Terrorismo de Estado en Colombia [reflexiones sobre un mes de Paro Nacional entre virus y balas]
El “triunfo” del uribismo: hacer trizas los acuerdos de paz
En contra de todo el despliegue mediático y político de los detractores de la Paz, esos que representan a la clase dominante que necesita de la retórica de la guerra para sostener sus delirios militares y autoritarios, se firma para el año 2016 el Acuerdo de Paz y sobre sus 310 páginas se plasman las voces de esperanza que durante más de 50 años fueron opacadas por el estruendo de botas y fusiles. Páginas cuyas letras grafican garantías de no repetición, ininteligibles para el analfabetismo selectivo del presidente Iván Duque, incapaz de gestar un plan de gobierno que solucione las causas que dieron origen al conflicto armado y que dinamice el cumplimiento de los acuerdos. El uribismo lo habría logrado, hacer trizas los acuerdos de paz y con ello la esperanza.
Bajo la presidencia de Duque, el baño de sangre sigue en el campo colombiano
Pero esta no ha sido la única desventura del presidente Duque; a tan solo dos años de su desgobierno el país revivía las cifras de las que se intentaba alejar con más de 40 masacres ocurridas en el territorio nacional, según la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 250 excombatientes de las FARC asesinados desde la firma de los acuerdos, la transformación estructural del campo no figura en el plan de gobierno y el glifosato vuelve a inundar, en contra de lo pactado en la Habana, las montañas de Colombia y los pulmones de quienes las habitan. Como si fuera poco, las zonas rurales dispersas donde el conflicto armado “impedía” la implementación del estado social de derecho fueron ocupadas progresivamente por otros agentes armados, por proyectos extractivistas y por redes de narcotráfico que recrudecieron el desplazamiento forzado y han dejado una cifra de 904 lideres sociales y defensores de derechos humados asesinados desde el 2016.
¿Qué cosecha un país que siembra muertos? ¡Rebeldía!
Respondían en las calles de Colombia los manifestantes que desde el 21 de noviembre de 2019, protagonizaron las jornadas de movilización social más grandes desde 1977 en contra de un gobierno incapaz de garantizar el derecho a la vida y que, servil a las doctrinas de la OCDE, pretendía agudizar las políticas neoliberales en términos pensionales, laborales y tributarias. El trato criminal que el gobierno le dio a la movilización de entonces, que según el informe de la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT) incluyó cerca de 37 allanamientos ilegales a colectivos artísticos, 300 heridos (12 de ellos con pérdidas oculares) y 4 personas asesinadas por la fuerza pública, expuso el verdadero rostro de un gobierno que balbucea democracia para fines electorales pero oprime a la otredad para fines de gobernanza.
La pandemia por COVID-19 no fue más que un potenciador de las claramente legítimas razones para declarase en paro nacional; la falta de capacidad presupuestal, técnica y de infraestructura agravaron la situación de la ya deteriorada red de atención sanitaria que tras casi 30 años de haber otorgado el derecho fundamental de la salud al mercado del aseguramiento, es incapaz de responder a las necesidades emergentes en tiempos de crisis. Las estrategias de confinamiento obligatorio para contener el contagio, en un país con el 60% de su población económicamente activa en la informalidad, fue fratricida y terminó, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), en un aumento al 42,5% de la pobreza en el 2020.
Sobre este panorama se cierne la vida de los colombianos y colombianas que en medio de una pandemia (neoliberal) deciden de nuevo volver a las calles en una apoteósica movilización que le demuestra a la clase dominante que Colombia es plurietnica y multicultural, y que esa multitud de personas conformadas por afrocolombianos, indígenas, estudiantes, centrales obreras, maestros, deportistas, artistas y todo tipo de expresiones ciudadanas, no se sienten representadas por las políticas de gobierno y exigen una transformación estructural del estado colombiano; un vuelco hacia una nación que condene cualquier tipo de expresión fascista, que asuma con responsabilidad la construcción de la Paz y que garantice el estado social de derecho.
Terrorismo de Estado en lugar de respuesta a las demandas ciudadanas
No obstante desde el 28 de Abril del presente año, día que se retomaron las manifestaciones ciudadanas, la respuesta del gobierno -al mejor estilo de las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado- ha sido opresiva y criminal. El estado de opinión, establecido por medios de información tradicionales, acríticos y serviles a los intereses del gobierno de turno, reproducen masivamente los delirios del partido de gobierno en cabeza del expresidente Álvaro Uribe Vélez con el fin de enlodar de terrorismo y vandalismo al ejercicio legitimo de la protesta de un pueblo que no soporta más desgobierno. Esta doctrina tan propia del fascismo que se esmera por señalar al que piensa diferente como el enemigo, es la responsable del estado de sitio en las calles de un país que recibe balas en lugar de respuestas.
