Una sospechosa le cuenta a sus lectores

Se necesitan al menos una llamada de atención y dos deslumbramientos para que nos acerquemos a la obra de cualquier poeta y adentrarnos así en su mundo poético, por lo que mis primeras lecturas de poesía no me influyeron especialmente, esto es, el Vallejo más político, algunos contemporáneos y partes de León Felipe, pues, con toda probabilidad, mi mente estaba más preparada para recibir la prosa que se había apropiado de la poesía, antes que a esta directamente (a excepción de la de mi padre).

La poesía entró tardíamente, pero con toda rotundidad. Y, sin embargo, a posteriori, veo que mi forma de valorar su influencia se mide por los años que pasa un poemario en mi mesita de noche. Y digo bien, años, y no meses, porque los libros de poesía que más disfruto los leo a cuentagotas, y luego los releo infinitas veces. Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, de Yves Bonnefoy en edición bilingüe, estuvo diez años en diferentes mesitas de noche. La lentitud al leer un libro situado al alcance de mi mano hace que esa lectura cale de la misma forma lenta pero inexorable.

©Irene Rus_flores

Los diarios de Susanna Moodie, de Margaret Atwood, fue otro de los que se quedaron largos años a mi lado cuando apenas me atrevía a doblar la esquina de la página para indicarle a la futura lectora que yo iba a ser que se tomara especial interés en algunos versos, pero el ejemplar quedó gastado de tanto uso y ese tacto me devuelve el recuerdo de las primeras lecturas, un poemario acerca de los diarios de una pionera canadiense donde el yo lírico, que Atwood relaciona con Susana Moodie, da cuenta de su extrañamiento y su soledad, y que me ayudó a completar mi Tsunami.

El libro más longevo estuvo quince años sobre el nochero, El puente que cruza la luna de Tess Gallagher, escrito por su autora tras la muerte de su marido, el escritor Raymond Carver —libro que todavía hoy busco con sobresalto cada vez que me mudo de piso y que solo tras encontrar respiro aliviada—, y eso a pesar de saber que, al editor, amigo mío, le quedan todavía restos de la edición. Sin embargo, mi ejemplar, señalado, con las páginas dobladas, subrayado y retraducido en algunas partes, resulta único, pues me habla además del tiempo en que lo estuve leyendo —todas esas páginas dobladas, esas señalizaciones, comentarios y notas al margen me susurran la forma de afrontar la edad que tuve cuando los leía, formando y visualizando partes de mi vida—. Ese ejemplar me habla sobre todo del tiempo de mis preferencias.

Otro tanto ocurrió con una edición hecha por Sexifirmo de Rejas del lenguaje, de Paul Celan. Este era un librito amarillo y gastado pero que apenas acabé tocando porque no era de mi propiedad, y lo mismo sucedió con la poesía reunida de Alejandra Pizarnik, esta vez comentado, subrayado y con las páginas que doblé ayudándome a volver a ellas transcurrido el tiempo, para intentar recrear la primera sensación de estremecimiento tenido ante este o aquel poema.

Pero la forma en que un libro nos influye más hondamente es el de la traducción. El primer libro de Sharon Olds, que traduje en colaboración con mi marido Ricardo Cano Gaviria fue Satán dice, e introdujo en España a la poeta norteamericana. Una traducción que me habla tanto de la autora como de nuestra predilección por una palabra antes que por otra, por un fraseo a la hora de traducir, por un modo de decir el poema, un libro cuya influencia está clara en mi trilogía, especialmente la de los poemas familiares.

©Irene Rus_dos mil veinte

Asimismo Djuna Barnes, reunida una buena parte de su poesía por primera vez en libro, una novedad mundial ya que ni siquiera existía una edición en inglés, y traducida en colaboración con Osías Stutman, nos mantuvo a ambos centrados en Barnes —como a polillas atraídas por la luz de una bombilla— y dejó el poso de un escepticismo en mi propia obra, pero también la idea de la compasión hacia otras mujeres, que Barnes llama «repulsivas» en un intento irónico, casi se diría que sarcástico, de llamar la atención del lector sobre aquellas sobre las que la desgracia de la vida se ha cebado en particular.

Otra traducción me indica la forma aparentemente inocua de introducir el horror cerval y político de una Carolyn Forché, hasta que el estallido de ese horror cala de lleno en nuestra sensibilidad. Y otra traducción más me introduce en la imaginación visionaria de una Linda Pastan que, desde una conveniente altura, ve su vida pasada y futura con su especial mirada de pitonisa y mujer sabia.

