Abril y ahora [Cuarta parte]
Fernando Bárcenas
El autor es ingeniero eléctrico.
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La guerra de los ochenta
Toda la parte anterior de su artículo, al párrafo citado, carece de importancia. Es una visión egocéntrica del articulista. Lo cual no indica que el periodo histórico mencionado por Ortega, que se ha dado en llamar década perdida para el país (con cincuenta mil muertes y cuarenta años de atraso económico), no merezca un estudio profesional, desde distintas disciplinas, para prevenir que un atraso y un daño semejante a la sociedad pueda volver a ocurrir, ante una conducción desastrosa, sin un ápice de formación progresista.
A lo que Ortega llama paz, como producto de acuerdos, hay que mostrarle que la actividad criminal continuó sórdidamente, de manera unilateral, bajo la mesa, valiéndose del poder real garantizado al sandinismo por el acuerdo de transición (esencia concentrada del Estado sandinista en el poder económico de la piñata, en la policía y en el ejército sandinista), que permitió aniquilar con impunidad a centenares de los comandantes de la contra que dispusieron desarmarse en tales acuerdos de paz (empezando con la ejecución a traición de Enrique Bermúdez, apenas a un año de las elecciones, en febrero de 1991).
Los acuerdos de transición convirtieron los acuerdos de Sapoá en una trampa mortal para los comandos de la Contra, y permitieron la impunidad para la transformación del sandinismo en orteguismo. Ortega distorsiona y parcializa la visión de la historia. Aunque nadie le siga la corriente. Nadie.
Difícilmente, esta sistemática masacre de campesinos, a lo largo de los últimos treinta años, pueda llamarse paz, sólo porque se realiza con total impunidad. O que se pueda llamar paz a una dictadura que pone la bota policíaca sobre el ciudadano.
Es poco serio juntar conceptos abstractos como hace Ortega, elecciones libres, acuerdo, convivencia, paz, libertad, democracia, cohabitar, coexistir, como si fuesen ingredientes a portada de mano para preparar a voluntad una receta de cocina. La historia se resiste a ser vista como una mezcla caprichosa de ingredientes abstractos. La libertad o la democracia no son simples conceptos, son resultado de reagrupamientos sociales que derrotan combativamente a fuerzas opuestas con intereses materiales excluyentes, que defienden el estatus quo opresivo.
La realidad es un sistema complejo, obedece a leyes de desarrollo, a condiciones históricas, a tendencias, a crisis, a estructuras sociales, a clases sociales, a relaciones de producción y a relaciones de poder, a intereses contradictorios, a luchas sangrientas, a víctimas de la opresión, de modo que el autodesarrollo de la realidad pasa por la derrota decisiva de las fuerzas reaccionarias que oprimen al pueblo, para adelantar un programa de transformaciones necesarias, que el poder anacrónico, desde las distintas instancias de su poder político, militar, económico, intenta desvirtuar con llamados abstractos a la convivencia, como hace Ortega.
Convivencia es un programa, por supuesto, pero, únicamente del estatus quo opresivo. De nadie más. Resulta contradictorio pasar de la ruta de abril a… la convivencia con la dictadura de la burocracia orteguista que ejecutó la masacre de abril.
Sin embargo, hay quien dice, tontamente: “y eso, elecciones libres, acuerdo, convivencia, paz, libertad, democracia, cohabitar, coexistir, no es lo que venimos pidiendo”.
El problema radica en que la libertad no se consigue en ninguna época histórica, en ninguna parte del mundo, conviviendo con quienes construyen por la fuerza una estructura de opresión que le produce ganancias. La libertad nace, como un girasol en condiciones precisas de humedad y de calor, sobre nuevas estructuras construidas donde estaban las bases de las estructuras opresivas. Con estructuras nuevas que impiden por la fuerza que prevalezcan fuerzas antisociales, gracias a la derrota decisiva de las castas parasitarias que oprimen y esclavizan al pueblo en propio beneficio.
Quien no proponga la derrota de las fuerzas reaccionarias y su desmantelamiento, y hable de atajos, de coexistir con dichas fuerzas, es un agente descarado de la opresión nacional, aunque aparente ser ingenuo, o quiera disfrazarse de aparente historiador y de pacifista.
Ningún acuerdo logra la paz. Al contrario, fue por los avatares de la guerra, por sus resultados políticos, luego del enfrentamiento militar prolongado, que se firman los acuerdos que resultan de la correlación de fuerzas que se obtiene después del agotamiento bélico. Es el agotamiento bélico el que conduce al fin de la guerra (de un enfrentamiento inscrito sin razón, subordinadamente, en la guerra fría).
