“Ya veis, pues, que tenía razón el poeta”
Alain Pallais
El autor es poeta y pintor.
“Ya veis, pues, que tenía razón el poeta” diría mi abuelo señalando el cielo, sacudiendo el índice al ritmo de su vejez, cuando percibía una relación directa entre un suceso de la vida real y algún poema que su memoria le traía. Luego, como contemplando el pasado a través de una espesa calina, aclararía que esa era una expresión que el padre Azarías H. Pallais usaba con frecuencia para referirse exclusivamente a Rubén Darío. Muchas veces me expresó su admiración por el discurso que el padre Azarías había ofrecido en el funeral de Darío. Sin embargo, muy poco se acordaba del discurso y resumía que el padre había resaltado, con profunda comprensión, la grandeza del vate y la belleza heterogénea de su obra. En diciembre del 2017 mi abuelo, Emilio Pallais, fallece en Los Ángeles, California, y me queda como herencia la curiosidad por los detalles del discurso.
El 23 de febrero del 2018, mientras revisaba la página de Facebook, me encontré con la siguiente publicación:
“Este discurso del Padre Pallais lo tuve guardado por más de 30 años, pero comprendo que no es mío, sino de la humanidad. “
La publicación data del 21 de febrero del 2018 y apareció en el muro del grupo literario UNIversos. Las palabras eran del señor Antonio Abelardo O’Connor y estaban acompañadas de ocho fotografías del documento que contiene el discurso y una más de la portada.
El mismo día que leí la publicación decidí contactar – sin conocer – al señor O’Connor por la mensajería del Facebook y, con la vergüenza al lado izquierdo y de manera muy amable, le pedí una copia del documento. Afortunadamente, respondió diciéndome que estaba dispuesto a compartir una copia, me dio su dirección postal y añadió: “pero hazme un favor, avísame el día y la hora en que vendrías, y me muestras tu cédula, comprende que es un tesoro invaluable y cualquiera puede hacerse pasar por familiar del Padre y hacer negocio con algo tan valioso, no es desconfianza es prudencia de preservar nuestros tesoros.” Le expliqué que sería difícil para mí cumplir con sus requisitos en ese momento, pues no resido en Nicaragua, ni poseo una cédula de identidad. Al mismo tiempo, fui más allá con mi atrevimiento y ofrecí cubrir todos los gastos implicados en el envío del documento por correo. El señor O’Connor respondió que con mucho gusto lo haría sin importar los gastos ni el tiempo que invertiría, pero, también me explica que padece de una condición médica que le impide salir sin compañía. Ante dicha situación otras soluciones aparecieron, sin embargo, ambos hicimos silencio.
Entre rosquillas rivenses, café y la humedad tropical, mi tía-abuela y mi tía María Elena, contaban sus anécdotas personales al recordar, con cariño y admiración, a mi abuelo. Del bolsillo saqué mi teléfono y, mientras mostraba un vídeo de mi abuelo recitando De otoño, entró un mensaje que en ese momento ignoré – no podía interrumpir un momento íntimo con los familiares que se harían cargo de las transacciones necesarias para guardar las reliquias de mi abuelo en el cementerio de su Managua natal. El mensaje tenía que esperar.
“Mira, este año, creo que en septiembre iré a Maryland, envíame tu dirección en EEUU y te envío de Maryland el escrito, te parece?”
El mensaje lo había enviado el señor O’Connor. Era febrero del 2019 y yo estaba en Managua. Le envié un mensaje preguntando si era posible visitarle el siguiente día. Dijo que sí y envió nuevamente su dirección.
La mañana del día siguiente una amiga poeta me ayudó a ubicar un banco, actualmente inexistente, que la dirección usaba como referencia. Después preguntar en el vecindario di con la casa del señor Antonio Abelardo O’Connor. Me esperaba en el porche, con un rostro serio y un amable tono de voz. Me invitó a sentarme y dijo que esperara mientras se iba al interior de su casa. Al regresar traía en sus manos una de las copias que él había guardado por tanto tiempo y que yo había deseado tener. Me la entregó y le mostré mi licencia de conducir como forma de identificación. Hablamos del motivo de mi viaje a Nicaragua, de su futuro viaje a Maryland, pero fue su historia, de cómo el documento había llegado a sus manos, la que consumió nuestra plática. Me dijo que aproximadamente en 1981, cuando él laboraba para el Ministerio de Educación, en una de sus visitas a Chinandega, se reunió con algunas amistades amantes de la poesía y, en esa noche, después que él declamara La Marcha Triunfal, el señor Orlando Zabala Canales leyó un texto que, para sorpresa y desconocido por los presentes, sería el discurso del padre Pallais. El señor O’Connor convenció al señor Zabala de llevarse prestado el documento a Managua donde le pediría a su secretaria que pasara el documento a formato digital. La joven hizo lo que el señor O’Connor ordenó, también creó una portada que adornó con una lira, e imprimió varias copias. El señor Zabala recuperó su documento sin revelar cómo llegó a sus manos inicialmente.
