Te acordás, hermano…

Guillermo Goussen Padilla
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Presentamos un capítulo de la novela Como Cuba Libre, del escritor nicaragüense radicado en México, Guillermo Goussen Padilla. La novela obtuvo en 2012 el Premio María Teresa Sánchez, convocado por el Banco Central de Nicaragua (BCN), y fue publicada en México por Ediciones del Lirio (2015). Goussen es también autor, entre otros textos, de la novela Hombres de Letras (2003) y del volumen de cuentos Mujeres que Matan (2008).

Llegaron a Managua y se dirigieron a la casa de una hermana, Myriam, que tenía mucho tiempo asentada en la gelatina sísmica. Los recibió con un almuerzo surtido de queso chontaleño, arroz blanco, frijoles rojos con crema, bistec encebollado y el cariño que ni la distancia pudo menguar. Ahí recibieron las primeras cervezas, mexicanas, para que Ulises no extrañara el sabor de la que ya era su segunda patria.

Sentados en las mecedoras de la sala (el leve fresco de la mañana presagiaba que el sol de la tarde calentaría, indefectiblemente, la olla del lago Xolotlán haciendo de Managua una sopa hirviente, grasosa y pesada, de difícil digestión), el encuentro obligaba a los hermanos al recuerdo, a subsanar con la plática lo que la distancia y el tiempo siempre arrebatan: hurto irrecuperable que va transformando los seres, los cercena y los obliga a caminar por la vida como un albatros sobre la llana tierra; aunque les permita, como una magra concesión, el regodeo del dolor por el pasado.

—Mirá, Ulises, te oigo hablar de la cuadra y de los juegos y de todas esas chochadas de chavalos que me has refrescado, y no me vas a creer de quién me estoy acordando… ¿No te imaginás?

—Ni idea…

—¿Sabés que mañana se cumplen cuatro años de que mataron a Aldo Matute?

—No fregués, Myriam, ni quien piense en muertos, y menos en Nicaragua… Cómo se pasa el tiempo, y aquí la muerte no se viene «tan callando».

Lo conociste, y podrías meter los «Aires bucaneros» de Roy Brown; sin embargo, la historia de Aldo Matute no obedece a una canción. Porque hablar de él quizá no sea nada interesante, menos en estos tiempos en que nos subimos al tren de las doce como quien agarra el último metro. Apareció en la calle, como debió asomar la vida en tu vida. Es decir, la posibilidad de que su imagen perteneciera a lo que no pudiste ser, esa sensación de considerar cada acto fallido tuyo como parte de la otredad, el alter ego siempre atractivo. Lo conociste también (las primeras erupciones en tu cara signaban la inminente pérdida del edén infantil) por un chancro blando, realidad del machismo pueblerino y anacrónico que te reconciliaba con los demás: blasón de la sexualidad incierta. Pero antes debes decir que Aldo ya estaba allí, que tu padre no murió porque la mala suerte debía tocarle al suyo, quien fue acribillado en una emboscada contra el doctor Petronio Santamaría, el médico que no quiso cambiar el resultado de una autopsia: su chofer cayó en la víspera inesperada, en su improbable fin de fiesta. 

—Entre más lo recuerdo, menos me hago a la idea de su muerte… No sé, un tipo vivo, maleante, la clásica «paloma de alto vuelo», no podía morir de una forma tan babosa, chocha —Myriam calló, tal vez pensando en ese muchacho que desde un árbol de guanábana la miraba bañarse hasta que ella, por esa infaltable intuición femenina, sentía que los mil ojos del cielo la observaban, y entonces le gritaba: «¡Aldo, hijueputa, sos un zángano, andá a buscar que hacer y no estés jodiendo a la gente», y desde la pila escuchaba las carcajadas de ese cercano voyeur que al rato la describiría con pelos y señales ante los cipotes del barrio.

