Religión y política: peligrosa combinación (para ambas, y para la libertad)
<<Las dictaduras han utilizado a las iglesias, antes a la Iglesia Católica solamente, hoy a la Iglesia Católica y, peor aún, a las protestantes, para manipular a la gente y salirse con la suya.>>
En ningún momento debemos perder de vista el objetivo de nuestra lucha, que da razón a nuestros esfuerzos colectivos, y que es lo único que puede hacer que el sacrificio y sufrimiento de tanta gente, de tanta gente inocente, tenga sentido: la construcción de un sistema de poder que proteja la libertad de cada persona, derecho que nace con cada persona y que nadie tiene derecho a arrebatar a menos que sea para evitar que esa persona prive a los demás de sus derechos (vida, propiedad, etc.). Por tanto, todo lo que hagamos debe apegarse a principios. Los principios democráticos deben guiarnos. No podemos actuar, ni como borregos, ni como fieras rabiosas, ciegas de odio y violencia. Si hay que usar todos los métodos de lucha, y a veces es necesario recurrir incluso a la violencia, tenemos que actuar de acuerdo con principios libertarios, para no convertirnos en el animal rabiosos que condenamos en el enemigo.
Para esto, debemos aprender a cada paso, sin perder de vista esa estrella en el norte: la libertad, derecho humano. La estrella de los derechos humanos. A cada paso. Y a cada paso hay que abrir los ojos, reconocer el terreno, reconocer la realidad, y aprender a evitar las trampas en el camino. La relación entre religión, religiosidad y poder es una de esas trampas que debemos evitar, y examinar a la luz de los principios libertarios.
Toda la experiencia humana hasta la fecha nos lleva a este principio: el ser humano tiene derecho a sus creencias personales, íntimas; a su fe o a su agnosticismo; a su religión, o a su ateísmo; ningún gobierno debe poder imponer a ningún ciudadano una religión, o imponer el ateísmo. Sea cual sea la religión del gobernante, el ciudadano debe tener derecho a tener o no tener la suya. Por eso, el Estado no debe tener poder, ni habilidad de intervenir, en la religión. Eso es lo que se llama “separación Estado-Iglesia”. El Estado debe ser laico.
Pero para que se dé esta separación, los ciudadanos debemos hacer nuestra parte, debemos impedir que se manipule la religión. Somos nosotros los primeros que debemos separar religión y política, porque aspiración libertaria y fidelidad ciega (o especial) a los seres humanos de carne y hueso que visten hábito, sea cual sea su cargo, son incompatibles. Esto suena fácil de hacer cuando quien manipula la religión es el enemigo abierto, el lobo sin piel de ovejas, el Ortega-Murillo cuyos colmillos ya son visibles, han mordido y están llenos de sangre. Pero es difícil cuando el uso político de la religión viene de quienes se supone sean los líderes de la Iglesia de la que uno se siente parte, especialmente porque la mayoría de la gente traduce “ser parte”, en “seguir”, y “seguir” en “seguir a los líderes”, dejando en manos de estos no solo la interpretación de los textos sagrados, sino la toma de decisiones que son responsabilidad de nuestra propia conciencia. Se desarrolla entonces una fe que ya no es solo fe en un Dios sino fe en una institución humana, en un conjunto de seres humanos organizados en una Iglesia.
Y ahí es donde empieza el conflicto, el problema. Porque independientemente de la fe, las Iglesias son instituciones humanas, instituciones de seres humanos con las virtudes y vicios, las fuerzas y debilidades de cualquier ser humano. Son, como todos los humanos, propensas a defender el interés propio a costa de sacrificar el principio. Mi padre decía que “el ser humano lo corrompe todo”. ¿Qué implicaciones prácticas tiene esto? Que, para los creyentes en la Iglesia Católica, en particular (lo digo por lo que cuento a continuación), es sabio consejo el que me dio hace poco un sacerdote: “por eso _––dijo, refiriéndose a lo que ocurre en la iglesia de los seres humanos–– el único jefe al que podemos seguir es Jesús”. Palabras suyas, de un sacerdote que, como tantos, conoce la persecución que ocurre contra la Iglesia en Nicaragua, y conoce, también, el papel que la jerarquía de la Iglesia, desde la Conferencia Episcopal hasta el Papa, han ––tristemente en sus entristecidos ojos, y para mal de Nicaragua— jugado en este horrible drama.
¿Y por qué han podido jugar ese desafortunado papel? Por la fe, y, sobre todo, por la buena fe de los feligreses, y la confusión entre política y religión, que, en muchos casos, para demasiada gente, los lleva a abandonar su propio pensamiento, su autonomía, y dejarse guiar en política, en asuntos que son, desde la perspectiva religiosa, puramente terrenales. Si todo cura, pastor, obispo o Papa respondiera únicamente al mensaje de salvación de los Evangelios, si actuara con total pureza en apego a la prédica, siempre y en todo lugar, y si fueran siempre más sabios y conocedores que el resto de la sociedad, más fuertes, y más puros, pues podría quizás justificarse dejar en manos de gente como ellos el gobierno de las cosas terrenales. Pero claramente, la historia humana, y la historia de Nicaragua, y la historia de las iglesias en Nicaragua, demuestra que no es así. Ya esto es lección aprendida en buena parte del mundo, pero entre nosotros es lección que todavía no ha sido totalmente incorporada a nuestro conocimiento y comportamiento, hasta hoy. Que lo hagamos, que claramente separemos religión, religiosos, lealtad religiosa y lealtad a los religiosos, de la política, es hoy en día una lección urgente, que, si no terminamos de aprender, nos resultará cada vez más costosa. Ya hemos pagado. Ya las dictaduras han utilizado a las iglesias, antes a la Iglesia Católica solamente, hoy a la Iglesia Católica y, peor aún, a las protestantes, para manipular a la gente y salirse con la suya.
