Siete ventajas de leer El libro rojo de Cristián Gómez Olivares
(por Silvia Goldman)
i. vas a alejarte del yo para comenzar a hablar de vos en el poema
Podría haber comenzado con el «yo» en el primer verso del primer poema, pero Cristián Gómez Olivares, el autor del El libro rojo (Editorial Aparte, 2023) comienza con el impersonal: «Hay quienes comparan su salud con la de un roble». No es que esquive ese pronombre, sino que lo espera o, mejor dicho, le da tiempo para que vaya madurando en la escritura, y lo hace, sí, recién en el verso décimo primero, como si se tratara de un pudor que se quiere evitar, un fruto que madura y se cae irremediablemente al pasto de la sintaxis: «Yo prefiero comparar mi salud con la del pasto /donde los estudiantes fraguan todavía».
Y es ahí, al ras de ese pasto y ese todavía, donde se queda fraguando la imaginación del lector. Es allí, o mejor dicho, junto a «los estudiantes», que la dimensión política del poema también se fragua a partir de ralentizaciones, demoras, devenidas, encabalgamientos que rechazan los automatismos y las trampas de la inmediatez. El poema demora, se demora, discurre, deriva, fragua, no se sujeta al aliento vertiginoso de la época. El poema pregunta por las palabras que usa, las hace crecer como un pasto lento, sinuoso, que ocupa un lugar que se va cultivando en el paisaje. ¿Qué es el yo?, parece preguntarnos, el poema, antes de que se materialice en él. ¿Y qué forma de anunciarlo, de demorarlo, de aplazarlo y desearlo en la escritura es ésta? No cualquiera, «porque cualquiera puede decir / yo», nos dirá en otro poema, agregando: «que escriba en primera / persona no quiere decir que me haya ocurrido o no me haya /ocurrido». Y así, la voz, con esa forma confesional aparentemente casual, se planta y nos dice que la poesía también supone un pacto ficticio con el lector, y que este libro rojo viene a renovar los términos de ese pacto, teniendo en cuenta que ese «cualquiera que puede decir /yo» también es una máscara; es decir, alguien que pone a prueba la potencialidad de la lengua poniéndola en uso, pero también jugando con ella, haciéndola aparecer y desaparecer en la dicción, conjurando el azar que la hace materia sonora. Acaso porque decir «yo», «tú», o «ellas» no es tan difícil, lo difícil, parece sugerirnos, es llegar a decir con esos sujetos, con esas fraguas gramaticales, algo que se le escapa a las palabas, algo que queda fraguando al ras de lo dicho; una verdad acaso mucho más resbaladiza:
La historia de la poesía moderna
es la historia de las libertades que los poetas
se han tomado con la idea del yo.
La historia de Newark es la de un padre
tratando de volver a casa con su hija.
Y pienso que esto es lo que impulsa a la voz poética, dar con eso que se resbala o que se manifiesta como una verdad fugaz de la escritura, algo que apenas formulado se desintegra y, sin embargo, permanece, como ese «padre / tratando de volver a casa con su hija»; esa tercera persona, sí, que se acerca más al yo que el «yo»; un sujeto bifurcado que se desvía hacia el otro en el paisaje y que nos dice que, aquí, en este pasto donde se fragua junto a otros, escribir en tercera persona puede ser la forma de acercarse más a lo íntimo de una cierta verdad de la experiencia. Pienso, también, que ese padre tratando de volver a casa con su hija soy yo, y es mi padre.
