Una tragedia en Navidad
Ángel se despertó con el rugido ensordecedor de mil leones bajo sus pies, miró a su alrededor y vio los muebles bamboleándose sobre las olas; los espejos se mecían como palmeras y la lámpara se balanceaba como trapecista. “Terremoto”, le gritó a Raquel, que seguía durmiendo plácidamente, y saltó de la cama como lince. En calzoncillos salió de su habitación y corrió por el pasillo hasta la habitación de Fernanda. Quiso abrir la puerta, pero ésta se resistió. La empujó con el hombro, pero la puerta no cedió. Siguió intentándolo mientras seguía el cataclismo sin parar. Los cristales de las ventanas caían destrozados, las paredes empezaron a cuartearse y las vigas se partían sin remedio. Ángel sintió la tierra estremeciéndose bajo sus pies, sintió el techo derrumbarse sobre su cabeza y llamó a gritos a Raquel y a Fernanda. Por lo que le pareció horas enteras, la ciudad se estremeció con violencia. Intentó caminar tratando de mantenerse en pie, desafiando como equilibrista las ondulaciones del suelo, pero caía al tropezar con los objetos que se le tiraban encima con una energía endemoniada. Volvió a su habitación, pero lo que encontró no se parecía en nada a su cuarto. Todo era un estropicio de escombros: una viga maestra había cedido ante las ondulaciones y había caído sobre la cama, una capa espesa de polvo lo cubría todo y era imposible caminar. Ángel llamó con gritos cada vez más desesperados a Raquel, pero no obtuvo respuesta. Empezó a escarbar sobre lo que había sido su cama, en el lugar donde pensaba que había estado su lecho, pero todo parecía una labor inútil. Sus pies y manos sangraban, pero Angel no sentía dolor alguno, solo la terrible angustia de no tener respuesta de Raquel. Volvió a salir al pasillo, caminó hasta la habitación de Fernanda y empujó la puerta con desesperación. Esta vez la puerta cedió y logró abrirla un poco, lo suficiente para meter la cabeza y mirar en la oscuridad reinante una escena parecida a la de su habitación. En la penumbra pudo reconocer el tocador de Fernanda con el espejo roto. Más allá estaba la cómoda y, caído de bruces, el librero donde se combinaban hasta esa noche los animales de peluche con los libros juveniles que Fernanda leía últimamente. Ángel pasó por encima de la ropa que se había salido del armario como escapando de una desgracia, y llegó hasta donde estaba la cama. Una plancha de repello cubría casi todo el colchón, y las molduras del techo descansaban en el suelo. Fue quitando con las manos el cemento como un arqueólogo quita las capas de tierra que cubren las antiguas ruinas. Al cabo de un tiempo sintió algo blando, una superficie suave que su memoria le dijo era el cuerpo de Fernanda, y con cuidado fue removiendo las piedras que lo oprimían, las tablas del cielo raso, las tejas que ahora se mezclaban con la tierra. Finalmente logró liberar el cuerpo y con sumo cuidado lo cargó en brazos y lo llevó a lo que en un tiempo había servido de sala. Regresó a su cuarto y repitió la operación hasta encontrar el cuerpo de su esposa. Lo colocó junto al de Fernanda y se sentó a su lado.
Ángel no sabe cuánto tiempo transcurrió hasta que pensó en asomarse a la calle y vio incrédulo el cielo enrojecido, vio los pórticos y las ventanas gesticular muecas grotescas, vio las escaleras retorcidas como resorte de mortero y las acequias rotas, los muros de las casas caídos y muchos de los techos por los suelos. El calor era sofocante y en ese momento la tierra volvió a temblar. Ángel quiso regresar a la sala mas cayó de bruces. Se levantó, pero no había dado dos pasos cuando se desplomó de frente partiéndose el pómulo derecho y el labio, y se quedó tumbado en el suelo, vencido por la fuerza irremediable que lo sacudía como hojarasca en un vendaval de invierno. En esa posición Ángel oyó con todo el cuerpo el rugido profundo que parecía llegar desde las entrañas recónditas de la tierra, desde sus insondables abismos tectónicos, desde el mero centro del universo. Era el fin de la ciudad, el día de los días que finalmente había llegado como tenía que llegar, como estaba anunciado desde el principio del mundo. Era la hora en que todo quedaba a un lado y lo único que contaba era la muerte, la destrucción total, la catástrofe.