El fin de la guerra no necesariamente es la paz, menos aún si subsisten las condiciones sociales y políticas que llevaron a la guerra.
Los acuerdos, una vez concluidos los enfrentamientos, solo intentan preservar algunos intereses vitales de los contendientes. Esa es la esencia de Sapoá, de Toncontín y de los acuerdos de transición. Ninguno de dichos contendientes –en este caso- representa a la nación. La nación, en ese momento, seriamente exhausta, permanecía expectante, excepcionalmente reprimida, en condiciones extremas de miseria.
Operación Danto 88 ¿qué decide militarmente?
La operación Danto 88 (cuya ejecución finaliza intempestivamente con la retirada sandinista por la intervención de la 82 División Aerotransportada del ejército norteamericano, tres días antes del inicio de las negociaciones de Sapoá) no tiene la menor incidencia –como dice falsamente Ortega- ni en el fin de la guerra, ni en la correlación de fuerza de las negociaciones de Sapoá. Ni podía tenerlo. Ese enorme despliegue militar costó 36 bajas mortales para el sandinismo, y 92 bajas para la Contra. Nadie espera que el curso de una guerra cambie mínimamente por 92 bajas de soldados a un ejército de 20 mil hombres.
Más bien, es un terrible fracaso estratégico para una ofensiva militar final. Obviamente, el objetivo no podía ser el control del territorio hondureño donde se asentaban los campamentos de la Contra. Más bien puso a la orden del día impedir con urgencia que el sandinismo pudiera desestabilizar militarmente la región centroamericana. Esta operación ruidosa carece militarmente de objetivo estratégico o de objetivo táctico. No incide mínimamente en el equilibrio de fuerzas del conflicto. Por el contrario. Tensiona más la necesidad de conservar la magnitud exagerada del ejército sandinista (más de 149 mil hombres en armas), que se encuentra a la defensiva porque experimenta una guerra de desgaste, que es insostenible económica, social y políticamente. Sobre todo, luego que en diciembre de 1989 la Unión Soviética, por un acuerdo con los norteamericanos, anuncia que suspende la ayuda al ejército sandinista. Este anunció de la Unión Soviética sella la derrota militar sandinista y, en consecuencia, la derrota política que se va a concretar en la pérdida de las elecciones y en la implosión del régimen a comienzos de 1990, que da lugar a la estampida moral de la piñata.
La muerte en combate de 50 mil jóvenes arrastrados al servicio militar obligatorio, merece un análisis profesional sobre la capacidad y la responsabilidad militar de la conducción del ejército. En especial, para comprender cómo fue posible que la Contra consiguiera secuestrar a 10 mil jóvenes del servicio militar, que nunca llegaron a aparecer.
Baste comprender el carácter estratégico que adquiere en la guerra la logística. Una guerra es insostenible sin capacidad logística. Una de las causas que está al origen de la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial se encuentra en las múltiples debilidades de logística que enfrentó Alemania durante su campaña de invasión a la Unión Soviética, en la operación denominada “Barba roja”.
La guerra no es un fin en sí
La última maniobra militar no fue la operación Danto 88, sino, la negativa de la Contra de desarmarse antes de la realización de las elecciones de febrero de 1990. Gracias a ello, el sandinismo, estratégicamente a la defensiva, se vio imposibilitado de abolir el servicio militar obligatorio (aunque era insostenible luego del anuncio de Moscú), cediéndole dicha consigna –la más importante, agitativa y políticamente, en la coyuntura crítica- a doña Violeta. Prevaleció el miedo irracional de la burocracia, y ello les inclinó hacia la peor torpeza política.
La falta de capacidad estratégica, agobiados por una derrota múltiple, impide a los sandinistas decretar la abolición del servicio militar (que era insostenible), y su falta de contacto efectivo con la población (y el desprecio burocrático hacia la voluntad de las masas) les impide ver el voto castigo que les impondrán los ciudadanos, hartos del servicio militar y, al igual que ahora, hartos del abuso incompetente que empeoraba día a día, dramáticamente, las condiciones de existencia de las masas.
El significado que le atribuye Ortega a la operación Danto 88 (como demostración de una “superioridad militar irreversible del ejército sandinista”) es una apreciación tonta (cuando se trata de una guerra de desgaste), de quien supone que un gesto estertóreo de fuerza, influido evidentemente por la demagogia ramplona, afecte el análisis estratégico de las causas políticas y militares del fin del conflicto, o que nuble el alcance inevitable de los objetivos obtenidos al final del conflicto. Prácticamente, la debacle del proyecto sandinista por propia mano.