ii. vas a escuchar el rojo:
Hay quienes ven en el encabalgamiento un sentido arrojado del poema, un caballo quizás, una fuerza donde no debería montarse nadie. Hay quienes lo ven como lo que se sube a esa fuerza a la que no debería montarse nadie, el autor de Ellibro rojo, reeditado por la editorial chilena Aparte (existe una edición anterior, de 2019, de Mantra ediciones) y escrito por Cristián Gómez Olivares, hace que el encabalgamiento sea el caballo y la fuerza en la que no debería montarse nadie; un animal que se frena al borde de un desprendimiento que él mismo crea para pararse justo en el lugar donde se puede contemplar ese salto hacia el borde incendiado de la hoja, allí donde es posible ver todo el bosque quemado; una silvicultura que ya anunciaba el poema:
dame un par de nombres propios
para que el nombre científico de los robles
guarde algún sustento y tenga mínima
relación con aquello que estamos por
definir: una silvicultura maoísta, que avance
desde los campos hacia las ciudades
Y es el bosque quemado, talado, rojo, lo que vamos a escuchar, el libro con una polilla adentro donde lloran los niños migrantes encerrados en jaulas, la familia que está por desaparecer, el hermano que se va a morir, el hijo que va a buscar a su padre a Comala, el padre que busca a su hija en los subrayados de un libro, una calle cualquiera en Tláhuac o Madrid o Santiago, donde se «protesta sin alarde»:
por eso el fuego
es una protesta sin alarde, arde la carne y no la piel
que sigue pegada a una creencia: las polillas
bajo la lámpara tienen algo que decir sobre el libro que tenemos abierto
iii. vas a poder pedirle algo de justicia a la historia
Hay poemas que deben mirarse de modo horizontal y hacia lo largo: están a la altura de los acontecimientos y de las cosas etcétera, etcétera. Son brotes que deben mirarse de cerca. Hay poemas que nacen como una bandada de estorninos. Los ves planear, significarse, mientras buscan en ese movimiento coordinado hacer las palabras de su lenguaje. La voz, o las voces del autor de este libro rojo —no Mao, no Jung, — sino Cristián Gómez Olivares, chileno que vive en Cleveland, planean, miran desde lo alto para poder ver más y luego se acercan, sobrevuelan, vuelan al ras, hasta llegar a la escena del terror, allí donde las palabras juntan, sí, juntan lo grave:
Una familia ha desaparecido y es lo único
que nos interesa. La última vez que la vieron
estaban en la mesa del comedor. Tenían puesta
una frazada en el lugar que ocupa ese mantel.
Tenían puesta una frazada en el lugar que ocupa
ese mantel.
Pero antes de llegar a la familia con la frazada puesta, antes de que estemos con ellos en el momento de su desaparición, antes de ver sólo el mantel que ocupa el espacio vacío y silencioso del que fueron arrebatados, vemos a los invasores que llegan siempre a la misma hora, a los árboles, a los niños y a las niñas, a la basura en las calles, y hasta a los perros. El poema nos hace ocupar esa distancia entre pasado y presente, entre lo que se ve y lo que no se ve, entre lo que se puede y no se puede decir ya con el lenguaje.
¿Cómo llegué hasta acá, me pregunto? ¿Cómo me lanzó en caída vertical el verso y me hizo ver las puntas rojas del horror? ¿Qué tipo de planeamiento se necesita para lograr eso, para pedirle esto a la historia; esto es, que me lleve al lugar de los hechos y me haga escuchar la escena criminal, la tan roja? No estar a la altura de los acontecimientos y de los seres y de las cosas, tampoco encima de los acontecimientos y de los seres y de las cosas, sino con ellos, tan ellos, para pedirle así algo de justicia a la historia.
iv. vas a escuchar a los muertos, vas a ir a comala a escuchar a tu padre
Hay quienes usan la sintaxis de un modo conclusivo, instrumental, para decir algo; Cristián Gómez Olivares lo hace para entender algo que se aleja y no se deja decir. Por eso las oraciones son largas, como si de ese modo pudieran avanzar hacia eso que no se deja decir; algo que va más allá de la actualidad del poema y refiere, más bien, a su potencialidad y a su capacidad de proyectarse, de caminar:
Tú y yo podríamos
salir a caminar tomados de la mano
como si viniéramos saliendo de una función de cine y la solución final consistiera
en traspasar de lado a lado una sandía
con los mismos clavos utilizados en la cruz:
luego ponerla al lado de una botella y retratarla
bajo una luz que sólo anuncia su partida
cuando cae sobre los frutos del retrato
muertos mucho antes que la naturaleza
Por eso la sintaxis camina, abarca su voluntad de querer abarcarlo todo, también la certeza de no poder hacerlo; encamina lo dicho hacia lo que querría pero no puede abarcar. A veces se trastoca, se altera, cambia el orden lógico como una forma de ir a encontrarse con lo que está enterrado debajo del pasto donde se fragua una sintaxis distinta, alterada, que pone de relieve las voces debajo de la superficie de lo dicho:
Al cambiar el orden
sintáctico de la frase los muertos pueden hablar
aunque se encuentren enterrados bajo tierra.
Y eso es lo que hace cuando escribe su serie de poemas sobre Comala. Va a encontrarse con su padre, con su madre, con su hermano, con sus abuelos y tíos y barrio en Chile, con su pasado que está ahí hablándole y, tengo que decirlo, hablándome. Porque esa tercera persona es, soy, también yo yendo a su Comala que es la mía también, la nuestra, la que hallamos cuando el poema nos halla desenterrando a nuestros muertos.
v. vas a construir una voz sobre los puntos rojos de la puntuación. vas a ver cómo se dice no con la puntuación. vas a ver cómo se utiliza el punto para decir no:
Para que los arcos de medio punto
del románico, para que los sauces
en la orilla.
Para que las columnas sosteniendo el puente.
