¿Por qué hemos fracasado en derrocar a los dictadores de turno?
<<Van, dicen ellos, a organizar elecciones desde el exilio, donde se presentarán al pueblo nicaragüense para que los elija sus representantes; que el pueblo diga “estos son nuestra voz, esta es nuestra unidad”. Es decir, elecciones entre exilados (porque, ¿cómo votarían los habitantes de Matiguás, de Acoyapa, de Ciudad Sandino, de la RAAS, etc., etc.?) para escoger una “dirección colegiada”, extraída de una cohorte de políticos que no solo carecían de apoyo popular cuando estaban en el territorio nacional, sino que ahora se encuentran desterrados, sin capacidad de movilización en Nicaragua, sin propuesta de lucha en Nicaragua, o para Nicaragua, más allá de “pedir a la Comunidad Internacional que presione a Ortega”. ¿Qué persiguen?>>
Hay razones de sobra para ser optimista acerca de un nuevo triunfo de la esperanza, de una nueva oportunidad para la democracia en Nicaragua. Los dictadores de turno son una especie anacrónica, fruta podrida que cuelga aún del árbol de una patria que promete mucho más y mejor. Que luzcan, a nuestros ojos, como figuras ridículas, que actúen con furia ante la realidad, que sean totalmente inflexibles en su resistencia al cambio, revela que ya están caducos, osificados, muertos.
Y si es así, ¿por qué hemos fallado en derrocarlos durante más de cinco años?
Necesitamos abordar esta cuestión sin miedo, sin remilgos, y de manera urgente, porque son muchas heridas abiertas y millones de personas las que sufren mientras dura el impasse entre el pasado, que flota, muerto, entre nosotros, y la deriva actual del sueño de aquel abril del 2018 que ha marcado la historia nicaragüense para siempre.
En la raíz de nuestro (hasta hoy) fracaso se encuentra la confluencia de dos eventos extraordinarios, fuera de la normalidad. El primero, por supuesto, es el levantamiento de masas más grande jamás ocurrido en Nicaragua, singular además en no obedecer al llamado de ningún liderazgo. El segundo, es que los poderes fácticos (los dictadores de turno, el Gran Capital, la alta jerarquía de la Iglesia Católica) se coordinaron ágilmente para, según sus visiones e intereses, solucionar la crisis que hacía explotar el sistema.
De lo primero nació un sentimiento que perdura, una insatisfacción generalizada que lucha por devenir conciencia. De lo segundo hay que decir que, como no había un liderazgo previo al estallido (hubo antes una prolongada despolitización y desarticulación de la ciudadanía), la rápida –– y en el caso de los dictadores de turno, brutal–– reacción de las élites, abortó el desarrollo, dentro del territorio nacional, de los embriones de liderazgos que surgían entre estudiantes, pobladores de los barrios, y otros sectores.
¿Cómo lo hicieron?
De una manera sui géneris: nombraron, precisamente desde el poder, una delegación a la cual asignaron, desde el poder, con la bendición de la jerarquía católica, la complacencia del Gran Capital y la connivencia (y vetos) de Ortega, la representación de la sociedad, para, a través de la vieja trampa del “diálogo nacional”, buscar un “camino cívico” que no existía, que nunca existió, más que como un espejismo adormecedor. Es verdad que entre los nombrados había algunos dirigentes de organizaciones con legítima trayectoria de lucha, que vieron en la convocatoria una luz de esperanza genuina, pero lo esencial, y lo objetivo, es que entraron a la representación escogida por las élites limitados a cumplir el papel que para la representación ciudadana estaba asignado dentro del Diálogo.
La “nueva clase política” es casi enteramente producto de aquellos nombramientos, más la cooptación de algunos de los jóvenes que se involucraron en la rebelión, que en algunos casos (no en todos) tuvieron incluso que crear apresuradamente asociaciones para dar formalidad institucional a su participación en las pláticas y en los procesos subsiguientes.
Con el apoyo millonario de los poderes fácticos, y sus vastas conexiones mediáticas internacionales, los nombrados lograron posicionarse, ante el mundo exterior, como “la oposición” a los dictadores de turno.
Sin embargo, la población nicaragüense aceptó estos nombramientos, esta representación, de manera tentativa, a espera de acciones que evidenciaran capacidad y voluntad de liderazgo.
Cinco años después, todo indica que los nombrados no han sido capaces de convencer al pueblo nicaragüense. En pocas palabras, no se han ganado un liderazgo real que los ponga a la cabeza del latente movimiento ciudadano por la democracia. Han tenido cinco años de oportunidad, y no los han aprovechado.
Esta es la cruda realidad. Y es una realidad causada por los intereses que llevaron al nombramiento de dichos políticos, por la dinámica de retroceso y claudicación que desde un inicio impusieron, engañosamente, en el proceso de lucha. La insistencia en un diálogo mientras en las calles y caminos del país los dictadores de turno cometían un genocidio no puede entenderse de otra manera.