Lo viste crecer solo, junto a su hermano, sin rienda, o con rienda suelta, enseñando la polla a las ocho de la mañana a todas las secretarias y vendedoras que pasaban por el portón de su casa. Envidiaste su ausencia en el colegio maniqueo, que no le pudo decir cuál sería su enseña o represión, la carencia de una iconografía representativa del mandato, o por lo menos de la profesión de fe. De cualquier modo, Aldo fue para ti un Lazarillo de Tormes. Pero él desde su tumba no estaría de acuerdo con la semejanza, por lo que mejor piensa que Matute fue el guía de todos los actos iniciáticos que un púber realiza desde su clandestinidad: cuando tu padre creyó que ya estabas en edad de conocer el sexo, simplemente te dio cincuenta córdobas para que dejaras tu impronta en el prostíbulo del Chino. Por suerte o desgracia, encontraste a ese gurú necesario, el lúdico baquiano, quien te presentó a la mejor puta de León: por una pequeña cantidad de córdobas, pero promotora de las mayores unidades de bencetacil que una nalga puede aceptar. Te tomaste unas cervezas en el Salón Perla y pudiste escoger a la más piernuda. Aldo manejó el dinero, la diversión y la noche. Finalmente, conseguiste entrar al falansterio de los que cogen al ritmo de vallenato visitando luego el consultorio del doctor Maglione.

—En la Nicaragua que estamos viviendo, Aldo no fue más que un lumpen, mañoso y antisocial, una araña peluda que murió de la única forma posible en estos tiempos —René terció con un comentario que obedecía más a las consignas revolucionarias que a la simple visión de la vida. 

—Tenele respeto a los muertos, Renecito. Más a Aldo que, aunque vos no lo creás porque nunca conviviste con él, siempre nos defendió a nosotras, tus tías, quienes, a las fiestas que fuéramos, siempre que lo miramos estuvimos seguras porque nos defendía de cualquier bandido.

La vida lo hizo un pícaro en el sentido más amplio de la palabra y lo llevó a dictar sus propias reglas dentro del contrato social, el dolce far niente y la dictadura. Por ello te fue prohibida su amistad con todo el rigor que implicaba hasta el más mínimo saludo. Pero ambos se las ingeniaron para ver las películas prohibidas para menores y fumar cigarrillos Valencia. (Aún recuerdas esa noche en el cine Orión: el filme era tan malo que se te perdió en la memoria, porque hizo que el tópico hollywoodense empezara a picar como chichicaste desde la banca. Entonces Aldo, que siempre tuvo buena vista, te dijo que un compañero del colegio, Jorge Luis Calderón, estaba cinco filas adelante, dormitando como un celador sobre el respaldo de madera. Te dio un palo —que nunca sabrías de dónde sacó— y riéndose te dijo que lo asustaras. El golpe que le diste a la tabla en donde descansaba su nuca hubiera despertado hasta al triste león que en la Catedral aún llora los restos del «Paisano Inevitable». Pero no era Jorge Luis quien babeaba, sino un señor con una Colt 45 que, despertado de forma tan abrupta, desenfundó el arma y amenazando con ella a quien estuviera cerca de él llegó hasta la fila en que Matute se desternillaba de la risa y tú te morías de espanto. Las luces del cine se prendieron y todo el mundo tuvo que ver con la amenaza. Hasta tu padre, quien se aburría en el palco y, ante el bochinche, se levantó para ver que su hijo tenía una pistola en la frente y un energúmeno estaba a punto de dispararle. El tipo terminó en la cárcel —no olvides que los médicos han sido una autoridad en el pueblo, por algo las placas de sus vehículos traían el logotipo hipocrático. Castigo: jamás saludar a Aldo Matute. Lo cual no cumpliste desde el primer día. Pero la nostalgia es un perro que se muerde la cola.) Coincidían en los prostíbulos, en donde te enseñó a bailar las primeras cumbias hasta convertirte en el asediado por las putas. Lo acompañaste a las fiestas de la Casa del Obrero, para agarrar un par de «picheles» y salir los cuatro en el carro del doctor Santamaría rumbo al mar. Ahí también probaste la yerba sonriente que da hambre. Sin embargo y por cosas del destino, el tiempo y los intereses los separaron: él se volvió expendedor de drogas y tú seguiste estudiando, aunque hasta ahora no sabes para qué.