Discurso del padre Azarías H. Pallais en el funeral de Rubén Darío.
Señores:
¿Por ventura hemos podido desentrañar los tesoros de la luz? Mariposa de oro, rocío de diamante, lágrima de plata, espuma de nácar, pupila de fuego: topacio en el follaje y zafiro en la estrella, Jacinto en la chispa y esmeralda en la fronda: Nada tiene que ver la luz con el análisis. Puede la mirada escudriñar la penumbra y luchar brazo a brazo con la sombra, pero las aureolas son del numen: vírgenes desposadas con el desmayo –regiones inefables donde florece el éxtasis. ¿Recordáis? La invisible fragua de Vulcano; la zarza en llamas del monte Horeb: Venid, adoremos; porque Dios se ha manifestado, y he aquí que, nosotros los hombres, mitad tinieblas, mitad luz, para el resplandor tenemos la genuflexión, y para el relámpago la plegaria.
Con Rubén Darío nada tiene que ver el análisis. No veis que le ha sido dado el privilegio de las altísimas cumbres: un poder milagroso semejante al poder de la luz: virtud multicolora y multiforme de transformar la arcilla en piedras preciosas, de poblar los desiertos, y de sembrar la comedia de la vida en el silencio de las tumbas.
Los críticos, inteligencias medianas hechas para apreciar el valor concreto de los términos y el número común de los signos, nada entienden de la metamorfosis de la palabra: la palabra, perdiendo su cifra clásica y transformándose en una palabra viva por los siglos de los siglos. Allí, en esa vibración inmanente y creadora que centuplica los moldes de la expresión y sostiene la juventud eterna del lenguaje, de manera que ya no sea el decir en las manos del vidente, criatura torpe y rebelde de altiva cerviz, sino esclava humilde y sumisa, como el barro en manos del alfarero, allí reside, sin duda, el secreto de Homero, el talismán de Isaías, el amuleto cabalístico de los verdaderos príncipes. En Dante y en Shakespeare no hay palabras, sino almas: en una sonrisa, en una mueca, en una mirada, en un beso, en un rugido, las almas de los tiempos, las almas de las cosas y las almas de las almas, destacándose al conjunto del poeta, en el fondo sencillo del silencio, como relámpagos que se entrecruzan en el abismo.
Así procede la luz, santificando todas las cosas, desprendiendo vida de la muerte, y perfume de la corrupción: ¿qué es lo que hay en el cadáver? Miseria y podredumbre. ¡Os engañáis! Flota sobre los cadáveres, como una garantía de respeto y nobleza, la paz blanca del marfil. En las entrañas de la noche no vive la traición, sino el ébano tranquilo de las filosofías hondas y calladas. Y en la sangre que habla de ruinas, brilla la púrpura que habla de triunfos. Porque esa es la esencia de la luz, sacar fuerzas de flaquezas, y cantar en medio de las catástrofes el himno triunfal de la esperanza.
Y si hasta en las ruinas triunfa la luz, cómo serán sus triunfos en el triunfo: Cuando sale la espuma, con los cabellos sueltos en una concha tirada por cisnes, “la hija de Zeus, la inmortal dolosa, la de cien tronos, Afrodita Reina”, cuando, bajo los arcos de la Vía Sacra pasan las cuadrigas victoriosas; cuando sube al patíbulo de los esclavos, la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo…
¡Así es Darío, como la luz!
¿Queréis ébano? Oíd:
“… el alma simple de la bestia es pura”;
“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente”;
“Son formas del Enigma la paloma y el cuervo”;
“La muerte es la victoria de la progenie humana”;
“La pena de los dioses es no alcanzar la muerte”.
¿Queréis púrpura? ¿Y la Oda a Mitre, con los centauros de las metopas, y el cóndor, y las pampas, y la música de Quinto Horacio Flaco, y los exámetros (sic) de Homero, y el revuelo de la tempestad?
¿Queréis más púrpura? Y las evocaciones mágicas de “La Marcha Triunfal”. Roma-exultat victrix. Las energías del alma antigua cristalizadas en fórmula de cuadriga, se embriagan de apoteosis al compás solemne de las tubas heroicas. “Arma virunque cano” dice Virgilio. Ya no se dirá solamente Epiniquias de Píndaro, sino también Marcha triunfal de Darío.