¿Ves cómo con esas pausas, con esas oraciones truncas, se puede construir algo? Acaso un «medio punto», una elipsis que trabaje con el encabalgamiento para proponer un sonido nuevo, una voz trunca, herida, hallada, construida en las grietas y heridas del lenguaje; un puente entre la realidad y el poema; una forma de dejar que la escritura llegue y sea el fondo, ese lugar donde el silencio se proyecta y se deja ver:
[…] (el silencio
no se puede ver): el poema es una imagen
proyectada sobre el telón de fondo.
Escúchenla cuando cierren este libro.
vi. vas a elegir de qué lado (del poema) estás porque el poema te va a pedir un movimiento, una forma de desplazarte en él, una forma de conjugar tu lectura con el movimiento oscilante de su lenguaje. como aquí, donde estás en «el barrio de los sikhs»:
La mitad del restaurant
está con los rusos. La otra mitad se divide entre los
que apoyan a los croatas y aquellos que no han
levantado los ojos de la mesa.
Después estamos nosotros.
Nosotros, bienvenido a nosotros, lector, bienvenido a ese lado incómodo de haber tomado postura por la inercia misma de mirar y no pronunciarse, de oír el testimonio de lo que dice y no alcanza a decir el lenguaje. Observar es levantar los ojos de la mesa, tomar posición. Nosotros, esos o eso que estamos «después», no podemos sino ser parte de lo que miramos; somos lo mirado, pero también la voluntad de no hacerlo. Pero el poema nos nombra, nos interpela, nos deja suspendida la mirada, no nos deja salir de ese lugar incómodo del mirar y no decir. ¿Hablaremos después de ese silencio encabalgado donde termina el nosotros? ¿Vendrá lo dicho a rescatarnos de nuestro silencio?
vii. te vas a perdonar
«A veces pedir perdón / es la mejor forma de obtenerlo», nos dice una de las voces de estos poemas, y luego agrega:
«La tala es un acto de piedad / cuando las ramas se secan. Perdonar es entonces usarlo como leña. Estirar las manos //para que el fuego nos recuerde que es invierno.»
Si perdonar es, como sugiere aquí, un acto de reciprocidad, una forma concreta del trueque, leer, —eso que hacemos al estirar las manos y sostener las hojas del árbol talado—, es la forma, a su vez, de perdonarnos el acto violento de su tala. Le pedimos al libro perdón por lo que que él mismo es, el resultado o consecuencia de su tala y, a nosotros mismos, por haber participado de la misma; lo ob-tenemos; quiero decir, tenemos «en frente», en «contra», al libro, que es entonces una manera de pedir perdón y ob-tenerlo ¿Es entonces la lectura, una operación en contra, un enfrentamiento con nosotros mismos, con lo que no hemos querido mirar, eso talado ante nuestros ojos? ¿Puede ser la lectura una forma de sostenerle la mirada al bosque quemado, talado?¿Podremos sostenerle la mirada a este libro mientras el fuego de su lectura nos quema? Tenía razón Benjamin cuando decía que todo documento de la civilización es, asimismo, documento de su barbarie, pero también es cierto que este libro rojo, este objeto frondoso que nos hace estirar las manos y llevarlas hacia el fuego frío quemante del invierno, es un bosque frondoso de la empatía.
viii. tres poemas del libro:
El libro rojo Hay quienes comparan su salud con la de un roble.
Pero un roble es un árbol septentrional de hoja
sinuosa, caduca o marcescente, a veces visible
en un clima mediterráneo, apto sin embargo
para crecer en ese frío que obliga a las parejas
a casarse debajo de sus ramas: cargar consigo
una bellota es un símbolo de fertilidad, su madera
se utiliza para tratar la disentería y la diarrea
crónica y en torno a ellos las ardillas se empachan
con los frutos que acumulan para pasar el invierno.
Yo prefiero comparar mi salud con la del pasto
donde los estudiantes fraguan todavía
sus próximas protestas: los libros desparramados
por el suelo no son una metáfora del aprendizaje
ni tampoco un ancla en el pasado: son papeles
manchados de tinta, acertijos para ser
interpretados horizontalmente, manifiestos
vanguardistas en bond de 80 gramos,
proclamas que uno quisiera haber escrito
para leerlas enfrente de una audiencia
que no tiene por qué saber la verdad:
dame un par de nombres propios
para que el nombre científico de los robles
guarde algún sustento y tenga una mínima
relación con aquello que estamos por
definir: una silvicultura maoísta, que avance
desde los campos hacia las ciudades
y explote los recursos que nos
quedan como un fotógrafo se
detiene a que pase por delante
de su objetivo un ciclista al pie
de una escalera: ciertas escuelas
de poesía enfatizan el espiral
y la baranda. Para otras
que no se consideran
a sí mismas una escuela
lo importante es la identidad
del ciclista, su sombra reflejada
en el pavimento que cobra
su cuota de protagonismo
en la fotografía enmarcada
en el museo que estamos
contemplando. Dame un par de
entradas para que nosotros
también podamos verla:
antes de volarse la tapa de los sesos,
De Rokha decía que estaba enfermo de salud.