—Si algo tuvo Matute con la familia fue su cariño puesto a toda prueba. ¿Te acordás, Ulises, cómo besaba a mi mama cuando ella le servía un plato de gallo pinto con cuajada? Es más, durante la guerra pasaba por la casa para decirnos que alguien había destazado una vaca y estaba repartiendo su carne, y ahí iba la familia, a pelear por cinco libras de pellejos. 

Okey, estoy de acuerdo en que el bróder era fina gente con nosotros, los Santamaría, y que quizá nunca se «paseó» en la familia (cosa que él acostumbraba con cualquiera); pero de eso, a erigirlo como el man que nunca fue, ni pudo ser, dista una gran distancia. Por favor, recuerden cómo lo mataron. 

—Franco, el gran asesino de España, murió tranquilamente en una cama, sin pensar que le debía nada a nadie, y eso incluye a la idea que tengás o no de Dios —dijo Ulises. 

—Sin creer en el cielo, y más como médico, sé que algún calvario tuvo ese enano gallego al final de su vida… 

—Sí, el de los hijueputas fachas que nunca quisieron verlo perecer y, con la tecnología de hace una década, intentaron mantenerlo como un Cid Campeador, pero en estado vegetativo y con cuatro tubos en el cuerpo —a Ulises empezaba a caerle bien el sobrino, en este redescubrimiento, pero sintió que rondaba en él ese catecismo radical llamado «libro rojo de Mao». 

—Eso es lo que me arrecha de los chavalos de ahora, que de un pijazo borren lo que fue una persona —Myriam comenzaba a impacientarse con René; de alguna forma, para ella seguía siendo el niño al que algún tiempo le limpió el culo y no estaba dispuesta a aceptarlo como adulto ni, mucho menos, oírlo opinar sobre los recuerdos—. Por eso Nicaragua no puede estar bien, aquí se va perdiendo el respeto a los mayores.

—Tía, por menos, en un CDS le podrían hacer un juicio público como contrarrevolucionaria… 

—Que me lo hagan, a ver qué piricuaco de mierda sale bien parado después de que le diga todo lo que he visto hacer en esta rebatinga que sólo los cipotes «sandías» se creen… No olvidés que mi marido es cuñado de una comandante de la Dirección Nacional…

Lo mirabas en la esquina de la cuadra, el restaurante El Barcito; luego de visitar a la novia en turno, pedías un sándwich de bistec (exclusivo de tu ciudad) y un fresco de cacao para oír de su fuente (que siempre era fidedigna) qué nuevas hembras y rumores se cocinaban en ese caldero chico llamado León Santiago de los Caballeros. Pero esta actividad se volvió peligrosa, ya que Aldo siempre era perseguido por el comprador de marihuana que había sido defraudado con guarumo, la seguridad antinarcóticos que no recibía su tajada del negocio, el marido agraviado en su honra, o la familia que le achacaba un hijo que nunca pudo tener porque un accidente infantil lo volvió estéril. Cuando mejor le iba, y esto te hace sonreír, un empresario de la industria refresquera local aparecía en un largo automóvil norteamericano y con una mirada lánguida lo conminaba a subirse para dar un paseo; del cual regresaba contando billetes y asegurando que no le «había matado las lombrices a cabezazos» a su enamorado.

—Yo sé que defender a un muerto es lo más difícil, porque a ése sólo Dios lo puede juzgar. Pero les digo dos cosas, nada más: Aldo nunca mató a un cristiano fuera de la guerra y si se «llevó en el alma» a un maje, fue sólo por sobrevivir; pero siempre supo a quién jodía. 

—Ah, ahora me van a decir, tía, tío, que Tacho Somoza era tan inocente como el dichoso Aldo Matute. Pero, dispuesto a no discutir porque ya veo que con ustedes no se puede, dejemos que la historia decida qué hacer con ambos… 

—La historia… ¿De qué mierda hablás si el mismo Ernesto Cardenal ha dicho que es «un gran hedor y una inmensa zopilotera»? —para Myriam, aludir al poeta exteriorista trapense no era un exabrupto. Definitivamente, si Nicaragua es un «País de lago con tiburones de agua dulce y volcanes en perenne actividad», ¿por qué no serlo de vates que nadan en las aguas procelosas de la palabra y avivan con su canto el magma del castellano?

