Sobre la necesidad de reformas en la democracia estadounidense
Armando Añel
El autor es escritor.
La democracia, o el Estado de Derecho en cualquiera de sus variantes, es una cosa muy frágil.
Tan frágil que resulta excepcional. Puede ser desmontado por una personalidad autoritaria, a través de un Golpe de Estado, etc., pero también puede ser liquidado en las urnas, por el pueblo, a través de un movimiento populista de naturaleza autodestructiva (esto es lo que captó Putin, desde el principio, en el trumpismo; o lo que pasó, en sus diversas variables, con Chávez en Venezuela o Hitler en Alemania).
En Estados Unidos, sabiamente, los padres fundadores establecieron mecanismos de contrapesos y limitación de poderes que han preservado el Estado de Derecho hasta hoy, pero que aun así ya ameritan ajustes.
El tiempo enseña. Es preciso apretar ciertas tuercas y añadir algún que otro resorte para que la democracia siga viva. No se olvide que vivimos un cambio de ciclo económico a escala mundial, como el que en su día impulsó la invención de la imprenta, y esto crea, además de una inédita clase de emprendedores, una nueva masa de perdedores e incendiarios a derecha e izquierda. Masa que, en tiempos de democratización de la desinformación, puede pasar de la indignación a la ira armada si es convenientemente manipulada durante un tiempo prolongado por rusos, narcisistas, populistas y demás yerbas (el asalto del pasado 6 de enero al Capitolio de Washington habla por sí mismo).
Si esa ira armada se generaliza y desemboca en una guerra civil, perderemos todos. Evitemos a los manipuladores de siempre que hacen caja con la frustración del personal. Ahí es donde verdaderamente asoma el peligro del comunismo o el fascismo, hijos del populismo, la confusión, la exclusión y la envidia.