Cuando hubo pasado el ruido Ángel se incorporó de nuevo, y decidió salir en busca de una funeraria o algún tipo de ayuda. Pensó en dirigirse a La Católica y la Auxiliadora. Salió a la calle y empezó a caminar. Por todos lados había gente muerta, atrapada entre los escombros, y se oían gritos de dolor y llanto. Ángel ayudó a un hombre a liberar su pierna de un poste de luz, sacó a una niña de debajo una mesa, milagrosamente sana, colaboró con todos los que le pedían ayuda, pero muchos estaban mortalmente heridos. Por todos lados había edificios desplomados que mostraban sus intestinos de hierro y cemento. Las calles partidas en dos dejaban expuestas sus entrañas de piedra y asfalto, sus venas de cobre y sus nervios de alambre, sus enormes músculos de acero y sus órganos que se desangraban sin parar. La marquesina del almacén Carlos Cardenal se desplomó entera en segundos y aplastó a Concha Lacayo, que dormía plácidamente con sus cuatro chavalos, protegidos por la misma canasta en que acarreaba las naranjas que vendía por las calles. Los enormes rótulos luminosos de la Avenida Roosevelt se desprendieron de sus cornisas y se pulverizaron en el suelo. Ángel sintió que no había nada que hacer, que sólo podía cerrar los ojos y dejarse llevar de la mano, abandonarse a aquel orgasmo infinito de la urbe entera en un paroxismo de amor. Era el 23 de diciembre, pero, en lugar de villancicos, por todos lados surgían gritos de horror, el aire se llenó de llantos y un solo gemido eterno se impuso al estruendo de los derrumbes, a los cataclismos de los balcones y a la muerte de las paredes.
Ángel llegó a la calle El Triunfo y empezó a caminar hacia el parque de la Candelaria. Por todos lados había destrucción y fuego. Vio el Parque Central totalmente destruido, el cine Salazar mostraba sus paredes desquebrajadas y la marquesina aún anunciaba una película con Enrique Guzmán y Silvia Pinal. La calle El Triunfo estaba irreconocible y tenía que hacer un gran esfuerzo para ubicarse. Cerca de la Catedral, donde un grupo de estudiantes hacía ayuno como parte de la campaña “Una Navidad sin presos políticos”, vio a una mujer muerta con los ojos abiertos aún abrazada a su hijo. Se unió a un grupo de jóvenes que desesperadamente ayudaba a una familia atrapada en su vivienda. Los frentes de las casas derruidos dejaban ver los interiores. Un comedor donde el día antes la familia planeaba su cena de Navidad, una sala donde verían televisión hasta la hora de acostarse. Los pisos de los edificios, ahora aplastados como acordeones, atrapaban a familias enteras en sus piyamas y ropa interior. Por todos lados había incendios, se oían sirenas, se escuchaban gritos y llantos. Trató de orientarse, pero era imposible. Recordó que Rebeca vivía cerca del parque Candelaria, pero no estaba seguro en qué calle, ya que era difícil reconocer las esquinas. Pensó en su hermano, que vivía cerca del Estadio Nacional, en su amigo Róger, que vivía en la 27 de mayo, o en tantos otros cuyas direcciones se le confundían. ¿Qué hacer? Decidió seguir en dirección al parque. Necesitaba encontrar una funeraria.
Ángel siguió avanzando con dificultad, pero con determinación. La panadería La Hormiga de Oro estaba irreconocible. Los edificios se derrumban a su paso, las grandes llamas parecían elevarse hasta el cielo, y el humo y el polvo hacían difícil respirar. Ángel sacó de su bolsillo un pañuelo y se lo amarró tapándose la nariz. Le ardían los ojos y las manos le sangraban de tanto remover escombros y quitar piedras. En medio del caos, la ciudad estaba irreconocible, era difícil saber dónde se encontraba. Sabía que, si seguía avanzando por la calle El Triunfo en línea recta, debía llegar al parque Candelaria, pero todos los puntos de referencia habían desaparecido. Ángel continuó caminando. A menudo se paraba a ayudar a personas que se lo pedían, pero después de unas horas se dio cuenta que era imposible, que nunca llegaría a su destino si continuaba de esa forma. Entonces empezó a ignorar a la gente que avanzaba a grandes zancadas, pasaba por encima de los cadáveres que estaban en el suelo. Empujó a un hombre quien agarrado de su brazo le pedía que le ayudara a buscar a su familia. El mundo se había vuelto loco y cada uno estaba tratando de salvar su propio pellejo. Las construcciones de taquezal se habían derrumbado y nubes de polvo se levantaban por doquier haciendo difícil respirar. Ángel recogió un madero para usarlo como báculo y siguió caminando, abriéndose paso a cómo podía hasta llegar al parque Candelaria. La escena que encontró era espeluznante. Había cantidad de heridos por todos lados, familias enteras sentadas en los sardineles, llorando, pidiendo ayuda, gritando los nombres de sus familiares desaparecidos. Él empezó buscar algún rostro conocido, pero la oscuridad era casi total y era imposible distinguir las caras de las personas. Buscaba a algún amigo, pero quería encontrar el rostro de Raquel o de Fernanda. Empezó a gritar sus nombres hasta que se dio cuenta que era uno más de esa multitud que gritaba desesperadamente, de la multitud que lloraba e imploraba misericordia a Dios, y también tuvo deseos de llorar. Se sentó en una banca y se dio rienda suelta a su dolor.