Matute siempre anduvo a salto de matas y visitando la cárcel, lugar de donde lo sacaba tu padre, quizá pensando que tenía una deuda impagable con los dos hermanos. A Ubaldo, el mayor, lo viste por última vez al pasar por la iglesia San Felipe; te llamó porque se iba a casar y le faltaba un testigo. Al día siguiente partió para el norte de México, dejando embarazada a la novia y el rumor de que se había metido en el cartel más fuerte de exportadores de coca en esa región. Al poco tiempo también te fuiste a la nación mexica. Entonces, regresabas con los aires del invierno tropical y la promesa dada a una novia que siempre debía esperarte, aunque finalmente se te olvidara entre el perfume de una chilanga convencional, las piernas de una puertorriqueña sin patria pero con dólares, el discurso hembrista de una uruguaya y la movida de cintura de una dominicana; en una época en que la salsa sólo la bailaban los caribeños (que andaban por la colonia Nápoles como tarjeta postal: camisas floreadas, pantalones blancos, labios carnosos y la sugerencia de una buena cogida que no siempre cumplían) y la política digna tenía su emblema en el exilio conosureño. En esas vacaciones siempre encontrabas una cerveza fría que, desde una mesa, Aldo te obsequiaba. Agradecías el gesto desde lejos, enterado del peligro que implicaba departir con él. Sin embargo, Matute guardó esa actitud de respeto que sólo a tu familia prodigaba. Dos hechos los unieron, aunque no convivieran: durante uno de los predecibles retornos lo viste en una fiesta. Luego de saludarlo, quisiste tomar una Victoria en la barra. Ahí estaba el Ñato Paredes, uno de los primeros pícheres leoneses internacionales, quien jugaba en la liga mexicana de beisbol. Fuera de la temporada, iba a Nicaragua y cogía unas guarapetas que sólo la rescisión de contrato obligaba a dejar. Se paró junto a ti y te empujó para que le cedieras el lugar. Eso fue suficiente para que una botella llena de ron Santa Cecilia se le quebrara en la cabeza y Aldo apareciera con su solitaria caballería cinematográfica. 

—Una vez, Aldo me encontró fuera de una fiesta en la Casa del Estudiante. Yo discutía con un novio que me la había pegado con una supuesta amiga. Ya se podrán imaginar cómo estaba arrecha, y el tipo peor, porque se había montado en su mula diciendo que él no tenía la culpa, que todo era un encabe de bolo, y yo le dije que ningún borracho se comía su mierda. Entonces el jodido me agarró del antebrazo y me jamaqueó muy fuerte y, la verdad, empecé a sentir miedo. En eso vi a Matute y, como quien no quiere la cosa, le di a entender con la mirada que no me abandonara en tal pleito… Ulises, vos te has de acordar de Fernando, un hombrazo de más de seis pies de tamaño y ya no se diga su fuerza. Pues se acercó nuestro amigo y, sin levantar la voz, le dijo: «¿Sabés cuántas mujeres cachimbeadas he visto? Un montón. Pero ella es mi pipe del alma y si algo me enturca en la vida es que a una hermana la vergueen…» No te miento, en ese momento mi novio me soltó y se fue por la calle de La Recolección como ánima en pena… Es más, el maleante de Aldo me dijo que no me preocupara, que él se encargaba de, si yo lo permitía, convencerlo para que me pidiera perdón. Al poco tiempo encontré a mi exnovio todo quebrado y maldiciendo haberme conocido… Así nos quería el difunto. 

—El Padrino cuarta entrega: «La muerte del capo Don Vito Matute», así le vamos a poner a esta película —todos se rieron de la broma de René. Pero el aniversario de la muerte navegaba en el recuerdo.