Y en “La canción del oro” reina el topacio, mariposa amarilla de alas tembladoras: el oro de los crepúsculos, señor de la melancolía; el oro del oro, señor de la muerte; y el oro de la muerte, señor de la vida.
Y si queréis Jacinto, el color del vino en Homero y el color de la carne cuando la estremece la pasión, Darío por su soneto a Margarita Gauthier, se ha hecho digno de Anacreonte y de Meleagro, y puede departir amigablemente, bajo los mirtos de la Hellada, con el delicioso poeta de Dafnis y Cloe:
Hermano de Anacreonte, lo ha confirmado Grecia:
Sus niveles sacramentos en el culto del vino,
Bajo un dosel de mirtos risueños en Lutecia,
Despliégase la tienda nupcial del peregrino.
Sin duda habéis leído los versos estupendos de la satulación a Roosevelt, donde se siente el hondo temblor que cruza por las vértebras enormes de los Andes… ¿Estamos en el Sancta Sanctórum del poeta? Recojámonos, porque hemos llegado sin saber cómo, a la gruta encantada donde duerme, intensa y profunda, la esmeralda.
“¿Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción,
qué en donde pones la bala
el porvenir pones? –No–
Y pues contáis con todo,
os falta una cosa: ¡Dios!”
Y de la esmeralda podemos pasar al zafiro, como quien pasa de la esperanza a la nostalgia. En el seno de mi esperanza nace mi nostalgia.
“Oh, Señor Jesucristo, ¿por qué tardas? ¿qué esperas?
Para tender tu mano de luz sobre las fieras,
¡Y hacer brillar al sol tus divinas banderas!
Surge de pronto y vierte la esencia de la vida
Sobre tanta alma loca, triste y empedernida,
que amante de tinieblas, tu dulce aurora olvida.
Ven, Señor, para hacer la gloria de ti mismo:
Ven, con temblor de estrellas y horror de cataclismo;
Ven, a traer amor y paz sobre el abismo”.
En el topacio vibra la tentación, en el Jacinto palpita la lucha, en la esmeralda sonríe la esperanza, y en el zafiro duerme la nostalgia. ¿Dónde estará el reposo? La tentación y la lucha, la esperanza y la nostalgia en el equilibrio de un número. El eje central de las esferas. La divina síntesis: La Paz.
“El olímpico cisne de nieve”
No basta. Dadme unas blancuras más blancas. Poned claridades blancas de trigo, salmos blancos de hostia, electricidad blanca de agua que limpia iras y lujurias… y quinta esencia blanca de la misma blancura. Nada más blanco:
“Jesús incomparable, perdonador de injurias:
Óyeme, sembrador de trigo, dame el tierno
Pan de tus hostias, dame contra el sañudo infierno
Una gracia lustral de iras y lujurias”.
Nada más blanco.
Con Rubén Darío nada tiene que ver el análisis. ¿No veis que le ha sido dado un poder milagroso, semejante al poder de la luz?
Si los hombres balbucean como niños en el reino de la luz, ¿qué pasará en el reino de la armonía? Se dijera que la luz está por fuera y la armonía por dentro: que la luz es la armonía de lo visible y la armonía, la luz de lo invisible. Las cosas tienen un lenguaje, la luz, y un pensamiento, la armonía. Porque ya Ovidio decía: “causa tagor ab omni”: todos los seres, desde el gusano hasta la estrella, tienen su pensamiento que es su nota –la nota enredada, murmura en cada cosa.
A decir verdad no hay clásicos, ni románticos, ni simbolistas, sino quienes tienen el privilegio de saber oír, y quienes no. Si sorprendéis los acordes escondidos en el plinto, en el triglifo, en el tirso, en las caderas de la ninfa, en los cuernos de sátiro, en la cresta de Priapo, en la clámide de Apolo y en el cinturón de Venus, seréis clásico. Si sois romántico, oiréis los números apacibles del lago –¡oh! Lamartine–, las sinfonías de la luna en los sepulcros, los himnos de la montaña y los aleteos de la fronda, y, sobre todo, —¡oh! Bytón, ¡oh! Esprocenda!, ¡oh! Musset—el ritmo sagrado de vuestro propio corazón. Pero si descubrís la música extraña de las cosas que parece que no tienen ninguna: –los acentos de una fiesta galante, y la polifonía singular del agua que cierra las odas magníficas de sus distintas formas con la misma antífona: Alabemos al Señor; y si no hacéis sentir las dulzuras de Dios en el camello, y en las flores del mal, y en los ojos del perro, y en las arrugas de la viejecita, y en el polvo de los caminos, y en las letras mayúsculas de los antiguos misales, y en las ermitas abandonadas, y en los esmaltes y en la vidrieras góticas… ¡entonces! Entonces, sois hijo de Verlaine y hermano de Mallarme.