A un mes de paro nacional, con la participación de decenas de sectores sociales en las actividades de manifestación, se han visto todo tipo de violaciones de lo derechos humanos; miembros de la policía nacional que no portan su identificativo en los operativos, cortes de energía, de internet y censura para la transmisión “en vivo” y ataques a la misión médica, a la prensa y a los organismo de derechos humanos evidencian la incapacidad de la fuerza pública para operar de acuerdo a los principios que los constituye como garantes del orden constitucional. Colombia, en medio de una cruel militarización de sus calles, desdeña todo tipo de principio democrático al que se debe como nación y viola sistemáticamente los protocolos internacionales. Según cifras de Temblores ONG, desde el 28 de abril del presente año 43 homicidios se han perpetrado por la fuerza pública, 548 personas desaparecidas y 22 victimas de violencia sexual por parte de los uniformados; una de ellas, tras publicar en sus redes sociales los vejámenes a los que fue expuesta, decidió quitarse la vida.
Pese a la negativa de las autoridades colombianas en reconocer los crímenes de lesa humanidad cometidos por su fuerza pública, todos los días vemos contenido gráfico que le muestra al mundo el régimen de terror en el que hoy se desenvuelven los días en Colombia; hay registros claros del abuso de la fuerza pública golpeando con sevicia a manifestantes, realizando disparos horizontales de gases lacrimógenos en lugar de cumplir la normativa de disparo parabólico, improvisando centros de detención ilegal con denuncias constantes de tortura, utilizando planteles educativos para el abastecimiento de armamento militar y ofreciendo un trato vilipendio hacia los ciudadanos que deberían proteger. Nos enfrentamos a la cara más criminal del estado, la que durante años ha menospreciado las justas exigencias de su pueblo y que han edificado una dictadura soslayada sobre la fosa común donde reposan los sueños, que germinan en las calles con bailes y batucadas, con la alegría de las juventudes y los colores que en murales celebran la vida e imploran por esperanza.
“Cuando se pueda andar por las aldeas
y los pueblos sin ángel de la guarda.
Cuando sean más claros los caminos
y brillen más las vidas que las armas…
…Solo en aquella hora
Podrá el hombre decir que tiene patria”
Carlos Castro Saavedra
Sin embargo las expresiones heterogéneas no tienen lugar en la mente obtusa de quienes ostentan el poder, cuya noción de estado se reduce al pensamiento homogéneo, al nepotismo, al privilegio de clase aporofóbico y racista; que se materializa en la validación ideológica del exterminio como valor democrático y que permite, con la venia de la fuerza publica, el accionar paramilitar de quienes por encima de todo derecho fundamental y de manera maniqueista no toleran una expresión divergente que ponga en jaque sus privilegios, los mismos que han convertido a Colombia en el segundo país más desigual de América Latina, con el 51% de los ingresos en manos del 1% de la población (índice ginni=51,3 según datos del Banco Mundial para el 2019).
Paramilitares y policía, juntos en la represión [y cadáveres flotando en los ríos]
Siendo así las cosas, las manifestaciones en Colombia discurren en un ambiente enrarecido de represión estatal y hostigamiento de civiles armados que operan junto a la fuerza pública, como lo denuncia el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) en los hechos ocurridos el 9 de mayo donde civiles con armas de corto y mediano alcance dispararon contra la minga indígena que se celebraba en la ciudad de Cali, mientras el presidente de la nación les pedía que “regresaran a sus resguardos”. El mundo ha sido testigo de la violación fragante y sistemática de los derechos humanos, desde oficiales de la policía vestidos de civil disparando contra los manifestantes, pasando por las retenciones arbitrarias que terminan con cadáveres flotando en los ríos o a orillas de carretera, hasta el cruel asesinato del universitario Lucas Villa a quien 8 impactos de bala, hasta ahora impunes, le arrebataron la vida en el puente más importante de la ciudad de Pereira.
El régimen de Duque rechaza diálogo, desmilitarización, y observación internacional
Ad portas de iniciar el segundo mes de movilizaciones, las calles de Colombia siguen aglutinando, entre virus y balas, las exigencias de un pueblo que no tolera más miseria; frente a un gobierno que lejos de mostrar luces de concertación, está empecinado en la producción de terror como estrategia de desmovilización. Por el momento el establecimiento niega la desmilitarización de las ciudades para iniciar el diálogo e impide la veeduría internacional de la Comisión Interamericana de Derechos Humano (CIDH); mientras tanto el pliego de emergencia que contempla aspectos primordiales como renta básica, salud, empleo, educación y desarrollo agropecuario, permanece acorralado entre gases y aturdidoras a la espera de que el presidente de turno recuerde sus obligaciones constitucionales. El gobierno que tuvo la oportunidad de gestar la paz, eligió devolvernos a la guerra.