En ese estado deplorable se encontraba Ángel cuando se apareció Juancho, se sentó a su lado y lo abrazó con fuerza.
-Estamos vivos pipito, -le decía mostrando su sonrisa ancha y dándole besos, le vi los ojos a la muerte. Estoy vivo de milagro.
Ángel lo abrazó y lo tocó los brazos y la cara para cerciorarse de que en realidad estaba vivo.
-¿Has visto a alguien conocido? -le preguntó con ansiedad.
-No he visto a nadie, -contestó Juancho-, Managua está llena de fantasmas.
Juancho era alto y fuerte, tenía las manos grandes y la cara de un niño con barba. Siempre se reía con soltura mostrando sus dientes manchados de nicotina. Era generoso con todos, especialmente con los viejos y los niños, pero le indignaba la injusticia y cuando se enojaba podía perder el control y ser muy violento.
-¿Cómo está tu casa? -le preguntó Ángel.
-Destruida. ¿Y la tuya?
-También.
-¿Y tus mujeres?
Ángel lo miró con desolación y Juancho lo abrazó.
Al cabo de unos minutos ambos se pusieron de pie y empezaron a caminar abriéndose paso entre la multitud. Cruzaron el parque, donde se había concentrado más y más gente a medida que avanzaba la madrugada. Luego se fueron caminando por el Paseo Xolotlán, bordeando el lago, salvando los escombros y los derrumbes que encontraban a su paso. Muchas familias se habían instalado ya en la calle, con sus asientos y sus mecedoras. Algunas habían logrado rescatar una cuna para el bebé, un colchón donde los niños se apretujaban para calentarse en el sereno de la madrugada, un fogón donde empezaban a calentar agua para el café. La vida volvía a imponer su ritmo y sus necesidades. Entraban en los callejones y ayudaban a las personas que podían. Vieron cadáveres irreconocibles, gente mutilada que lloraba a gritos. Ayudaron a algunos, pero ignoraron a la mayoría. No se podía hacer más.
Cuando llegaron a la Casa del Águila, no podían creer lo que veían. El imponente edificio neoclásico estaba totalmente destruido, las torres, las escalinatas, el frontispicio, todo era escombros. Había una veintena de personas en la amplia avenida, algunas heridas y otros organizando las pocas pertenencias que habían podido salvar. Uno o dos volvieron a mirar a Ángel y Juancho, pero pronto regresaron a sus labores. Al llegar frente al lago se dieron por vencidos y se sentaron en el suelo a descansar. Juancho sacó una botella de su mochila y tomó un trago largo. Quedó viendo el líquido blanco que sobraba en la botella y se la pasó a Ángel.
-Descansemos unos minutos y seguimos, -le dijo.
En el momento del terremoto, muchas parejas se divertían en los restaurantes y clubes de la capital. La ciudad todavía festejaba el XX torneo de béisbol aficionado en que Nicaragua había ganado en un partido inolvidable contra la selección de Cuba. Por ser viernes 22 de diciembre, había una fiesta muy concurrida en el Club Managua. El Club Terraza también tenía fiesta a la que asistían los empresarios y banqueros del país. El Jardín Central estaba lleno de periodistas y abogados que celebraban tomando cervezas Victoria y tragos de ron Flor de Caña. El Dragón de Oro todavía estaba sirviendo grandes platos de chop suey, y el Lacmiel sus famosos sándwiches y batidos de chocolate y vainilla.
-Se acabó el pereque, gritó el renco Chamorro que estaba bailando en el Plaza, segundos antes que la enorme lámpara de hierro forjado le cayera encima. Se lo contó a Ángel semanas después la Marlene Sandino, que en ese momento bailaba a escasos dos metros del renco.
-Yo me salvé de milagro, -le dijo mucho tiempo después.
-Todos nos salvamos de milagro, -le contestó Ángel, los que nos salvamos.
