Sobre cómo los fariseos explotan la religión
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Yo entiendo que es parte de los hábitos humanos que cuando hay que matar y no hay balas, pues se usan piedras, palos, lo que haya. Y que una cruz puede ser un vil instrumento de muerte se ha sabido desde hace más de dos mil años. Parece que en esas estamos. Lo irónico—ironía es apenas el espejo de la doblez moral que afecta a los humanos hoy, antes, y (lo digo con gran tristeza) después—es que los adoradores de la cruz redentora la usan también como arma de guerra. Lo hacen en Nicaragua. Lo hacían ya cuando un difunto cardenal de la Iglesia empezara su discurso con “demos gracias a Dios y al Señor Presidente”; lo hacen hoy en día con malévolo descaro un pequeño residuo de sacerdotes católicos, la masa de pastores protestantes, y por supuesto, el Estado supuestamente laico. El Estado terrorista y terrorífico de Daniel Ortega y Rosario Murillo, criminales de lesa humanidad. Lo hacen en Nicaragua también grupos que se identifican, a sí mismos, como “oposición”: usan la cruz para ganar terreno en sus mezquinos pleitos, para esconder su bajeza tras un velo de espiritualidad.
Y lo hacen en Estados Unidos. Ya explicaré cómo. Pero déjenme primero aclarar mi propósito: denunciar a los fariseos, aquí y allá; apoyar a la gente de buena voluntad, que necesita de un ambiente social compasivo y racional para hallar soluciones libertarias y democráticas a los problemas; y, sobre todo, combatir el ultraje a las enseñanzas más puras y bondadosas que por razón o Providencia la raza humana encuentra en su camino, los hilos de Ariadna que guían nuestro anhelo profundo de escapar del laberinto de la maldad.
¿Cómo lo hacen en Estados Unidos? Defienden lo que es moralmente indefensible, escudándose arteramente tras la cruz. No pueden, porque sencillamente no es posible, refutar con datos, nada de esto: que el actual Presidente maltrata a aquellos a quienes Jesús dijo que había que proteger, a los más vulnerables, “los más pequeños entre nosotros”, los pobres, los perseguidos, los que padecen hambre y carecen de techo y abrigo; que ordena actos de crueldad insólitos, inauditos, como la separación de niños de sus madres; que dice que a las mujeres (me perdonan que repita la obscenidad, lo hago en honor a la verdad literal) “hay que agarrarles el mico, porque si sos famoso, les gusta”; que dice que lo que tiene en común con su hija es “el sexo”; que se ríe cuando a su pregunta de “¿qué hacemos con todos estos inmigrantes?” desde la multitud de sus partidarios le responden “¡dispárenles!”; que dice de un grupo de nazis que mató a manifestantes en Virginia que “hay gente buena” entre ellos; que siempre se las ingenia para colocar palabras como “crimen”, “criminal”, “violador”, “narcotraficante”, o “terrorista” cerca de la palabra “inmigrante”, y de adornar esta con la palabra “ilegal”, que también invoca la idea de “crimen”, de “violación de la ley”; que ha creado tal animosidad contra hispanos y otras minorías que el propio director del FBI explica que los grupos de “supremacistas blancos” han florecido en estos años, y representan la principal amenaza terrorista contra la población estadounidense; que ha creado tal desprecio contra los inmigrantes que ya ha llevado a la violencia, y más recientemente al horror que empiezan a reportar los medios: mujeres inmigrantes detenidas en cárceles del infame ICE (una especie de policía de inmigración y aduanas) han sido aparentemente sometidas a la extracción injustificada y sin consentimiento de sus úteros—para luego ser deportadas; que insta en público a la policía a maltratar a los detenidos; que cuando un insensato adolescente, en posesión de un arma de calibre largo, cruza desde el estado donde reside hasta otro y termina asesinando a dos manifestantes desarmados, da declaraciones públicas en las que coloca al asesino [actualmente preso, esperando juicio] en la posición de una víctima inocente, que “lo iban a matar” si no se defendía; que en un acto de inconmensurable