¿Quién es Rosario Murillo?
Roberto Carlos Pérez
Entender a Rosario Murillo es comprender la catástrofe nicaragüense. Ataviada siempre de joyas color turquesa, la vicepresidenta de Nicaragua tiene el aspecto de una mujer inofensiva. Sin embargo, desde que hizo correr la sangre en abril de 2018, y convirtió el terror en el sentimiento dominante en el país, las joyas de Rosario Murillo nos hablan de sus más recónditos pensamientos.
Ignoramos cómo salir de forma inmediata del laberinto en que nos ha encerrado o cómo contrarrestar su odio, el mismo que ha hecho de Nicaragua un campo de exterminio. No hay que olvidarlo: las dictaduras erigen dioses y Rosario Murillo es una deidad para sus fieles seguidores. Quienes la adoran con fervor religioso ven en ella a una madre, aunque en realidad se parece más a Eris, la diosa de la discordia en la mitología griega, capaz de transformar una íntima cena familiar en una disputa ideológica. «Si no se hace a mi manera, lo destruyo», piensa Rosario Murillo.
La tragedia de la vicepresidenta de Nicaragua quizás se encuentre en su fealdad y en su falta de talento. Qué desgracia debe significar para ella no ser tan inteligente y tan magnífica poeta como Sor Juana Inés de la Cruz o Gabriela Mistral, tan bella como Sophia Loren o tan carismática como Violeta Barrios de Chamorro. El único don de Rosario Murillo es ser una mujer fecunda e importar las tradiciones esotéricas y la santería de Cuba a Nicaragua, y hacerlas pasar como algo natural en un país donde la mayoría de la población es católica. Quizás se diga a sí misma: «Contra mí nadie puede. Soy el ángel exterminador. Soy el ángel de la muerte».
La cuarta hija de los terratenientes y ganaderos Teódulo Murillo y Zoilamérica Zambrana fue desde niña el patito feo de la familia. Educada en Gran Bretaña, compensaba su falta de gracia componiendo poesía, el ámbito en donde hasta el más pobre o menos talentoso es rey en Nicaragua. Pero la poesía de Rosario Murillo no alcanzó el reconocimiento de otras nicaragüenses como, por ejemplo, Mariana Sansón, Ana Ilse Gómez, Daisy Zamora o Gioconda Belli. El mayor atributo de la obra de Rosario Murillo es ser olvidable.
La vicepresidenta de Nicaragua pasará a la historia como la reina de la manada del clan Ortega-Murillo, y como la autora de masacres, torturas y persecuciones inéditas en el bestiario nicaragüense. Su discurso divaga entre la retórica cristiana y la diatriba chamánica. Para contrarrestar los malos espíritus no sólo se vale de sus joyas, sino de atuendos cuyos colores asemejan la sangre del animal expiatorio. Ama el color magenta, que utilizó durante las campañas presidenciales de su marido. Para quien conoce un poco sobre el tema, este color evoca la sangre de los animales degollados en los rituales de santería que Rosario Murillo aprendió en Cuba.
En ese juego de mensajes cifrados está también su «obra maestra»: los árboles de la vida. Estos árboles de lata «sembrados» por toda Managua parecen un concierto maléfico, una melodía macabra o, más bien, un espectáculo satánico que alumbra las noches de la capital. Los árboles de la vida son el talismán con que Rosario Murillo se defiende de las «malas vibras» de sus enemigos o de los que no le ofrecen lisonjas o simplemente no la quieren. Porque Rosario Murillo es una mujer que ama el poder y la sumisión. En los árboles de la vida se conjuga lo que Michel Foucault llamó la «psiquiatrización de la vida cotidiana», la cual «si se la examina de cerca -aseguró el filósofo- revelaría posiblemente lo invisible del poder».
Ya existían antecedentes similares de amuletos públicos en la historia de Centroamérica. Para aplastar una insurrección, el dictador salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez mandó matar a treinta y dos mil indígenas y luego hizo cubrir el alumbrado público de El Salvador con papel rojo para mitigar una fiebre de escarlatina. Rosario Murillo va por más sangre.
Por otro lado, y más recientemente, Hugo Chávez, íntimo amigo de la vicepresidenta y de su esposo, Daniel Ortega, ordenó exhumar los restos de Simón Bolívar con el fin de platicar con él. Hugo Chávez le preguntó: «Padre ¿eres tú o no eres; o quién eres?». A lo que según él, Simón Bolívar le respondió: «Sí, soy yo, pero despierto cada cien años cuando despierta el pueblo».
