Sobre las trampas de la oligarquía para impedir la revolución democrática

<<EL camino hacia la república democrática está lleno de trampas. Las élites van a utilizar todos sus recursos. Pueden escudarse tras un uniforme, pueden esconderse detrás de la autoridad moral de las iglesias, cuando no detrás de nuestros prejuicios, de nuestros miedos, y hasta de nuestra compasión. Por eso no debemos confiar más que en nosotros mismos. No perdamos nunca el norte, porque si no hay revolución democrática, si nos dejamos engañar una vez más, no habrá democracia. Tarde o temprano viviremos de nuevo la tragedia. Basta ya. Esta vez, basta ya.>>

Sin revolución democrática, no habrá democracia. Aunque desaparezcan del paisaje Ortega y Murillo, sin revolución democrática no habrá democracia. No basta con que sean apartados del poder sus actuales ocupantes; para que haya democracia hay que transformar el poder mismo.

No basta con quitar del poder a los grotescos Ortega y Murillo. No basta hacer desaparecer sus odiosas figuras. Ni siquiera basta hacerles pagar, a ellos y a sus verdugos, los crímenes cometidos. No basta.  Ni la justicia es apenas para los que tiran del gatillo, ni la solución total es acabar con ellos y con quienes han dado la orden. La justicia debe aplicarse ordenadamente, dentro del respeto a los derechos humanos que aun a estos monstruos corresponden, simplemente por haber nacido humanos: los derechos humanos no se ganan haciendo bien, ni se pierden haciendo mal. Son inalienables. Pero la justicia debe aplicarse, valga la redundancia, con justicia: debe ser severa ante la magnitud de los crímenes cometidos al amparo del Estado; debe alcanzar a todos los cómplices, tanto a los que ejercen la violencia, como a los que la ordenan, y a los que de ella se benefician a sabiendas.  Debe investigarse, por tanto, toda la corrupción alrededor del llamado “modelo de diálogo y consenso”, el sucio pacto FSLN-Gran Capital que acabó con todo espacio de libertad política, y –no se olvide—de libertad económica, todo para favorecer a la tradicional oligarquía conservadora.  

Esto, tampoco, basta. Es esencial, pero no basta. Es esencial y ya hemos visto que lo es, que sin imponer a los culpables la justicia se deja al criminal en libertad. Queda el criminal armado, organizado; queda listo y dispuesto para “gobernar desde abajo”, que en la práctica se traduce a “matar desde la sombra”. Queda listo y dispuesto para aprovechar la próxima oportunidad y adueñarse del poder del Estado autoritario en una economía autoritaria en una sociedad autoritaria.

Por eso, no basta siquiera la justicia, ni basta apartar del poder a los actuales opresores. Hay que reestructurar de manera radical el poder político. Hay que quitarle los instrumentos de represión, y hay que darle control del Estado, a través de la participación organizada y el derecho a la revocación ordenada de los funcionarios, a la ciudadanía. 

Cualquier proyecto político que no transforme el Estado en esta dirección es, simplemente, un fraude; es, también, una traición al espíritu libertario de Abril.  Para evitar una traición así, lo ideal es que sea el pueblo, organizado en un movimiento por la revolución democrática, que derroque a la dictadura y de inicio a la transformación radical del poder político, incluyendo la democratización de la economía, que hace falta para vivir en libertad.

Eso es lo ideal. Pero es imposible saber si será así que empiece el cambio. La organización del movimiento popular democrático enfrenta grandes retos, grandes obstáculos, entre ellos el poder económico y político de la oligarquía, y la influencia desproporcionada del Departamento de Estado de Estados Unidos. Ambos se han opuesto al derrocamiento de Ortega. Ambos buscan la hasta ahora imposible fórmula de un aterrizaje suave, compatible con los miedos de ambos. La oligarquía teme a la justicia y es alérgica a un Estado de Derecho en el que perderán sus privilegios. El gobierno de Estados Unidos, como es tradicional, apuesta por la geopolítica de “la estabilidad”.  El movimiento popular democrático debe estar consciente de la existencia de estos retos. El pueblo nicaragüense debe tenerlos siempre en mente y construir un movimiento que los supere. Para hacerlo, debe ser autónomo, laico, y decididamente democrático. Y, sobre todo, debe tener presente, en todo momento, el objetivo estratégico: la revolución democrática.

¿Qué quiere decir esto en términos prácticos? Que debemos prepararnos para cualquier maniobra de los poderes fácticos, domésticos o internacionales, que buscan mediatizar la lucha del pueblo. No es, por supuesto, que nuestra lucha sea contra un país, un grupo de países, o contra la libertad de empresa. Nuestra lucha es, sencillamente, por nuestra libertad. Libertad para autogobernarnos, libertad para expresarnos, libertad para ganarnos la vida honradamente, en un sistema en el que todos tengamos oportunidades; que no esté cerrado a nosotros y abierto nada más los cómplices y parásitos del poder político y a la media docena de grupos económicos familiares, fortunas heredadas y hasta mal habidas cuya codicia sin límites ha dado al país tiranía, miseria, atraso, destrucción del medio ambiente, robo a los campesinos, y maltratos mortales. Mortales, como el Nemagón en las plantaciones de los Pellas. 

Por eso, si el régimen plantea elecciones, las rechazamos. Si maniobran para desplazar del poder a Ortega y Murillo, quizás a través de un golpe cívico-militar, luchamos contra el nuevo poder, exigimos, no solo justicia total, sin apellidos, sino una verdadera transición, un proceso que pase por convocar al pueblo a elegir, democráticamente, una Asamblea Constituyente para que esta prepare un proyecto de Constitución que sea luego sometido a votación popular.  La Asamblea Constituyente debe ser electa, no por partidos, sino por ciudadanos en sus diferentes barrios, municipios, comarcas, y en las enormes comunidades de exilados.  Nadie que se oponga a estas elementales demandas está verdaderamente por la democracia. Porque no es posible la democracia si el poder no es radicalmente transformado, si no se dispersa, si no se arranca al poder del Estado las armas y el poder de represión, y si no se somete a los grandes poderes económicos a la ley que a todos debe gobernarnos. 

En resumen, estemos preparados: el camino hacia la república democrática está lleno de trampas. No perdamos el norte. Sepamos que las élites van a utilizar todos sus recursos, servirse incluso de la simpatía que en la dimensión compasiva de nuestro espíritu llega a desarrollarse por gente que ha estado en la prisión brutal y arbitraria de la dictadura. No debemos confiar más que en nosotros mismos. Ya hemos visto que las élites están dispuestas a todo con tal de manipular al pueblo y derrotarlo. Pueden escudarse tras un uniforme, pueden esconderse detrás de la autoridad moral de las iglesias, cuando no detrás de nuestros prejuicios y nuestros miedos. Alerta: no perdamos nunca el norte.  Si no hay revolución democrática, si nos dejamos engañar una vez más, no habrá democracia. Tarde o temprano viviremos de nuevo la tragedia. Basta ya. Esta vez, basta ya.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org. Artículos de Francisco Larios