Los Galos daban un concierto en el Night Club Versalles, con la actuación especial de Vicky Riquelme y Marie Adamo en el Teatro Tropical. Como la entrada costaba cinco córdobas y Los Galos gozaban de gran popularidad, el teatro estaba totalmente lleno.
La ciudad entera estaba destruida, no había servicios básicos, ni agua, ni luz, ni transporte. Los bomberos no se daban abasto con los incendios, y ya empezaban los saqueos en tiendas y establecimientos comerciales.
-Regresemos a mi casa, -le dijo Ángel a Juancho, ahí es donde están Raquel y Fernanda.
En el camino de vuelta, Ángel trató de conseguir ayuda, pero en cada casa había muertos y cada uno trataba de enterrarlos a como podían. El edificio de la Cruz Roja estaba destruido y las ambulancias habían quedado atrapadas en el estacionamiento. Intentó conseguir un ataúd, pero las agencias funerarias estaban en llamas o habían sido saqueadas. Se acercó al hospital Bautista, pero el espectáculo era desolador. Había heridos en los pasillos, en el recibidor, y hasta en el estacionamiento. Las personas con las que trató de hablar no supieron darle respuesta. Todas estaban ocupadas y nadie podría ayudarle. Siguieron caminando por la calle Colón hasta llegar a la funeraria. El edificio estaba muy dañado, pero no totalmente destruido. Ángel vio gente que salía con ataúdes y entró al recinto. Encontró un féretro para adultos y le pidió a Juancho que lo cuidara. Buscó uno para niños, pero no lo encontró.
-Con uno nos las arreglamos y enterramos a las dos por ahora, -le dijo, y lo cargaron en hombros.
Al llegar a casa, Ángel se deshizo en llanto. Su amada esposa y su linda hija yacían muertas en la sala, cubiertas de polvo, irreconocibles. Juancho lo hizo sentarse en una silla y se ocupó de limpiar los cuerpos un poco. Los cubrió con una cortina y entre los dos los metieron en el ataúd. El resto de la madrugada lo pasaron velando los cuerpos de su esposa y de su hija hasta que salió el sol.
Con la luz del amanecer, Ángel y Juancho pudieron ver mejor la inmensidad de la tragedia. La casa estaba totalmente destruida, irreconocible, y con enorme dificultad pudieron localizar el cuarto de las herramientas, donde encontraron una pica y una pala. Ocuparon la mayor parte de la mañana en cavar una fosa, no muy profunda pero lo suficientemente amplia para el ataúd. Con piedras del jardín, Ángel marcó la tumba pensando que sería algo provisional, hasta que lograra contratar un servicio fúnebre para darles la sepultura digna que se merecían.
Ángel juntó algunas cosas, dos camisas, algo de comer que pudo encontrar en la cocina, se puso un sombrero que le había regalado Raquel en su último aniversario de boda y salió a la calle.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Juancho.
-Voy a ir a buscar ayuda, espero que Granada no haya sufrido muchos daños. Allá tengo familia. ¿Y vos?
-Yo voy a regresar a mi casa, recoger algunas cosas y salir hacia León. Tengo familia en Mateare.
Aunque los vidrios de las ventanas estaban rotos, Ángel echó llave a la puerta y empezó a caminar. Se fue por la Avenida Bolívar, ocupada por familias a ambos lados de la calle que trataban de salvar algunas cosas de sus casas derruidas. Hombres que cargaban muebles, mujeres que se ocupaban de los enseres de cocina, niños sentados en la acera con algún juguete en la mano. La cárcel de El Hormiguero se había venido abajo matando a muchos de los prisioneros. Al llegar a la Avenida del Ejército, dobló a la derecha. El caos era total. El edificio del cuerpo de bomberos se había venido abajo y las dieciséis cisternas con las que contaba estaban inservibles. El Estadio Nacional tenía algunos daños visibles y sólo la estatua ecuestre del viejo dictador seguía en pie, aunque el caballo tenía una pata quebrada. Algunos carros trataban de abrirse camino entre la gente y los escombros. Otras personas cargaban muebles en camiones o camionetas de transporte. En el parque de Las Madres habían levantado algunas casas de campaña y los vecinos empezaban a organizarse. Dobló a la izquierda y subió hasta llegar a la laguna de Tiscapa. Desde ahí pudo ver la Casa Presidencial semiderruida. El Hospital Militar estaba en pie, pero algunas ventanas estaban fuera de quicio. Siguió bordeando la laguna y empezó a bajar hacia el sur. El edificio del Seguro Social estaba totalmente destruido. Enfiló por la carretera a Masaya, donde miles de personas y vehículos, en una fila interminable, abandonaban la ciudad destruida.