El centro carismático de Rosario Murillo es precisamente la rotonda Hugo Chávez, ubicada en la Avenida Bolívar en Managua. Como si se tratara de una especie de Santo Sepulcro, la rotonda es vigilada las veinticuatro horas del día por policías y militares. En su deliro por resguardarla -se cree que en la rotonda se encuentra enterrada una reliquia de Chávez- la vicepresidenta de Nicaragua deja entrever que si los manifestantes la destruyen, le robarán a ella la fuerza del chakra abdominal, el que rige el ego y los instintos viscerales, simbolizado por el color amarillo, el color de los árboles de la vida que custodian la rotonda.
En medio del terror y la muerte que ha provocado desde mediados de abril, Rosario Murillo dijo a principios de diciembre : «[Vivimos] bajo el sol que ilumina las nuevas victorias de nuestro pueblo, el sol que nos ilumina, el sol de la fe, el sol de la esperanza, el sol de la confianza, el sol de la voluntad de Dios que se proclama y nos proclama a todos como hermanos, como familia… damos gracias a Dios por todo lo que renace y florece en los campos y en nuestras vidas, en nuestros hogares, en una Nicaragua en donde queremos reconciliación».
Muy inofensivas y hasta disparatadas parecieran sus palabras para el que no sabe que la fiesta del sol, o Ñangalé en la religión yoruba, se lleva a cabo al amanecer, luego del sacrificio expiatorio. La masacre de los estudiantes ha sido la gran fiesta del sol de Rosario Murillo. Su diabolismo, acrecentado por su mediocridad, tiene un fin y tal vez se alimente de las siguientes palabras, quizás imaginadas por la vicepresidenta: «Si no puedo ser alabada, los destruiré a todos. Soy Belcebú, pero me presento como cristiana. Soy más fuerte que todos, más que Dios. Tengo en mis manos la vida y la muerte de los nicaragüenses».
La que en sus años de juventud se instalaba en el atrio de las iglesias para cantar canciones y recitar poemas, hoy es la perseguidora de la Iglesia Católica, la misma que ha dado aliento y protegido a los manifestantes, y que no se ha conformado con su credo de campaña -Nicaragua cristiana, socialista y solidaria- ni con el baño de sangre iniciado el 19 de abril.
Al destino de la memoria de Rosario Murillo podemos aplicarle las palabras del poeta, novelista y dramaturgo francés François Muriac: «No son los libros los que quedan, sino nuestra pobre vida que se convierte en materia para crónicas». Algún día las crónicas nicaragüenses darán cuenta de la sed de sangre y poder de nuestra Lady Macbeth tropical.
Sus libros, como los de la mayoría de los poetas, quedarán sepultados en el olvido. Los suyos más que los demás porque en tantos años sólo han sido desempolvados para descifrar su perturbada psiquis.
Uno de sus poemas que quizás revele su extraña relación con Ortega, a quien le perdonó la violación de su hija Zoilamérica Narváez, sus miedos y su afán por controlarlo todo, dice así:
Yo, mujer, cargo la furia de amamantarte y amarte
hombre de barro, mi esclavo y mi señor
yo tu señora y tu esclava
mujer arcaica o clásica o moderna
siempre orgullosa de mi hoguera temblando
en el centro de Venus mi temblor.
Mujer de barro yo, descabezada
guardo y dibujo fertilidad de luceros
descabellada, quebrada y recocida
de mi amor inicial sembré los frutos
sigo sembrando y pariendo
y recogiendo y regando
en este comal de silencios
aquí volteada a la izquierda
con la piel siempre inmensa
sumergida en el canto de barro, carne y caminos
sólo me asusto de las cosas que no entiendo
como la cibernética
o el átomo envuelto
o mis hijos con la rodilla en el suelo
sólo y de nada me asusto
me persigno.
Como si los anillos, la ropa magenta y los árboles de la vida no fueran suficiente, Rosario Murillo se protege del mal de ojo con la Mano de Fátima, un amuleto que hizo pintar en la casa presidencial. Sobre sus «logros» y «amor» por Nicaragua ha dicho: «¡La Patria libre, la Patria linda, la Patria bendita! ¡Oh cuánta bendición! ¡Cuánto prodigio! ¡Cuánto milagro!»
Con estas escalofriantes palabras, porque las dice impávida y pareciera entonarlas como el mismo fervor con que el salmista cantaba sus salmos acompañado del salterio, estalla el horror y nos damos cuenta de lo terrible que es compartir la vida con ella.
Sólo nos resta imaginar el dolor que le produjeron en sus chakras el derribamiento de varios árboles de la vida por los manifestantes que han dicho ¡basta ya! Todo sucedió en un abril de crueldad inaudita en que Nicaragua se convirtió en el escenario mayor de un sangriento ritual de santería.