¿Qué esperar de «la comunidad internacional»?
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Yo no espero mucho, aunque podría esperar nada, o debajo de cero, de los burócratas y políticos de países poderosos, esos que son el alma, corazón y músculo de la criatura que—por desesperación, entre los ciudadanos sin poder, por añoranza filial, entre las élites conservadoras—se menciona en los medios de comunicación y entre los políticos nicas como «la comunidad internacional».
Digo «espero»; y acentúo el tono pasivo de la palabra, porque creo que toda la energía que pueda hacérseles desplegar a aquellos burócratas y políticos, incluso la que pueda encenderles alguna lucecita moral, viene, por necesidad, de afuera, como reflejo de lo que hagan los protagonistas verdaderos de la historia, los que más la sufren: en este caso, el pueblo nicaragüense.
Cito una anécdota, que no sé si es apócrifa—séalo o no, la propongo como fábula, o parábola– en la que Lyndon Johnson le dice a Martin Luther King: «oblíguenme a hacerlo«; es decir, ‘agiten todo, para que yo pueda apoyarlos, pero hagan que parezca que como Presidente no tengo más remedio que hacer lo que voy a hacer; así minimizo mi costo político‘. Fin de la fábula. Ahora preguntémonos qué ha hecho la oposición nicaragüense.
Dejo espacio para la respuesta de cada quién. Paso al resultado: los burócratas y políticos a cargo del Estado y del Departamento de Estado de Estados Unidos decidieron, desde inicios de la crisis, y gracias a las gestiones del gran capital y sus serviles, oponerse a que Ortega fuera derrocado por la revuelta popular.
Podrían haber forzado indirectamente (empujando sus palancas legales y extralegales) la salida del tirano; podrían haber aplicado sanciones enérgicas, no las meramente simbólicas, que son un colador de hoyos enormes, a través de los cuales, por ejemplo, un testaferro basta para evadir la incomodidad financiera del “sancionado”.
Pero no fue así. El gobierno de Estados Unidos decidió, escuchando a «los nicaragüenses», que había que ir por la «ruta cívica», la de «elecciones con Ortega». Es decir, la ruta preferida por «los nicaragüenses» que ellos conocen, o con quienes ellos conversan con mayor frecuencia, o quienes más donaciones hacen a «think tanks», a profesores y a «gente como ellos». Si, damas y caballeros, aunque ustedes no lo crean, hay “nicaragüenses”, de esos que sacan hasta la última gota de sangre del más pobre en su país, y donan un cero humanitario a sus conciudadanos, dentro o fuera del territorio, en miseria, enfermedad o exilio, y andan sin embargo y sin vergüenza por otros lares dispuestos a lucir la generosidad de su chequera.
Como sé que en la crisis hay quienes ya tienen la mecha corta para el sarcasmo, entiéndase: «los nicaragüenses» de las comillas son nicaragüenses. Sus compatriotas sin comillas también trataron, desde la pobreza, llevar su voz a la “comunidad internacional” para pedir más rigor contra el tirano, pero no han logrado — poderoso caballero es el dinero– ser tan “nicaragüenses”, para los señores principales de Washington, como los delegados del gran capital.
Así es el mundo, compatriotas. Esta es una de las dimensiones de aquel eslogan que en otras eras más militantes o ingenuas de mi vida me pareció — mea culpa — un poco aguado, el que reza «solo el pueblo salva al pueblo«: no se puede esperar a mesías domésticos (que terminan siendo más bien nerones y calígulas, u ortegas), ni mucho menos a mesías de manufactura extranjera, especialmente cuando la fábrica está acostumbrada a guerras y conflictos, y a descontar muertos en acuerdos que preservan posiciones sobre un tablero, pero que a veces–o mejor dicho, la mayoría de las veces–colocan el interés de los nativos en segundo o tercer prioridad, o en ninguna, si fuese necesario.
¿No sería mejor que entendiéramos esto? ¿No sería para nuestro bien que aprendiéramos a manipular, más que a ser manipulados; a dudar, más que a caer como animalitos ingenuos en la trampa de cazadores insensibles; a maniobrar, más que a aceptar que decidan sobre nosotros; a tomar la iniciativa para inducir a “la comunidad internacional” a que haga lo que necesitamos en lugar de quedarnos esperando a que nos salven?
No olviden que “la comunidad internacional” ha permitido y causado genocidios. No olviden que “la comunidad internacional” no es una “comunidad” sin intereses. Se trata de Estados, de gente del poder, gente en el poder, acostumbrada a lidiar con los asuntos del mundo como poder, desde el poder, y a hacerlo por las razones del poder, que no siempre son las de un morador de un barrio pobre o una comarca de Nicaragua, ni siquiera las de un ciudadano de clase media o de un pequeño empresario del país, asfixiado bajo la arbitrariedad del sistema.
Instintivamente, o por hábito condicionado, la gente del poder responderá al poder, reflejará la energía que viene de procesos que sacuden al poder, energía que en Nicaragua no puede venir de otra fuente que no sea la lucha enérgica, decidida, visible e independiente de una alianza democrática contra el monstruo simbiótico del orteguismo y el gran capital, el leviatán que llamamos dictadura.