En otra fiesta te pusiste a mano. Uno de sus muchos enemigos coincidió esa noche y, no más de verlo, se le fue encima introduciéndole un verduguillo en el tórax. Tus conocimientos de medicina dieron la alerta de que se estaba ahogando en su hemorragia interna. Sin medir el peligro, le sacaste el estilete agrandándole la herida para que sangrara. Gracias a ello Aldo ya andaba a la siguiente semana buscando a quién engañar con su picardía. Desde entonces pensaste que sólo era un vago local, incapaz de hacer una vida diferente en otra parte. Supusiste que, tarde o temprano, recibirías una carta o un recado de su muerte y se lo hiciste saber. Sonrió, quizá pensando que tenía una sorpresa. Pronto te la dio. El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro —lo que más reivindica su historia personal— puso al borde del colapso a la gente de Nicaragua; situación que el FSLN supo aprovechar para levantar al pueblo en armas. Como suele suceder en todas las insurrecciones, el lumpen proletariado, el paria de la civilización industrial, fue el primero en alzarse, y Aldo Matute no iba a ser la excepción. El ejército del dictador, entrenado por los gringos en la zona del canal de Panamá, ganó la primera batalla y todos los jóvenes tuvieron que huir, esconderse en el campo o refugiarse en las embajadas.

—¿Saben en dónde se metió Aldo después de fracasar la primera insurrección? 

—Creo que en el monte, tío…

—No me jodás, ¿qué monte seguro encontrás cerca de León? 

—Pues, por Telica… 

—Ése es un cerro pelón, como todos los que están cerca del Pacífico… 

—Entonces, ya me jodió; no sé. 

—Estuvo oculto en la fábrica de su «novio», el del carro comprado por metros, metido en unos bidones que contenían esencias para hacer gaseosas y con la clavícula destruida por los charneles de una granada. Luego de dos semanas, se dirigió a Honduras y, como había vivido, a salto de matas llegó hasta México, en donde rápidamente me localizó. 

—Ve qué «lámpara», y todo el mundo creía que era sólo un vago de pueblo. 

—Y eso no es todo. En aquel tiempo yo estaba pensando si era conveniente o no el regreso a Nicaragua, a ayudar en esa pronta revolución, tan anhelada desde que vi el Garand apuntándome en aquellas manifestaciones estudiantiles del inocente NO PASARÁN de los años sesenta. Y de pronto, abro la puerta y se aparece Aldo Matute, el único tipo que nunca habría pensado accediendo a mi departamento. Me dijo que bajara a pagarle al taxista que lo llevó, ¡imagínense la cáscara del man para haber convencido a la gente más ladina del DF! Piensen que Matute no tenía seguridad de que yo viviera ahí y, dado el caso, de encontrarme en la ciudad (aunque, ahora que lo pienso, tal vez ya había «bateado» a un prójimo en el camino y el dinero inmediato no le preocupaba). Sin embargo, venía arruinado, con la clavícula colgándole como lechuza al aire, y lo llevé al hospital en donde trabajaba, para que un colega traumatólogo lo curara. Tozudo y capaz de adaptarse, como en ese momento lo noté, al rato ya andaba dando de qué hablar entre mis amistades. 

—Yo siempre lo he dicho: los nicas somos lo máximo, pero estas guerras jodidas no nos dejan ser… 

—Guerras que nos inventaron, tía… 

—Yo no sé si seamos así; es más, muchos pueblos han de pensar lo mismo —Ulises intentó terciar, sin saber que su hermana y René ya traían un pleito comprado y, sin embargo, mediatizado por el cariño que otorga la sangre. 

—No creo que los hondureños, por ejemplo, quienes siempre han sido huelepedos de los nicas…

—René, si tenés tiempo, revisá la historia de Nicaragua y vas a encontrar que un hondureño fue presidente de nuestro país. 

—La triste historia de los criollos españoles que se disputaron el pedazo de Centroamérica como si fueran caporales sin hacendado. 

—Tenés razón, en principio; pero ya eran centroamericanos y, salvo mejor opinión, es decir la tuya, habían nacido en esta tierra y sus apellidos nos llegan con toda la carga de, otra vez, su nueva historia periférica, para bien o para mal. 

—Bueno, tío, por hoy no me haga caso y siga contando de ese jodido. 

—Que ya murió y tenés que respetar. 

—No bote la gorra, tía Myriam. 

