Alejandra Glez, una colección de arte y la mujer afgana
Nos hablamos por teléfono un par de veces porque estábamos enamoradas de una de sus piezas. La conexión fue inmediata. Luego decidimos viajar a México, donde se encontraba de visita, para conocerla. Ese primer encuentro me marcó. Con una gran sonrisa se nos acerca y nos abrazamos, se me pierde entre los brazos. “Estás tan flaquita”, le dije, y mirándole el rostro descubro, más allá de su sonrisa, unas ojeras que me fueron demasiado familiares. Quise llorar, cómo hicieron mi hermana y mi madre veinte años atrás cuando aterricé en el aeropuerto de Bogotá. Eran el cuerpo y el rostro del hambre, de la carencia, aquella que había vivido yo en la década de los noventa y que vivía ella ahora treinta años después. Pero no es este un escrito acerca del sufrimiento de la población cubana, tampoco se reduce al sufrimiento nuestro, el de Ale y el mío, por haber nacido mujeres bajo una dictadura patriarcal comunista. La humanidad de Ale, que ha venido a despertar a la mía —a veces media adormecida—, no conoce fronteras.
A pesar de la pandemia fueron días mágicos: sesiones de yoga y desayunos a la orilla del mar, visitas a ruinas mayas, fotografías en el Sfer Ik de Azulik —esa maravilla arquitectónica que pacifica el alma—, interminables conversaciones acerca de la vida, las mujeres, el arte. Alejandra nos sorprendió, tan joven y tan sabia, tan segura de lo quiere hacer, construir: ese infinito deseo de ayudar y transformar vidas a través de su arte.
Con apenas 25 años de edad, esta joven gran mujer ya tiene un corpus artístico impresionante que incluye fotografía, performance, video arte, entre otras prácticas artísticas. La misoginia, la violencia de género, las identidades marginales y diferentes —subvirtiendo los ideales femeninos impuestos por la sociedad patriarcal—, son algunos de los temas que aborda en su obra, muchas veces de una manera descarnada, al mismo tiempo que liberadora y catártica. Ale pone su lente —y en diversas ocasiones su cuerpo— ahí donde incomoda, donde más nos duele, para hablarnos de injusticias y de traumas y, sobre todo, para recordarnos a las mujeres que no estamos solas, que nuestra experiencia no es aislada.
Tuvimos que sucumbir ante tanto encanto, ante tantas fuerzas, ante tantas ganas de denunciar y de cambiar el mundo. Allí, sentadas en una mesa en el restaurante Filosofía, en lo que hace unas décadas hubiera sido la residencia de uno de los más afamados y temibles lords de la droga, rodeadas de arte, Ale nos convence de que tenemos alma de coleccionistas y de que deberíamos pensar seriamente en el futuro de nuestra (muy incipiente) colección. “No me queda muy claro el enfoque”, le digo, “cómo hacerlo, pero lo que sí me queda claro es que tiene que ser de arte hecho por mujeres”. Y en aquel espacio, mirando el mismo mar que hace algunos años mirara aquel señor temerario, surgió una colección de arte que pretende empoderar artistas mujeres, proyecto del cual quizás seguiremos hablando en otra ocasión.
Después de esa visita a México ya nada fue lo mismo. La vida no puede seguir siendo la misma cuando la invade el arte. Miami no ha sido lo mismo para nosotras, o nosotras ya no podemos ser las mismas en ninguna parte. Tampoco España ha sido lo mismo tras la llegada de Ale. En apenas unos meses, ese huracán que se llama Alejandra Glez se ha hecho notar. Ganadora del IV Premio de Fotografía Joven Fundación ENAIRE, expuesta su obra este año en los festivales PhotoEspaña y JustMad, con una exposición individual retrospectiva en la Galería Aurora Vigil-Escalera y la participación en muestras colectivas de MIA Art Colletion y de la Colección Luciano Méndez, entre otras muchas, Ale continúa transitando su camino, transformando vidas, regalando esperanza.
Esperanza es justamente lo que necesitan ahora las mujeres afganas. Han regresado los talibanes y con ellos la instauración de la sharía en su versión más despiadada y extremista. En apenas unas semanas se han comenzado a implementar regulaciones que limitan la educación de las mujeres y su participación en la vida pública. También se ha creado un nuevo gabinete compuesto por un grupo de ministros que no incluye a ninguna mujer. A pesar de asegurar de que los derechos de las mujeres y de las niñas serán respetados dentro de los limites del islam, es muy posible que se regrese a un Afganistán donde éstas carezcan de derechos humanos fundamentales y de la más mínima autonomía. No sólo se les prohibirá estudiar y participar en la vida política, también se les impedirá trabajar fuera de la casa, salir sin estar acompañadas por un hombre de su familia y mostrar su rostro o su cuerpo en público—por lo que se les exigirá el uso obligatorio de la burka—. Bajo la ley islámica, también existe la posibilidad de que se regrese a las golpizas públicas, a las lapidaciones, al matrimonio infantil, a la mutilación femenina y a otras muchas barbaridades que parecieran imposibles en pleno siglo XXI.
Cuando todavía el mundo intenta digerir el horror que allí se vive, ya Ale ha estado tocando puertas, indagando. “¿Qué puedo hacer?”, pregunta. “¿De qué manera puedo ayudar a las mujeres afganas?” Supo entonces de personas que se encuentran en campos de refugiados en Polonia. Supo la historia de Nilofar Ayoubi, activista que llevaba años luchando por los derechos de las mujeres en Afganistán, quien tuvo que huir del régimen Talibán con sus tres hijos por temor a ser asesinada. Entendió Alejandra que con su arte pudiera ofrecerles a las mujeres y a las niñas afganas un viso de esperanza. Burka, su más reciente obra, ha sido precisamente esta esperanza. Nilofar, a quien se le donará gran parte de las ganancias de la venta, al ver la obra ha dicho: “¡Una perfecta ilustración de lo que sufren las mujeres afganas! Gracias Alejandra por esta hermosa pieza”. Nosotras nos unimos a la activista afgana en su agradecimiento: ¡Gracias Ale!