Recuerde el alma dormida

Leí las Coplas de Manrique por vez primera con dieciséis o diecisiete años y me han acompañado toda mi vida. ¿Qué hace que un texto se quede con nosotros para siempre mientras otros, amarilleando sin remedio, acaben por soltarse? Supongo que ciertas palabras, ciertos ritmos tocan algo en nosotros de lo que ni siquiera éramos conscientes; algo que estaba ahí incluso antes de que naciéramos.

La poesía desafía, ella sola, cualquier convicción. Es probable que en aquellos días lejanos me sorprendiera que un texto me gustase tanto a pesar de ser poesía. Hoy sé que de no haberlo sido no me habría enganchado. No hay ningún asunto en esos versos que fuera original, nada que no se hubiera tratado ya antes o se abordara después, aunque entonces yo apenas lo supiera. Era el tono melancólico, la extrañeza de esas palabras antiguas, diferentes, la cadencia pausada de la estrofa lo que embrujó a un crío inmortal con los cantos de sirena del paso del tiempo. Se puede decir que, obediente al poeta, desperté a zonas del ser, de la vida y de mí mismo hasta entonces desentendidas de la palabra.

Ilustración 2©Irene Rus_«Olvido»

Para entonces ya hacía tres o cuatro años que me gustaba el jazz. «Gustaba» es poco; puede que el jazz haya sido de lo mejor y más gustoso de mi vida; lo que más me ha hecho vibrar, casi sin altibajos, a lo largo de casi cincuenta años; puede. Con el jazz no solo he flipado como con muy pocas cosas, también he aprendido lo mío. Uno de los temas más famosos de la banda de Jimmy Lunceford lleva por título «Tain’t What You Do (It’s The Way That You Do It)». No es lo que haces, sino cómo lo haces. Es el cómo de Manrique –sus «yerbas secretas» lo que contagia su emoción. No hay ni rastro en él de retórica, que a tantos hace parecer insinceros. La de Manrique es la tristeza más llana, como la del blues, aunque en la negritud azulada de éste sean las penas de amor –Empty Bed Blues– las más agudas. A sus treinta y tantos años (y no llegará a los cuarenta) Manrique ya no mira hacia adelante; tiene la vista puesta en otro sitio. El blues, en cambio, aún se faja con el presente. Pero da igual, hay algo que yo percibía en ambos y que me ganaba siempre, su naturalidad, su falta de afectación, sus palabras sencillas, toscas incluso. Parece que me hablaran a mí, a solas, y esa cercanía quizás la perciba mejor un joven que un adulto hecho y derecho. Puede ser, después de todo, que no haya nada peregrino en que un chico de Moratalaz frecuentara esas compañías de negros y poetas. Quizás sentía entonces, sin darme cuenta, lo que hoy veo con claridad: una sintonía entre la estructura del blues y la copla de pie quebrado: no sé, una lentitud, una brevedad que parecen pensadas para acoger y resistir la tristeza. Y veo la misma corriente en el río de Heráclito que en el de Manrique o el Mississippi:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir.

Oh, my Lord
Take this soul
Lay me at the bottom of the river.

He vuelto tantas veces a Manrique. Casi siempre sin pensarlo, de golpe, al hilo de la circunstancia propia o ajena (la poesía borra o atenúa esa distinción). Pero si la memoria flaquea, vuelvo siempre a la misma edición en que lo leí de adolescente, la de Austral, con la cubierta rosa y blanca. Prologada por Augusto Cortina. Decimocuarta edición, 1981. Aunque muy baqueteada por décadas de uso y mudanzas de todo tipo (la mudanza es el asunto primordial de las Coplas) (ahí sigue). Mi vida no valdrá a negar todo lo que hay en las veintitrés páginas finales de este librito. Hasta el meollo teológico se ofrece en un atavío tan ingenuo, tan cándido, que nos desarma:

Aun aquel Hijo de Dios,
para subirnos al cielo,
descendió
a nacer acá entre nos,
y a morir en este suelo
do murió.

Conmueven extrañamente el desaliño de ese doble morir y la aparente torpeza de «este suelo», que a todos sostiene y que solo es estrecho en la expresión.

De alguna manera el poema ha ido creciendo en mí y colonizando mi vida, si así se puede decir. Desde el principio, y poco a poco, lo he hecho mío, o me ha hecho suyo. Hace ya décadas, por ejemplo, que cuando oigo de alguna tragedia o desventura donde la mala suerte parece cosa del destino, (me) digo: «casos desastrados que acaecen», complicidad sutil de las estrellas. La vejez en abstracto se recogía para mí en ese «arrabal de senectud» de que habla Manrique, pero se ha ido poblando con viejos de verdad, (con nombre y sin nombre), relegados sin remedio a los márgenes. No imaginaba entonces que «la graveza» y la «ancianía bien gastada» acabarían siendo las de mi padre o mi madre… Sin embargo, sí imaginaba ya a mi abuelo, que murió joven, y al que no conocí como uno de esos «pobres pastores de ganados».

