Twitter y la libertad
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Soy partidario de la suspensión de Twitter al actual ocupante de la Casa Blanca, en unos días expresidente. Debería, en mi opinión, pasar de temporal a indefinida. Lo afirmo con mi devoción por la libertad de pensamiento y expresión intacta; sin sentimiento de culpa. Y luego de lo ocurrido el 6 de Enero de 2021, lo afirmo sin la menor duda.
Estado de Derecho y Orden Democrático
Una cosa es libertad de expresión y otra es incitación al crimen y exposición malévola de la gente al peligro.
Estados Unidos tiene un régimen de leyes y un orden democrático, un Estado de Derecho, con amplias libertades y reglas para resolver disputas políticas. Sin ese orden democrático se marcha al caos en el que hay ganancia de pescadores para los demagogos, quienes, tras acabar con el orden, proceden a desmantelar la democracia.
“¡Fuego!”
La regulación del derecho humano a la libre expresión dentro de un Estado de Derecho es legítima, y puede ser necesaria. Caben ciertos límites, aunque solo para condiciones extremas, en las que restringir su ejercicio bajo el ojo vigilante de la ley equivale a quitarle un arma a alguien dispuesto a usarla para asaltar y robar.
Dentro del respeto institucional a la libertad de expresión que existe en Estados Unidos, en el cual no se priva del derecho legal al discurso a grupos tan extremos como el Ku Klux Klan o los Proud Boys o la Nación Aria, es muy conocido que la libertad de expresión no incluye el derecho a gritar “¡fuego!”, o “¡incendio!” en un teatro lleno y a oscuras. En este caso, hay otros derechos a proteger, como el derecho a la vida de quienes son falsamente alarmados y podrían perecer en una estampida.
Esta limitación aplica directamente al caso del actual Presidente: el 6 de enero de 2021, su incitación a “¡vamos al Capitolio!” y “¡yo iré con ustedes!” [una mentira más] causó la muerte de cuatro personas dentro del edificio donde sesionan ambas cámaras del Congreso. Causó además parálisis institucional de la democracia. Forzado después por enormes presiones, el Presidente publicó un breve video, pidiendo a sus partidarios–quienes ya habían causado las muertes y destrozos mencionados anteriormente– a que “siguieran” “comportándose pacíficamente” y “regresaran a su hogar en paz”. “Los queremos mucho, ustedes son muy especiales”, “nos robaron, les robaron a ustedes, las elecciones”, continuó, atizando el fuego en medio del incendio.
El derecho a la insurrección
Esto es esencial: ante una dictadura los ciudadanos tienen el derecho, no solo de contravenir las regulaciones del régimen, sino a levantarse contra él en insurrección. Pero Estados Unidos es una democracia que, me adelanto a decir, es y será imperfecta siempre, siempre será defectuosa; en fin: será humana. Sin embargo, como toda democracia, la estadounidense crea caminos institucionales para resolver las desavenencias, para expresar las inconformidades, y buscar remedio a las injusticias. Todo sin que haya que recurrir al trágico expediente de la guerra.
Sublevarse, amotinarse contra ese orden democrático es dejar la civilización y buscar la barbarie, es explotar las frustraciones, legítimas o no, de un bando de la población para imponer la bota autoritaria sobre el resto. Eventualmente la bota pisa a ambas partes, y sepulta los reclamos de quienes se sirvió para ganar el poder. Es una historia tan vieja como la humanidad. Por tanto, restringir las acciones de quienes incitan a la insurrección contra el orden democrático, cuando este existe, como en Estados Unidos, no es en ninguna manera equivalente a las restricciones impuestas por una dictadura. Repito: ante una dictadura los ciudadanos tienen derecho a la insurrección. “El árbol de la libertad”, dijo Tomás Jefferson, “precisa ser renovado de tiempo en tiempo con la sangre de tiranos y patriotas”.
Un intento de golpe de estado
De hecho, lo ocurrido el 6 de enero de 2021 fue una sublevación, un amotinamiento contra el orden democrático, un intento burdo de golpe de estado, la continuación de una serie de maniobras golpistas contra la democracia. La intención de su incitador, el derrotado Presidente actual, fue siempre meridianamente clara. No hay necesidad de especular o adivinar: el Presidente quería que sus turbas, agitadas hasta el éxtasis por él mismo y su clan íntimo (entre ellos su hijo homónimo y su abogado, el tristemente célebre Giuliani) intimidaran a los miembros del Congreso hasta obligarlos a violar la Constitución y no cumplir con la certificación ceremonial del voto del Colegio Electoral, último paso del proceso en que se elige un nuevo presidente.
Es más, el líder derrotado había pedido en público a su leal vice Presidente (quien en la ceremonia coordina la sesión conjunta del Congreso) a que –contrario a lo que dice de modo expreso la Constitución– detuviera el acto y enviara los afidávits que contenían los resultados electorales de regreso a sus estados de procedencia, donde estos, según afirmaba el Presidente, serían revisados a su favor.
Construcción ficticia. Absolutamente fuera de la ley, y de la realidad. Quizás sean los delirios de un megalómano desquiciado, de un rey insano; quizás la maniobra fría de un manipulador acostumbrado a un hábitat distinto, el de los negocios privados. Sea como fuese, la intención y las maniobras resultantes constituyen un intento de subversión de la voluntad de los votantes, un plan para imponer desde el poder la reelección inconstitucional del actual Presidente. En suma, un intento de golpe de Estado.
El dilema de Twitter
La decisión que tome Twitter, en un sentido u otro, seguramente será debatida, como corresponde en una sociedad libre. Resumo a continuación el dilema que enfrenta la plataforma de comunicación, si es que a estas alturas se puede considerar su situación como un dilema: La democracia no debe suicidarse; no debe convertirse en autoritarismo por miedo, pero tampoco debe tolerar que la asesinen.
Desde esa perspectiva, no resta ambigüedad en el camino que debe seguirse. No estamos, de ninguna manera, en un clima social de autoritarismo por miedo. Nunca ha existido en Estados Unidos tanta expresión libre, y el propio Twitter ha permitido, y se ha lucrado, del grueso trasiego de odio y mentiras, de xenofobia, racismo, intimidación y amenazas del actual Presidente [¡son 88.5 millones sus seguidores en la plataforma!]. Y ha quedado demostrado más allá de cualquier duda razonable que su objetivo, y el de su movimiento, es la extinción de la democracia, que arrastraría al abismo a la propia libertad de expresión que con gran eficacia el líder ha usado de instrumento contundente contra las instituciones liberal-democráticas.
Por eso, la protección de la libertad de todos requiere que se restrinja a quien hasta el 20 de Enero de 2021 es Presidente de Estados Unidos. Requiere también que se le haga responsable ante la ley por los daños causados, y por los numerosos crímenes que cortes y jueces ya investigan. Este es otro tema delicado, por supuesto, porque en la tradición liberal-democrática se ve mal que un líder saliente sea sentado en el banquillo de los acusados. Para muchos, enturbia la transición de poder. Sin embargo, hay una consideración de peso que se me hace insoslayable: en Estados Unidos el discurso oficial es que “somos un país de leyes, no de hombres, y nadie, ni siquiera el Presidente, está por encima de la ley”. Esto es lo que está en juego. No es poco. Más bien, es todo.