Hoy, con los políticos nombrados para el diálogo en el destierro, hay que reconocer que, desafortunadamente, sus posturas no han cambiado: copan todavía el espacio mediático, hablan de una “unidad” que colocan como un deseo mágico en el horizonte, pero no proponen ninguna estrategia de lucha ciudadana. Su activismo se reduce a repetir la denuncia de un régimen ya deslegitimado, cuya crueldad es ya conocida, sin agendar nada que no sea la espera de que un poder extranjero desplace a los dictadores de turno y les abra a ellos el camino hacia el poder. Y, por supuesto, tampoco proponen cambios en el sistema de poder, lo cual no es nada sorprendente, porque quienes los financian, patrocinan y conectan con las redes internacionales de influencia son los principales beneficiarios del actual sistema, el sistema que crea dictaduras.
La propuesta inmoral ––e imposible–– de una “transición democrática” a través de elecciones bajo la dictadura.
<<Insisten, ilusa e inmoralmente, en negociaciones con el régimen genocida. Es decir, insisten, ilusa e inmoralmente, en una propuesta que permitiría al régimen genocida participar en elecciones. Es obvio que, entre otras calamitosas consecuencias, tal arreglo conllevaría aceptar a los dictadores de turno como actores legítimos en un proceso legal-constitucional. ¿No es un crimen dar abrigo al crimen?>>
De hecho, las últimas acciones de los políticos del “diálogo y elecciones” con la tiranía son cada vez más decepcionantes. Hubiéramos deseado que el haber sufrido la inflexible represión del régimen, el abandono de sus padrinos y patrocinadores por más de un año en las cárceles crueles de los dictadores de turno, y luego el destierro forzoso, los convenciera de la necesidad de unir fuerzas con la ciudadanía para recuperar su hogar patrio. Pero en lugar de eso, que implicaría la adopción de una postura beligerante, han vuelto a donde estaban antes de caer en prisión, mientras la realidad (y el realismo) se aleja cada vez más de ellos.
Insisten, por ejemplo, ilusa e inmoralmente, en negociaciones con el régimen genocida. Es decir, insisten, ilusa e inmoralmente, en una propuesta que permitiría al régimen genocida participar en elecciones. Es obvio que, entre otras calamitosas consecuencias, tal arreglo conllevaría aceptar a los dictadores de turno como actores legítimos en un proceso legal-constitucional. ¿No es un crimen dar abrigo al crimen? Para rematar, llevan la propuesta a un criminal experto y astuto, que sabe de poder tanto como sabe de crimen, y entiende perfectamente que no está en posición de ceder poder real, porque el fin, financiero (y probablemente físico) de él y de su clan ocurriría.
Cuando escribo esto, una voz en el fondo de mi mente me susurra: “¡pero si no hace falta ser tan astuto!… para saber que, si pierden el poder de matar y los recursos para hacerlo, a los dictadores les espera, como mínimo, cárcel hasta el fin de sus días, probablemente la muerte; que, por tanto, obviamente, no pueden confiar su destino a ningún acuerdo a menos que el acuerdo deje en sus manos los instrumentos del poder real, es decir, fuerzas armadas, espías, jueces, fondos abundantes.”
En otras palabras, quien firme un acuerdo con los dictadores de turno firmará un Acta de Impunidad para los tiranos, o los tiranos no firmarán. Un Acta de Impunidad para los tiranos es un Acta de Rendición para quienes la acepten.
Estos embaucadores pretenden vender a una ciudadanía desesperada la “posibilidad” de un arreglo con los dictadores de turno como una “alternativa” que haría posible empezar una “transición a la democracia” moviendo las palabras como prestidigitadores de la mentira, porque saben que la probabilidad de que los tiranos se abran a la democracia, que permitan elecciones libres, y acepten las consecuencias fatales que estas tendrían para ellos, es cero.
Por más que salpiquen su torpe intento de embuste con la también torpe e irrisoria afirmación de que “hay que presionar a Ortega para que dé condiciones”, sin explicar qué presiones convertirán a Ortega en demócrata o suicida, la realidad sigue siendo la misma de antes de que desperdiciaran cinco años de sufrimiento popular para llegar al resultado al que se llegará, por lógica rigurosa y evidencia histórica, cada vez que se intente la misma “estrategia” de súplicas a los dictadores de turno y a la “comunidad internacional”. De pocas cosas puede decirse esto en la vida: la probabilidad de que se inicie una transición a la democracia a través de “elecciones” bajo el reino de los dictadores de turno en Nicaragua es cero.