—Si me dejan seguir, les digo que, para empezar, Aldo convenció a la dueña de la cocina económica, en donde yo era comensal, de que pronto le llegarían unos dólares. Por lo tanto, comenzó a comer de fiado. Además (tampoco sé cómo lo hizo) logró que en la tienda de ropa más cercana lo vistieran para el frío y el calor —México D.F. es la ciudad de las mil y una estaciones, en un solo día. Pero antes del mes abandonó la capital (para regocijo momentáneo mío), y apareció a las dos semanas con un auto deportivo (después supe que era de una gringa que conoció en Guadalajara, a la que le había ofrecido matrimonio). Con la venta del carro, y luego de agradecer mi hospitalidad y decirme que le gustaba México para vivir, regresó a Nicaragua. 

—Pijudo, tío; eso sí: los nicas somos personajes de película. 

—Sí, de un filme de Buñuel en México. 

—Eso me arrecha de vos, Ulises, que nunca nos reconozcás nada a los nicaragüenses… 

—Hermanita, sé que no me lo vas a creer, pero si alguien ha defendido a nuestro país y por él regresa a quedarse, soy yo: el clásico «si la patria es pequeña, uno grande la sueña». Sin embargo, y espero que esto no les afecte, me he hartado de oír a muchos paisanos que hablan de su nicaraguanidad mientras anhelan nacionalizarse para obtener la vida anodina de Miami o Los Ángeles, o se cagan del frío en Montreal, Canadá.

No supiste más de él hasta que visitaste, en plan de observador, la Nicaragua recién liberada (Tacho Somoza vivía fuera del país buscando un bazukazo en la frente que lo liberaría de toda paranoia). Matute, guerrillero de las ciudades, no se preocupó por engrosar las filas de los combatientes que entraron a Managua desde el sur, Costa Rica, tras hacer su faramalla cheguevariana y cobijados por los vítores de la muchedumbre, la cual buscaba en cada cara al hermano, hijo y esposo, sobrevivientes de las cincuenta y los galils de la Guardia Nacional. Él no tenía a nadie que le pusiera una corona de laurel y, menos, la medalla que un hipotético colegio siempre le negaría. De inmediato se tomó una casa que la élite militar había dejado en una zona residencial, y en ella produjo las mayores bacanales que la euforia del triunfo permitió. Lo encontraste cinco meses después de que los sandinistas se entronizaran en la loma de Tiscapa, cuando empezaba a organizarse todo —la génesis tan necesaria para crear el mito y, en consecuencia, el acto de fe— y la gente buscaba acomodo de acuerdo con las aptitudes personales. Asunto que no le importó a Aldo, quien salía de noche a cazar guardias nacionales remisos, en una capital que todavía olía a pólvora y mostraba sus juegos artificiales como si continuara la fiesta de la muerte. El guerrillero freelancer te brindó su casa «recuperada» y estuviste ahí un buen tiempo, empiernado con jovencitas que miraban en el verde quemado al héroe de las milbatallasdiecinuevedejulio, hasta que, cansado de olivos y gloria, buscaste un lugar más tranquilo para verdaderamente vacacionar en tu país, en donde todo siempre ha esperado para ser descubierto. Y te fuiste a conocer la Costa Atlántica, el lugar en que la revolución no tenía por qué aposentarse, dado que siempre (desde cuándo el siempre) hubo dos Nicaraguas.

—Pero Aldo nunca fue matamama y murió en la raya, y en la única tierra en que hubiera querido perecer: León Jodido. 

—No friegue, tía. Es que no tenía otra posibilidad: el tenamaste no le daba para más. 

—Ni uno ni lo otro, pues nadie se muere en la víspera —a esas alturas de la discusión, Ulises ya no pensaba en su amigo como un ser con vida vivida, sino en el personaje imprescindible para cualquier escritor. Pero él todavía no lo era.