El desgaste militar (en una relación de inferioridad militar de efectivos combatientes de 1 a 8) haría sus efectos inevitables en la economía, que alguien con ceguera política, debido a su visión burocrática extrema, incapaz de abarcar la totalidad de la realidad (política, militar, económica y humana) no alcanzará a prever sobre las condiciones de vida de la población, ni en la economía del país. Ni siquiera cuando alcanzó límites insoportables, con la pérdida humana de 50 mil jóvenes entre 18 y 25 años, enviados a combatir incluso sin medios logísticos de comunicación, y sin entrenamiento para una retirada táctica ordenada. De modo, que los jóvenes se desorganizaban y se perdían en la jungla. Los cuerpos de miles de jóvenes quedaron abandonados en las montañas y en los campos de Honduras. Y a los padres, el ejército les entregaba féretros rellenos de tallos de palmeras, prohibiéndoles que los abrieran.
Ortega habla –a estas alturas- de superioridad militar, como si el objetivo estratégico fuera hacer un desfile militar superior en las calles. Se trata de una guerra asimétrica, precisamente porque parte de la consideración que el Estado goza de una superioridad militar más fácil de alcanzar por una ventaja logística. Sin embargo, el objetivo estratégico del Estado debió ser reducir, o controlar en el espacio y en el tiempo la capacidad de acción militar de la guerrilla Contra, sin costos insostenibles para el Estado. No fue el caso.
El sandinismo, sin dirección estratégica, desperdició recursos, especialmente humanos, a manos llenas, sin evaluar estratégicamente el curso de la guerra en función de tales costos. Con igual irresponsabilidad e incapacidad de planificación militar se lanzó antes a la ofensiva insurreccional de 1977 (que llevaría a la mayor cantidad de pérdida de vidas humanas sin alcanzar ningún objetivo táctico, absolutamente ninguno). En 1977 casi desaparece la tendencia insurreccional, por faltas elementales de conducción táctica, y de visión estratégica (respecto a los objetivos de los ataques a los cuarteles, sin plan de ejecución, ni de retirada, ni de sincronización). Las pretensiones políticas de tales ataques eran absurdas. Obviamente, eso, aunque se le llamo de esta manera, no era una estrategia insurreccional.
A estas alturas, Ortega no tiene elementos para comprender (treinta años después) que la guerra de desgaste de la Contra había triunfado, precisamente, por los elevados costos insostenibles para la nación bajo control sandinista, pero, que el objetivo norteamericano (no de la Contra) no era pasear al ejército de la Contra por las plazas de la capital, sino, desbaratar el objetivo político del sandinismo (lo que se alcanza ya parcialmente en 1987, cuando el sandinismo firma Esquipulas II, obligando a los guerrilleros de Guatemala y El Salvador a desarmarse), creando condiciones para su posterior desalojo del poder.
Todavía hoy, Ortega no tiene la capacidad de ver el panorama integralmente. Y por ignorancia política se echa flores a medida que camina por la calle como si fuera un estratega militar, sin entender por qué fueron sacados del poder político. Los objetivos militares no son autosuficientes, su finalidad es imponer consecuencias políticas, de modo que, a cierto momento, la guerra se detiene, se hace a un lado, y los militares ceden el paso a la política de traje civil para que recoja los resultados, y emprenda la lucha política con las leyes que le son propias. El sandinismo no tenía dirigentes políticos (todos eran comandantes uniformados).
Ortega no alcanza a ver los resultados políticos de la guerra de los ochenta (todavía cree que la guerra es un fin en sí). Sólo se percató que improvisamente, con las elecciones, perdieron la posibilidad de seguir metiendo la mano en las arcas esquilmadas del Estado.
Sólo alguien que desconoce la historia, y que desconoce la política puede creer que los acuerdos de paz son producto de la subjetividad de los negociadores. Cada negociador llega con un imperativo de que cese el conflicto en virtud de su desgaste (político, económico, militar). Quien concluyó con mayor fuerza a su favor intentará preservar mayores intereses, y mayores garantías a su seguridad.
Obviamente, en este caso, el desgaste decisivo no es el de la Contra porque detrás de ella tiene el interés geopolítico de Estados Unidos (que puede radicalizarse en un instante, sobre todo en los momentos que la 82 División Aerotransportada invade Panamá con 26 mil hombres, de diciembre 1989 a enero de 1990, un mes antes de las elecciones en Nicaragua).