La cobardía, el oportunismo, el ridículo
<<Buscan, si no consiguen el apoyo y la “mediación” del respetado obispo, al menos la foto que sugiera al público que Monseñor Báez los respalda. El espectáculo de Chicago incluyó un discurso que cae entre bufo e irrespetuoso de las creencias religiosas del pueblo. En él, uno de nuestros preclaros “líderes” reprodujo extensamente las palabras de Monseñor, salpicadas con afirmaciones inverosímiles como que el fracaso de la transición de 1990 se explica por la profecía de la Virgen de Cuapa.>>
Van, dicen ellos, a organizar elecciones desde el exilio, donde se presentarán al pueblo nicaragüense para que este los elija sus representantes; que el pueblo diga “estos son nuestra voz, esta es nuestra unidad”. Es decir, elecciones entre exilados (porque, ¿cómo votarían los habitantes de Matiguás, de Acoyapa, de Ciudad Sandino, de la RAAS, etc., etc.?) para escoger una “dirección colegiada”, extraída de una cohorte de políticos que no solo carecieron de apoyo popular cuando estaban en el territorio nacional, sino que ahora se encuentran desterrados, sin capacidad de movilización en Nicaragua, sin propuesta de lucha en Nicaragua, o para Nicaragua más allá de “pedir a la Comunidad Internacional que presione a Ortega”. ¿Qué persiguen? Según ellos dicen, persiguen la “unidad”, que les daría la “legitimidad”, que les vendría, aseguran, de ser “electos” de esta manera por los nicaragüenses.
¿Y qué haría esa “unidad” con esa “legitimidad”? Pues, lo de siempre, como “no se puede luchar en Nicaragua”, pues “hay que negociar con Ortega”, y para eso, hay que pedirle a la Comunidad Internacional que “presione a Ortega”. Pero ¡cuidado!, porque no se puede presionar demasiado para “no dañar la economía”. No se puede pedir, por ejemplo, que se suspendan los privilegios del Cafta a los milmillonarios que son parte de la estructura del poder; no se puede pedir que se congelen los activos del Ejército porque “necesitamos el Ejército para la transición”; y, por supuesto, no se puede pedir que se suspendan todos los créditos que, con el respaldo explícito o la connivencia de Estados Unidos oxigenan a la dictadura, porque eso “daña al pueblo.”
Sin embargo, para “continuar la lucha”, dicen, la “unidad” es imprescindible y hay que construirla antes de que se pueda hacer nada “contra Ortega”, “el único enemigo”. Lástima que nuestros personajes, que parecen tan unidos en el discurso, no logran “unirse” en más que el discurso, y tienen, una vez más que buscar “mediadores”. ¿Mediadores? Nuestros “líderes demócratas” no solo se muestran incapaces de “liderar” al pueblo, de hacer propuestas de lucha para el pueblo, sino que dan el lastimoso espectáculo de solicitar que alguien “externo” los gobierne. No parecen entender que la democracia es, precisamente… ¡autogobierno!
Lo peor del caso es que, una vez más, intentan ampararse bajo la sombra moral de un líder eclesiástico, en este caso de Monseñor Silvio Báez, a quien siguen de Miami a Chicago (parece que iban también para Tallahassee, pero este último evento, la ordenación de un seminarista desterrado, se canceló, según informó Monseñor, por prudencia pastoral). Buscan, si no consiguen el apoyo y la “mediación” del respetado obispo, al menos la foto que sugiera al público que Monseñor Báez los respalda. El espectáculo de Chicago incluyó un discurso que cae entre bufo e irrespetuoso de las creencias religiosas del pueblo. En él, uno de los “líderes” reprodujo extensamente las palabras de Monseñor, y las salpicó con afirmaciones inverosímiles como que el fracaso de la transición de 1990 se explica por la profecía de la Virgen de Cuapa. Esta performance va más allá, mucho más allá, de violar una práctica liberal-democrática, base de la libertad: separar Estado de Iglesia, Religión de Política. Separación esencial y sana, que protege la libertad ciudadana y la libertad religiosa. No se construye democracia y libertad así, intentando manipular la fe e intentando entregar el manejo de la política, que según la propia Iglesia es asunto de laicos, a la influencia de un obispo que además ha sido claro en la definición de su rol pastoral, y es un elocuente defensor de la responsabilidad de los laicos y del propio laicismo. Pero nuestros personajes sueñan con el patrocinio de cualquier poder que los ponga al frente, o arriba, sea este el Departamento de Estado, la Iglesia Católica, o la Unión Europea.
¿Por qué entonces, a pesar de todo, me declaré optimista al inicio de este texto? Ya lo he explicado parcialmente, al referirme al origen arbitrario de este grupo de políticos. Y puedo agregar que no solo existen ya, en algunas organizaciones del exilio, quienes se oponen a la jugarreta de “elecciones con Ortega”, sino que estoy convencido de que nuestro pueblo producirá, llegado el momento, un verdadero liderazgo, que responda a las necesidades de la lucha.
Perdonará el lector que exprese, con tan poca lima, mi conclusión. Como ciudadano libre, enamorado del sueño de la libertad de mi país, es mi deber hacerlo, y es con gozo y con la conciencia en paz que me atengo a las consecuencias. Y es con gratitud que recuerdo la sabiduría de aquel otro valiente e íntegro obispo: “nuevas personas, nuevas ideas; hay que cambiarlos a todos.”
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.