Árbol de hoja perenne, lejos de todo bosque:
me resigno a escarbar en la basura,
como un zorrillo con sus crías.
Colofón
Una mariposa vuelve a ser oruga cada vez
que la bola ocho cae primero que las demás.
Fortuna la mía de no haber cedido
a la tentación de bajarme en Lima
y así poder arrepentirme. Albricias: así
podré dedicarme a trabajar y corregir
los exámenes pendientes en lugar de visitar
las dependencias de la UNMSM, donde
se hablaba como se escribía y los jóvenes
nunca lo fueron tanto como cuando estuvieron
a los pies de la tumba del loco Vicharra. Allí
se comprendían por igual ideogramas y jeroglíficos
y las disputas entre comprometidos y españoles
se zanjaban literalmente sobre una mesa de pool:
felicidades, ya no hay inconveniente para reclamar
el derecho a decirlo todo, ya no le tendré miedo
a los coches-bombas apostados en las principales
avenidas ni a la generación que los vio estallar, no
pediré un listado con los libros imprescindibles
porque un mar apenas es todo lo que necesito
para sentarme en la playa –y comprender:
los perros colgando del alumbrado público con tal
de que no vayamos a arrepentirnos son la única
forma de recordarnos que cien pájaros volando
podrían haber sido nuestra historia. Los jóvenes
nunca lo fueron de esa misma manera después
de que cerraron los bares a los que íbamos
(allí se conversaba arrojándole saliva a los auditores.
Como si fuera una toma sin cortes utilizada
para manipular las emociones y el tiempo
nosotros los escuchábamos sin pestañear
fingiendo un interés hace rato perdido
desde el momento en que se terminó
la cerveza. Los jóvenes, esa vanidad
mal aprendida que no cesa de arremeter
como hormigas en torno a las sobras de este
picnic, el mantel está tendido sobre la hierba
como si quisiera ser una metáfora, pero
este trozo de tela con cuadrados de
distintos colores sólo podría reemplazar
a una ciudad tildada de horrible
si fuéramos infinitamente
generosos y renunciáramos al santo grial:
ese día descenderemos sobre Lima.
La tumba del loco Vicharra:
una oruga convirtiéndose
en mariposa.
Y viceversa.
Extremely White People
Una profesora de lenguas clásicas recita a Kavafis
en su idioma original. Las ninfas del bosque
trabajan para la forestal Mininco. La casa cuesta
lo mismo que financiar la colegiatura
de una prole que brilla por su ausencia. Las palabras
del opresor no pueden ser las mismas con las que nos
deseamos feliz cumpleaños cada vez que volvemos
a reunirnos. Una polera que diga. Esperando
a los bárbaros es un poema que no podría
ser escuchado con mayor atención que en esta
fiesta: un ejemplo perfecto de la distancia
que separa a las palabras de la realidad.
Cómo te lo explico: cada uno de nosotros
tiene que elegir el ojo de la aguja
por el cual atravesará hacia el cielo.
Cada uno de nosotros
ha admirado la altura de estos árboles
sin admitir la belleza
de la hierba que crece a ras del piso.
Es ella la que tiene que lidiar
con las hormigas marchando en fila.
Es ella la que tiene que lidiar
con nuestros pasos que vienen
a segarla. A impedir que siga creciendo
porque entonces habría que utilizar
otro tipo de adjetivos. Sin embargo
aquí en el bosque los atentados incendiarios
suelen atribuírseles a los únicos
que sabrían vivir de él y así lo habían
hecho hasta la llegada del cóndor y el huemul:
el escudo patrio deberían ser los camellos
encargados de la salvación de nuestras almas.
Los profesores reunidos en torno a una mesa
sobre la cual no se discute ninguna teoría literaria
sino un sinfín de recetas de cocina para combatir
la pobreza en el tercer mundo, el anhelado ahínco
que demuestran las aspirantes a reina de la primavera
y el enconado empeño de las aves por volar, sí:
el empeño de las aves por volar
completa el menú de las conversaciones.
En el intermedio algunos se rascan la cabeza.
Otros se desvisten para prestar más atención.
La gran mayoría disfruta el aire libre. Uno que otro
alza su copa para celebrar este momento.
Yo que no soy blanco escucho en silencio
sus palabras.