Tras regresar de Bluefield, un fin de semana, Aldo llegó a verte, con un vehículo último modelo que no estaba legalizado. Runguero, te dijo: Todos los comandantes son mis bróderes; acompañame a Honduras para hacer un volado. Te fuiste con él porque no tenías nada qué hacer. Pasaron la frontera del Guasaule, con su paisaje de matorrales y árboles huérfanos de lluvia (bosque tropical seco, le llaman los nuevos ecologistas), que te hicieron recordar la empresa revolucionaria, la por ti abortada, la que no decidiste realizar en la tierra que se derramaba en «pólvora y miel». Llegaron a Tegucigalpa, a un hotel. Por la noche estuvieron en una discoteca. Lo viste conversar con unos tipos, a quienes mostró el auto. Te quedaste bailando bajo el sonido plenero de Héctor Lavoe y Aldo se fue a dar una vuelta con los desconocidos. Al rato retornó para decirte que salían al siguiente día por Tica Bus. No le preguntaste nada hasta que estuvieron en Managua. Quiso salirse por la tangente y eludió tocar el tema las veces que lo inquiriste. Cuando te vio realmente enfadado, dijo que sí, que ese carro lo había sacado de las bodegas del dictador, que decidió «recuperar» unos cuantos (subestimó las marcas) y que el dinero le serviría para mandar a su familia a New Orleans. Siempre supiste que Aldo no estaba acostumbrado a la recriminación y menos a recibir órdenes, pero le sugeriste que ya nada hacía en Nicaragua, que el país mismo no requería de gente como él. Nunca más lo buscaste.

—Miren, tíos, hablar de ese maje es remover la mierda para que siga hediendo… Sí, ya sé, olvídense de que no me duele la muerte… Pero es que ustedes lo ponen casi como un prócer familiar e histórico, y, la verdad, qué bueno que la gente como Aldo Matute va desapareciendo, por lo menos para mi Nicaragua… Con el tiempo sólo lo recordará su madre, lo que le toque vivir a la doña… ¿Se dan cuenta? 

—René, no quiero comenzar el día peleando sobre cosas que no querés entender. Pero te apunto que las personas duelen cuanto te han tocado por lo menos la mano, y ya no se diga el alma, como querrás entenderla —está de más decir que Myriam, como toda mujer, asumía mejor el luto que su sobrino.

En el mes de enero regresaste a México, buscando lo que entonces no encontrabas pero sabías que estaba ahí, relacionado con la necesidad de entender las circunvoluciones de la psique humana, esos meandros de los sesos que movían —convulsionaban— las sinapsis del cerebro y hacían a las personas héroes o tiranos, protagonistas o espectadores, gente «normal» o «loca»; en fin, hacedores o deudores de su misma historia, de una vida personal que probablemente no acaeció así, como la vieron desde su propia atalaya, y más tenga que ver con la carta que te envió tu hermana menor, un par de años después…, en donde te contaba que Aldo Matute había muerto. Fue la última mujer que estuvo cerca de él: quiso llevarla a casa después de bailar reggae, lo cual hacía estupendamente, como si sus venas hubieran recibido la transfusión de un negro jamaicano. En el camino dos compas lo llamaron. Le dijo a ella que no se preocupara: iba a pasarla chévere.

—¿Saben qué es lo que más rabia me da? 

—Qué, tía. 

—Que muriera así, tan confiado… Porque él era «avispa», aquí y en Pekín, o como ahora quieran llamarle a esa ciudad en donde más chinos habitan. 

—Beijing, tía… 

—Eso existe para ellos, pero no para el idioma español.Los periódicos aseveraron que los asesinos eran sandinistas, que tras reventarlo arrojaron su cuerpo desde el último piso de la Casa del Obrero. El jefe del Ejército Popular se trasladó a León para investigar, ya que la gente estaba alborotada. Al final dedujo que las rencillas personales habían provocado el crimen. La nota roja cerraba un caso más, de alguien que tal vez no existió, nunca salió de su pueblo y, quizá, murió antes de ver cómo se intenta hacer una revolución que, lo más probable, nunca le perteneció. Lo pensaste cincuenta mil veces, era la novela siempre buscada: tenías al clásico personaje underground, cuya moral estaba lejos del canon y la miseria y las limitaciones lombrosianas —fue galán el tipo—; además, ¿quién sos vos para pensar en personajes y escritura, si lo único que has intentado —luego de leer a Montesquieu, a Ciryl Connolly y uno que otro novelista ruso y latinoamericano— es el parafraseo de aforismos y concebir incipientes relatos que las enfermeras y los colegas te han celebrado como si fueras escritor?

Guillermo Goussen Padilla

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