Darío es vidente, –y de los raros–, porque tiene una visión plena y enérgica que ya casi es intuición; porque doma los matices rebeldes con la fuerza de su propio sentimiento, para que se desprenda del color prosaico de las cosas la policromía del verso.
¡Pero Darío, además de ser vidente, es oyente! Si sólo domase colores sería como un pintor; pero es precisamente poeta, porque doma vientos; porque oye tanto y tan adentro, que eso ya no es oír, sino adivinar: el genio está, sin duda, en sorprender en las almas de las almas la señal de Dios: por doquiera que Dios pasa va dejando una huella de cantos.
Nadie, que yo sepa, en ningún momento de la historia, ha poseído con semejante riqueza de elasticidad la virtud de la audición “el alma santa del agua me ha hablado en la sombra”, dice Amado Nervo, “el trueno y el relámpago, hijos de la tempestad, me han dicho…” exclama Hugo; ¿queréis saber, dice Ruskin lo que se escucha en Venecia y en Florencia?… ¿Y Darío? Darío dice: las almas santas de todas las cosas me han hablado en la sombra y yo he oído sus palabras con recogimiento y con amor. Y las voces de su reino interior, voces por él sorprendidas en el reino interior de las cosas, se desgranaron sobre el mundo como una salmodia universal: un tabor de formas y una gloria de tonos. La vida plena de la luz que se funde en la armonía, donde cada color tiene su soplo y cada matiz su vibración. Colorido musical: música de colores; para que salga el verso como un Sol sobre todos los horizontes, y se alze (sic) como una hostia sobre todas las cumbres.
¿Quién puede leer sin inmutarse hasta en la última fibra esta estrofa de la Oda a Bartolomé Mitre:
“Gloria a ti, pensativo de los grandes momentos
Para traer el triunfo en el instante oportuno,
O cuando –hechos relámpagos—iban tus pensamientos
Vibrando en tus vibrantes arengas de tribuno”.
¡Majestad incomparable del exámetro! (sic) El siglo de Augusto se levanta del abismo: dadme mármoles, y dadme bronces para las lápidas inmortales: en el Senado clarísimo hay un resplandor de togas, y Virgilio ha dicho:
“Iam redit Virgo, redeunt Saturnia regna
Vera et incipient magni procedure menses
Te duce si qua manent sceleris vestigial nostril,
Irrita perpetua solvent formidine terras”.
Agregad a ese “muy antiguo” los acentos clásicos de la música de familia con infiltraciones gallegas y provenzales, con maneras sueltas del Arcipreste, con gentiles gallardías del Marqués de Santillana, con grupos de ritmos, que desde Herrera y Rioja, y Lope y Calderón, van creciendo, creciendo hasta obtener su desarrollo pleno en las alturas de Zorrilla y de Núñez de Arce; y los acentos de la Verleniana Zampoña; los ecos de “Sagesse”, y de “Fétes Galantes”, el “con Verlaine ambiguo” que casi engaña a don Juan Valera; y las audacias futuristas, “el muy moderno, audaz cosmopolita” que ha hecho temblar de indignación a los ultra-clásicos.
Las voces de su reino interior, voces por él sorprendidas en el reino interior de las cosas, se desgranaron sobre el mundo como una Salmodia universal: un tabor de formas y una gloria de tonos. Rubén Darío nada tiene que ver con el análisis, porque le ha sido dado el privilegio de sorprender en las almas de las almas, la señal de Dios: por doquiera que Dios pasa, va dejando una huella de cantos.
En realidad, de verdad, yo sólo diría ante el cadáver de Darío lo que él mismo ha dicho de los restos de Napoleón: semi-dios-cenizas-cenizas de semi-diós: mísero planetal.
Y he aquí, que nuestra querida ciudad de León se ha convertido en lugar de cita, marcado con una cruz azul, en el itinerario de las futuras caravanas idealistas. Mientras las plantas trepadoras conversan de lo de abajo, las rosas y los lirios que sólo hablan de Arte y de Amor, dirán: hemos releído en Nápoles las églogas de Virgilio en Rávena el Infierno de Dante, en París las “Voces interiores” de Hugo, y junto a la Catedral de León, en Nicaragua, pensando en el peligro del Norte y en la iniquidad que se levanta por todas partes, como una potencia, hemos rezado:
¡Oh Señor Jesucristo, por qué tardas qué esperas
para tender tu mano de luz sobre las fieras
y hacer brillar al Sol tus divinas banderas!