nunca cesa: sombras

de palabras antiguas y olvidadas

se confunden en mi garganta.

***   ***   ***   ***   *** ***   ***   ***   ***   ***

quien escribe lanza una piedra

a la superficie mansa y lacustre

del silencio, de lo que brilla fuera.

El punto de una estrella blanca aún tiembla,

en lo hondo

y deja de latir sólo si dentro y fuera se confunden.

Deja un cerco en el agua de las cosas

que nos rodean: una mesa, un rostro,

una idea. Reparte silencioso

sus ondas, buscan la ribera,

una mano que las recoja

y nota que, aunque vivo,

no sabe si está dentro o fuera:

su universo es su reverso.

El que nada no tiene más orilla

que dibujos de elipse flotando en su mente.

Fabio Rodríguez Amaya
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Fabio Rodríguez Amaya (Bogotá, 1950), pintor y escritor naturalizado en Italia. Máster en Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, y doctorado en Filosofía y Letras de la Universidad de Bolonia. Catedrático de literaturas iberoamericanas en la Universidad de Bérgamo. En cuanto pintor, ha sido merecedor de varios premios nacionales e internacionales en pintura y grabado; con múltiples exposiciones individuales y colectivas (Venecia, Medellín, La Habana, Cali, Sidney, Rijeka, Seúl, etc.).

Fabio Rodríguez Amaya

Fabio Rodríguez Amaya (Bogotá, 1950), pintor y escritor naturalizado en Italia. Máster en Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia, y doctorado en Filosofía y Letras de la Universidad de Bolonia. Catedrático de literaturas iberoamericanas en la Universidad de Bérgamo. En cuanto pintor, ha sido merecedor de varios premios nacionales e internacionales en pintura y grabado; con múltiples exposiciones individuales y colectivas (Venecia, Medellín, La Habana, Cali, Sidney, Rijeka, Seúl, etc.).