Del mismo modo la descripción pormenorizada y siempre en busca de la palabra precisa caló en mi forma de escribir, así como el final abierto de sus poemas, un volumen que recogía la obra publicada en vida de Elizabeth Bishop, y que en este caso solo ayudé a corregir. Todos ellos libros que publicamos en Ediciones Igitur, todos ellos libros que nos explican y nos completan porque nos señalan nuestra trayectoria y lo que buscábamos en cada poeta y en cada momento, aún sin saber que lo buscábamos, y descubriéndolo sólo al encontrarlo. Libros que nos traducen a nosotros de la misma forma que nosotros los tradujimos a ellos, y que dicen tanto de nosotros como nosotros escribimos en sus páginas. Son y serán para siempre la parte de nuestra alma que dejamos atrás y que alguien encontrará un día —o no— (¡qué gran error el que los libros de las bibliotecas sean impolutos y vírgenes!) mientras lea nuestras indicaciones como si les diésemos clases al oído, como si detrás del autor se escuchara asimismo el eco de nuestras intervenciones y preferencias de lector. Ejemplares vivos.

Del mismo modo que necesitamos dos deslumbramientos para acercarnos a la obra de cualquier poeta, necesitamos dos lecturas completas para enterarnos de por dónde van nuestras preferencias, de qué es lo que perseguíamos al llegar a la obra de un autor, nuestro deslumbramiento en primer término y nuestros comentarios después acerca de los poemas que tanto nos hicieron vibrar. Esos ejemplares se transforman entonces no solo en un encuentro con el autor, sino en un reencuentro con nuestra propia sombra.

La soñadora

Cae la noche, en oscurecidas formas que parecen
Tantear, con misteriosos dedos hacia la ventana –luego–
Descansan en el dormir, envolviéndome, como un sueño
Fe mía —¡que yo pueda despertar!
Y gotea la lluvia con el mismo triste, insistente ritmo.
Temblando a través del vidrio, inclinándose lacrimosa,
Y suave golpetea, como pequeños pies temerosos.
Fe mía —¡qué tiempo este!
El plumoso fresno aletea; allí sobre el vidrio,
El fuego moribundo lanza un parpadeante rayo fantasmal,
Y luego se cierra la noche y la lluvia que cae suave
Fe mía —¡qué oscuridad!

Djuna Barnes

Los hijos de los ilegales

En las apacibles laderas de los montes
juegan la motita de una niña y la de un niño
solas, y junto a ellas, la motita de una casa.
El ojo suspendido del sol
parpadea indiferente, y entonces vadean
gigantescas olas de luz y sombra.
Una inquieta mancha amarilla, un cachorro,
los vigila. Las nubes se están acumulando;
una tormenta se acumula tras la casa.
Los niños juegan a cavar agujeros.
El suelo es duro: intentan utilizar
una de las herramientas del padre,
un azadón con el mango roto
que apenas logran sostener entre los dos.
Cae con estruendo. Su risa esparce
resplandores en el cumulonimbo,
débiles chispazos de indagación
dirigidos como el ladrido del cachorro.
Y para su pequeña y soluble
arca indemne,
la aparente respuesta de la lluvia
consiste en una ecolalia,
y la voz de la Madre, fea como el demonio,
sigue llamándolos para que vuelvan a casa.
Niños, el umbral de la tormenta
se ha deslizado bajo vuestros zapatos enlodados,
mojados y cautivos, permanecéis entre
las mansiones de donde podríais elegir
una más grande que la vuestra,
cuya legitimidad perdura.
Sus documentos empapados preservan
vuestros derechos en cuartos anegados por la lluvia.

Elizabeth Bishop

Sueño y sustento

El aliento nocturno es tu sábana,
la tiniebla se acuesta a tu lado.
Los tobillos te roza, las sienes;
te despierta a la vida y al sueño,
te rastrea en el verbo,
en el deseo, en las ideas,
duerme con cada una de ellas
y te atrae con halagos.
Te peina la sal de las pestañas,
te la sirve a la mesa,
les escucha a tus horas la arena
y la pone a tu alcance.
Y aquello que era cuando rosa era,
sombra y agua, te lo escancia.

Paul Celan

Rosa Lentini
Rosa Lentini (Barcelona, 1957). Poeta, traductora, y editora de Ediciones Igitur, en compañía del escritor colombiano Ricardo Cano Gaviria. Miembro fundador de las revistas Asimetría (1986-1988) y Hora de Poesía (1979-1995), de la que fue también directora. En esta última tradujo a numerosos autores y realizó varias antologías poéticas. Ha traducido los libros Siete poetas norteamericanas actuales (en colaboración con Susan Schreibman, 1991 y 1992), El ladrón de Talan, de Pierre Reverdy (1997) y, en colaboración con Cano Gaviria, Satán dice, de Sharon Olds. Asimismo, ha traducido autores como Giuseppe Ungaretti, Joan Perucho, Rosa Leveroni, Adrienne Rich y Djuna Barnes, entre otros. Su obra poética incluye los títulos de poesía La noche es una voz soñada (1994), Cuaderno de Egipto (2000), Intermedio (2001), El sur hacia mí (2001), Las cuatro rosas (2002), El veneno y la piedra (2005), Transparencias (2006), y Tuvimos (2013), Hermosa nada (2019) y Fuera del día (2022). | + posts

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