Quien estaba políticamente derrotado, no eran los norteamericanos que apadrinaban a la Contra, era el sandinismo, como demostraría el resultado electoral del 25 de febrero de 1990, además, exhausto de recursos económicos, militares, y de tropas. La firma de los acuerdos fueron una rendición honrosa para los sandinistas ante las pocas exigencias norteamericanas, que se contentaban con sacarlos del poder (como ocurre cuando una potencia, mal vista en el escenario mundial y en su propio territorio, y con poco interés en la suerte de los ciudadanos nicaragüenses, debe evitar, por un análisis geopolítico, una desestabilización mayor en la región). Los acuerdos dejaron, por supuesto, un problema latente que florecerá luego como orteguismo.
El pueblo nicaragüense en cuanto pudo les propinó una derrota propia a los sandinistas, hasta cierto punto inconclusa, porque derivó en un acuerdo de transición de parte de quienes formaron gobierno entonces. Este acuerdo de transición no era un mandato del pueblo, sino, un arreglo de convivencia interburocrática de los políticos tradicionales a sus espaldas, en función de sus propios intereses.
Lo que Humberto Ortega llama “ayer” no tiene aplicación, similitud o asidero con lo que ocurre “hoy”. Sapoá significó el inicio del fin de un proyecto del sandinismo (no de sus variantes o mutaciones), las elecciones, organizadas por Ortega y con Ortega de candidato, no significan el cambio más mínimo.
La experiencia de “ayer” es la que no permite que “hoy” se cometan los mismos errores, con acuerdos de transición, de convivencia, o de salida digna. Hoy no se puede dejar que los políticos tradicionales firmen acuerdos de convivencia a espaldas del pueblo (como quisieron hacer desde la Alianza Cívica con los protocolos firmados en las negociaciones de marzo de 2019). Por ahora, nadie desea una repetición de la piñata, ni de la inmunidad garantizada por el acuerdo de transición del 27 de marzo de 1990, entre el sandinismo y el gobierno de doña Violeta. Aunque algún candidato diga lo contrario.
La situación ahora es más compleja porque exige cambios trascendentales, históricos, que lleven a superar la capacidad del orteguismo de crear crisis destructivas para el país, amenazándola con una dictadura dinástica.
Ninguna elección libre asegura alcanzar un acuerdo de convivencia. A las asonadas orteguistas de los noventa no se le puede llamar convivencia. Quien gobierna desde abajo ejerce un poder antinacional, no convive. ¿Convivencia entre quienes? Ha sido el orteguismo quien se arrogó el derecho de oprimir nuevamente al pueblo (llamándole a ello, la segunda etapa de la revolución). Ahora, es al pueblo al que le corresponde, unilateralmente, desmantelar al orteguismo, abolir el absolutismo.
Porque no se puede convivir con opresores (que intenten oprimir desde arriba o que lo intenten desde abajo, como prometió el otro Ortega el 8 de marzo pasado). Más bien, si se libera de alguna manera la movilización independiente de las masas, ello debería permitir desmontar el Estado absolutista, la impunidad y la corrupción, y reconstruir la nación. Transformando las bases estructurales, y las bases jurídicas, que han hecho posible a la dictadura criminal de Ortega. A fin que algo así no pueda ocurrir nuevamente por algún pacto interburocrático entre políticos tradicionales con el orteguismo (como el que sugiere Humberto Belli o Humberto Ortega).
En tal reconstrucción, se deberá analizar a profundidad las instituciones de la policía y del ejército, a fin de abolir, reducir o transformar tales organizaciones según corresponda, para que prevalezca el interés ciudadano sobre cualquier institución, eliminando de ellas a la casta parasitaria de origen sandinista susceptible de usar las armas en sentido antisocial o antinacional, en provecho personal de sus cúpulas de dirección, como ocurre en el presente.
Tampoco una elección libre tiene la función de que seamos gobernados en paz, con plena libertad y democracia, ley y orden. O de convivir, cohabitar, coexistir. Eso es una ficción electorera de este Ortega. La elección libre, si acaso, permitiría tan solo sacar del gobierno a la dictadura. Sacarla del poder, como el pueblo ha aprendido penosamente, es algo distinto, resulta mucho más complejo y requiere más combatividad.
Avanzar hacia la paz, la libertad y la democracia implica transformar la sociedad, además de neutralizar las fuerzas que conspiran, por sus características esenciales y por sus intereses miserables, contra tal avance nacional.