Ilustración 3©Irene Rus_«Punto cero»

Habrá otras imágenes más delicadas de lo fugaz que «La vida se va apriesa como sueño»; pero no para mí. Su presencia dilatada en mi memoria hasta desmiente su sentido, como si, en efecto, los poetas fijaran lo permanente en el acto mismo de negarlo. Hay poetas –o poemas– que no se dejan borrar ni por el tiempo ni por otros poetas. Son manchas que no salen. Y, al menos en mi caso, los más duraderos son aquellos cuya mirada y cuya voz guardan aún una medida de ingenuidad, como la de Manrique cuando interroga a la muerte sobre el paradero de aquellos a los que se lleva: «Di, Muerte, ¿do los escondes / y traspones?» Qué inocencia envidiable la de ese escondite al que juegan Manrique y la muerte, infinitamente más candoroso que la partida de ajedrez en El séptimo sello.

Sí, las palabras raras, más que alejarme, me atraían. Se me antojaban más significantes en su extrañeza. Parecían prometer algo más allá de lo obvio y me daba igual si en tiempos de Manrique no tenían ese atractivo antiguo. Mentiría si dijera lo contrario. Apriesa o graveza también jugaban conmigo al escondite; prefería mil veces dulzores a dulzuras; me partía de risa con la huesa por muy fúnebre que Manrique la quisiera. Por eso monto en cólera cuando a alguien le preguntan por sus palabras favoritas y muchos responden amor, libertad o democracia. Con huesa, además, Manrique se mostraba más moderno que nosotros, que preferimos la más latina fosa, –aunque esto lo pensé mucho más tarde–.

Luego, con los años, vino la cultura, la mía, y Manrique la estaba esperando, me estaba esperando. «El alma angelical» halló su eco en la «angelica farfalla» de Dante, que escribe siglo y medio antes, pero que llegó a mí mucho después. Y si el florentino nos recuerda que la fama es «color d´erba», ya me había dicho Manrique antes que era «verduras de las heras» (y qué afines suenan erba y hera). Cuando oí de Sempronio, un golfo, su amargo resumen de la vida: «Todo es así, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás», me sorprendió que Manrique, un caballero, lo dijera casi exactamente igual: «Pues que todo ha de pasar / por tal manera». Si de adolescente me hacía gracia que Manrique mencionara dos veces la vajilla como tesoro muy preciado («las vajillas tan fabridas»), poco después vino Fray Luis a convencerme de que así era:

Y la vajilla, de fino oro labrada,
sea de quien la mar no teme airada.

Cuando, no hace tanto, pude contemplar en Palermo, a mis anchas y sin prisas, cosa cada vez más difícil en Italia, el magnífico fresco anónimo del Trionfo della Morte, pensé de inmediato en los versos de Manrique:

¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados y vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

Al salir del Palazzo Abatellis compré una postal del fresco y escribí a lápiz detrás el texto citado. El suntuoso cortejo de los Magos que Benozzo Gozzoli pintó en Florencia también vive, a su manera, en las Coplas de Manrique:

los jaeces, los caballos
de sus gentes y atavíos
tan sobrados…

Incluso en el cine he encontrado, lo confieso, afinidades, ecos quizá forzados. Así, el lamento amoroso de ese hombre destruido que es Bogart en In a Lonely Place: «I was born when she kissed me. I died when she left me. I lived a few weeks while she loved me» me lleva a veces a otro lugar que solo el plural hace un poco menos solitario:

Partimos cuando nacemos
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.

Y sin salir del ámbito norteamericano, me costaría explicar por qué he visto siempre una continuidad, una simpatía entre el enigmático y hermosísimo final de Gatsby: «So we beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past» y la desconcertante simplicidad de Manrique:

… si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.

Horizonte.jpg
Ilustración 4©Irene Rus_«Horizonte»

No iré más allá. Manrique ha estado siempre ahí, en vidas y muertes, reales y ¿ficticias?, propias y ajenas. A edad temprana me reconcilió con las distancias, con las lejanías, con las formas desusadas de una lengua, la mía. Me ayudó así a librarme, como si nada, del ruido de fondo y de la proximidad en que tantos cifran su vida. Ya no me importa distinguir entre lo que supe ver en su poema hace casi medio siglo y lo que he venido viendo después, pero creo que desde el principio entendí que la historia es tan bella y amarga como estéril, que los ríos son muchos y el mar uno, y que lo universal y perdurable tiene siempre su origen en un tiempo y un lugar:

En la su villa de Ocaña,
vino la muerte a llamar
a su puerta.

Santiago Sanz
Santiago Sanz (Madrid, 1964) estudió en la Universidad Complutense de Madrid, en Heidelberg y Harvard. Ha editado y traducido la obra del poeta metafísico inglés del siglo XVII George Herbert (Antología poética, 2014, Premio de Traducción Ángel Crespo, 2015), así como la poesía y los ensayos sobre arte literatura dee George Santayana (El intelecto no está de moda, 2022). | + posts

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