Esta historia, la historia del comportamiento de las iglesias, hay que estudiarla y aprender, para que por fin aprendamos que la libertad requiere de un Estado y de una política laica. No anti-religiosa, no enemiga de las iglesias, sino laica, no-religiosa, en el sentido de que nadie tiene que ser ni católico ni anticatólico ni protestante ni antiprotestante para ser ciudadano, y todos debemos ser ciudadanos y ejercer y luchar por nuestros derechos ciudadanos para ser libres, no depositar la confianza de la toma de decisiones en curas, obispos y pastores que, como enseña el caso de los pastores protestantes, y la terrible conducta del Cardenal Brenes y del Papa, pueden causar tanto daño al dejarse guiar, no por el Evangelio y los principios, sino por intereses materiales oscuros, por corrupciones que a veces cuesta a muchos entender, e incluso cuesta creer que existan entre gente recubierta de investiduras sacras; cuesta, por la idea errada de que el hábito hace al monje.
No podemos de un solo tirón hablar de la historia de la Iglesia Católica en la política nicaragüense, pero hay que decir que ha estado con dictaduras y en contra; ha estado contra la corrupción y con la corrupción. Ha sido, en otras palabras, “humana”. No más que humana, no menos que humana. A muchos les golpeará el oído esta frase. Pero reflexionen. Reflexionemos. Recordemos, por ejemplo, a Obando y Bravo (aunque podemos ir antes que él a otros obispos). De Obando y Bravo puede decirse que se opuso, en los años finales de la dictadura somocista, a ese régimen. Puede decirse que apoyó al régimen del FSLN brevemente, luego pasó a la oposición. Especialmente puede decirse que defendió, como era su responsabilidad, a su clero y religiosos, ante los ataques de la primera dictadura del FSLN. Sin embargo, ya desde entonces, a través de Coprosa, apadrinaba el contrabando, aprovechaba la ayuda extranjera que llegaba a la Iglesia, y cometía, junto a Roberto Rivas y otros, actos de corrupción que, por supuesto, eran entonces inmencionables ante los más devotos fieles de la Iglesia. Pero eran verdad, y ya ven en qué terminó todo, en la complicidad abierta del Cardenal, de su entorno personal y eclesiástico, y de la mayoría de la propia Conferencia Episcopal, que contribuyó al retorno al poder de Ortega y a la consolidación (con ayuda del Gran Capital) de la segunda dictadura de este. Podríamos hablar también del apoyo que dio Obando al gobierno del presidente Alemán, a cambio de flujos de dinero que luego se supo estaban fuera del presupuesto, o “debajo de la mesa”, como se dice. Flujos ilegales. Sobornos. Recordemos también como en los 1980s la Iglesia de Nicaragua recibió el apoyo decidido, vociferante, del Papa Juan Pablo II, que dio fuerza a la resistencia contra la dictadura de entonces. Sin embargo, para que de nuevo regresemos a las implicaciones ser la Iglesia una institución humana, recordemos que el papado de Juan Pablo también tuvo grandes sombras y pecados: no se enfrentó a la persecución brutal que en aquellos entonces las dictaduras militares sudamericanas desataban; decenas de miles de muertos y torturados; ocultó activamente las violaciones de menores, y dio protección a sacerdotes (incluyendo cardenales) violadores. Lo bueno y lo malo. A nosotros nos ayudó, a otros hizo gran daño.
Hoy en día estamos, en este particular, en peor situación. El cardenal Brenes, hay que decirlo, es cómplice de la dictadura. Está, nadie puede dudarlo, al servicio del PODER. Más específicamente, el cardenal parece estar ligado sumisamente al poder de Rosario Murillo. El cardenal ha abandonado a feligreses, obispos y curas, y justifica cínicamente los abusos de la tiranía. Sin que su voz se alce en protesta, el FSLN ha cruzado todas las barreras culturales que la Iglesia defendía y representaba; ha matado, exilado, torturado, incluso dentro de templos que ahora invade como asunto rutinario. Todos sabemos de la persecución religiosa. Todos sabemos de Monseñores Álvarez y Báez. Y sabemos también que el Papa actual es igualmente cómplice, con un grado mayor de culpabilidad, porque es el jerarca mayor de la Iglesia, y su voz podría ser un trueno si se dignara a abrir la boca y cumplir con su deber.
De todo esto se puede hablar en más detalle, pero mi propósito hoy, por el momento, es este: aprendamos que no se puede confiar en el hábito, que la política tiene que ser laica, que el Estado debe ser laico. Y que la próxima vez que el Poder nos tienda una trampa, como lo hicieron en el 2018, escondiéndose detrás de los hábitos que mucha gente cree hacen al monje y lo hacen puro, que no nos vayamos al guindo como borregos. Que no obedezcamos más, que tomemos nuestras propias decisiones políticas, con buen juicio, y con la inteligencia que nos da todo este sufrimiento al que el Poder y sus cómplices han sometido a Nicaragua.
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.