mezquindad decide ocultar al pueblo estadounidense la inminencia de una plaga, y no contento con la ocultación, busca por todos los medios el desprestigio de los científicos y médicos que lanzan la voz de alerta, obstaculiza los esfuerzos de prevención y mitigación, dominado por una insensata certeza de que su poder le permite, al negar la realidad, transformarla para su conveniencia; que, por tanto, es responsable de la muerte de decenas de miles de ciudadanos que pudieron haber evitado el contagio, el cual aún continúa, y que él ahora más bien alienta, justificándolo como la búsqueda de una “inmunidad de manada” que según estimados conservadores costaría no menos de dos millones de muertes, si es que se alcanzara; que como parte de esta “estrategia” contradice a los científicos que urgen a la población a usar máscaras médicas en público, y guardar lo que llaman “distancia social”; que se muestra satisfecho del “gran trabajo que ha hecho”, y minimiza el dolor del país porque, según dice con orgullo, hay más muertes en “estados azules”, es decir, en estados donde su partido no ejerce el dominio político, como si la vida humana valiera distinto dependiendo del lugar de residencia; que se mofa en público de personas con problemas de salud o defectos físicos; que se burla de las familias de soldados muertos si estas se atreven a criticarlo o a votar en su contra; que llama “pendejos” a los soldados muertos en combate, enviados a luchar por el gobierno de Estados Unidos, sin pensar en la incongruencia de su postura, y sin considerar la humillación que esta significa para los deudos de los caídos; que llama “fracasados” a soldados estadounidenses capturados en combate; que no quiere soldados heridos y amputados en los desfiles militares porque “el pueblo no quiere ver eso”; que ordena a tropas militarizadas atacar a manifestantes pacíficos estacionados—como ha ocurrido desde siempre—en un parque frente a la Casa Blanca, con cartelones y megáfonos, haciendo uso de sus derechos constitucionales, todo para que el Señor Presidente pudiera posar para una foto, con la torpeza que produce su mezcla inusitada de hipocresía e insensibilidad, frente a una iglesia, sosteniendo una biblia al revés–una iglesia cuyo pastor, dicho sea de paso, condenó la explotación de los símbolos cristianos por el Presidente.
Hay, por supuesto, muchos actos y pronunciamientos más que citar, todos profesionalmente documentados, muchos incluso en la propia voz del Señor Presidente, quien ahora para rematar se ha dado a la tarea de regurgitar en público su macabra creencia de que él “merece” que se cambie la Constitución y se le permita estar en el poder más allá de un hipotético segundo período. Hay que recordar también su insistencia (grabada en videos) de que el Presidente de Estados Unidos tiene “autoridad absoluta”.
Hay más, mucho más, incluyendo una larga lista de arrepentidos, de una multitud de funcionarios del más alto nivel de su propio gobierno, del partido Republicano, de las fuerzas armadas de Estados Unidos, de los cuerpos de Inteligencia, de miembros del sistema judicial, y de los medios de prensa, que ahora manifiestan estar alarmados ante el asalto que el actual Presidente ejecuta contra las instituciones democráticas, y por la erosión de la ética y del ethos libertario de la nación que muchos de ellos consideraban invulnerable y por el que ahora temen.
Hay más, mucho más. Pero la lista que he presentado basta y sobra para concluir que el actual Presidente representa el lado más oscuro del alma humana en la política; que es, para decirlo sin rodeos, moralmente monstruoso. Y que apoyarlo “en nombre de Jesús” debería ser, en la conciencia de un cristiano, un sacrilegio, un acto grotesco de fariseísmo. Yo he sido criado, educado, y he vivido, dentro del catolicismo; he estudiado la religión: es una descomunal falta de respeto que alguien pretenda que su defensa de la maldad del actual ocupante de la Casa Blanca puede hacerse “en nombre de Cristo”. “Sepulcros blanqueados”, escucho desde mi niñez.