Beber el agua viva y dar sed a su rostro

Beber el agua viva y dar sed a su rostro

Estefanía González, Dios en la ría

(Bartleby, Madrid, 2022)

por Carlos Jiménez Arribas

La lectura inicial apuntaba al panteísmo, un dios que se transparenta en el paisaje. Pero no es este un dios panteísta, sino un dios con forma muy humana. La imaginación lleva a leerlo como el planto de Tetis por su hijo, Aquiles, al que da la inmortalidad pero también la condición mortal. La mirada dirigida al futuro es la mirada de la poeta, iluminada y trágica, porque ve el final en el origen y, pese a lo trágico, tiene que seguir mirando y viviendo en la pérdida y pese a la pérdida. Casi recuerda, en distinta proyección, el Angelus Novus de Benjamin.

Pudiera parecer desencaminada, desenfocada o exagerada por mi parte esta visión de las Cícladas en el entorno cantábrico, pero una de las cosas que más fascina del libro y de la poesía y los relatos de Fani González es esa transversalidad geográfica, cósmica, de la experiencia humana que aflora en el poema. Decía Santa Teresa que había que estarse mucho tiempo mirando el agua para poder «escrebirla», y Fani ha vivido mirando el Cantábrico y puede así nombrar el vinoso ponto con nueva y potente adjetivación, como esas «montañas móviles del mar». Asiste, como una poeta griega, como una pintora renacentista que iluminara por primera vez el nacimiento de Venus en una concha, al maridaje intemporal del mar y la tierra («La ría es una cópula de sal»).

Es un libro que se presenta sin concesiones en lo formal, y a eso puede que aluda la referencia de Jordi Doce en el prólogo a la transparencia. La poeta se vacía en el poema y entra el paisaje teñido de dolor; pero Fani tiene la delicadeza, la elegancia y el talento de hacerlo sin recargar el poema, dejándolo en una desnudez que casa muy bien con la altura del dolor destilado. Quizá influya en esto el perfil de narradora que también tiene. Hay una contención, una huida muy saludable de la sentimentalidad que hace que el poema sea acerado, como un objeto preciso, precioso y cortante. Eso le da filo, recorrido, brillo y trascendencia. Léanse dos poemas de ambos libros, Hierba de noche y Dios en la ría, para intentar ilustrar esta manera sutil y precisa de anclar el sentimiento, el dolor, en la forma poética y, a su vez, en un pliegue de lo cósmico. Tetis, que cantó la dicha abstracta de la belleza de lo sublime en el perfil de la materia, crece hasta cantar la concreción dolosa de esa belleza en lo espectral y lo corpóreo del poema.

Hay una lucha entre el ansia de fundirse en uno con el cosmos, ser uno con la ría, romper las telas del ser y de la forma y sucumbir al dolor, anularse, nivelarse con «lo que aplastado yace», lo carente de perfiles y, de suyo, de contorno. Ya apuntaba esto en su primer libro, Hierba de noche. Allí la carne y el peso se enfrentaban a la ligereza; aquí, la opacidad del cuerpo pugna con la transparencia. Hay una lucha también entre el entorno y la dicción, el lugar y el sitio de la enunciación. Se diría que el paisaje silencia la voz de la poeta, y esa lucha es lo más sostenido y acertado, y en esa formalización de la contienda retórica triunfa precisamente la forma, el poema. Es la pugna entre la voluntad de forma y la anulación de toda forma. La poeta especula al principio con la posibilidad de que, si todo es transparente y no hay perfil en las cosas, todo vale, todo es impune y se pueden cometer todos los pecados, pero hay uno que no consiente y es el de difamación: en la recta nominación de las cosas está la ética y la estética de esta poesía.

Un libro cósmico, o cosmológico Dios en la ría. Aflora en muchos poemas con unos perfiles muy concretos, eco de la lírica más universal, transversal y arraigada en la psique humana y en la tradición. Los ecos llevan en algún poema a Paul Celan; en otros, a la lírica tradicional. En «Sueño sin sueño», leemos: «mi espíritu bebe solo / insípidas leches / al amanecer». Recuerda Todesfuge, Fuga de muerte, de Celan, la leche negra del alba que se bebe a todas horas. Y si Celan supone una cima de la lírica occidental no superada en muchos aspectos, hay también ecos de una lírica más vernácula, anterior en el tiempo. 

Hablaba Dámaso Alonso de poligénesis para explicar que diversos motivos surgieran en distintos entornos y tiempos de manera espontánea, sin influencia directa. La mitología comparada lleva tiempo intentando explicar, con acierto, esta manifestación intemporal de temas en la literatura y el arte universal. Cuando leemos en Dios en la ría que los «aromas desusados en el valle / se lleva el aire», viene un eco de la lírica tradicional en aquel «de los álamos vengo, madre, / de ver cómo los menea el aire», con toda la carga de funesto erotismo que conllevan. De otra parte, en «Te busqué en la costa», el ritornello «la costa es infinita» remite en su iteración a la vuelta zejelesca y cancioneril de tanta lírica tradicional. Otra más: «la muerte de mi amado pone / sus garras en mi pecho» es una actualización espeluznante del canto al amado. Y otra: «Mis ojos veían. / Mis oídos oían», que recuerda: «En Ávila mis ojos. / Dentro en Ávila». La chanson de femme, casi nunca escrita por mujeres, por cierto, es la perla ambarina que recoge el dolor de la doncella enfrentada a la inmensidad del cosmos sin el consuelo de su amado. Aunque mucho de ello haya sido hinchado por la retórica masculina del poeta, algo de esa sensibilidad afilada y acuciada que tiene delante la sola consolación de la naturaleza se filtra en la primera parte de este libro tan singular.

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Manos que acarician

Entre el visillo blanco y el cristal

hay un espacio amplio iluminado

que no es casa y no es calle.

Es intocable. No se puede entrar en él.

En él hay manos de niño que acarician.

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Dolor

Dolor,

onda lila

que penetra la materia

y rompe dentro

donde no hay espacio.

Dolor,

onda violeta

que astilla

los huesos pequeños de las manos.

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Obrador

En el fondo del horno hay un niño

y no se quema.

Obrador altísimo de la noche.

Las torres de cestos se inclinan:

estalagmitas.

Quieta en mi hornacina

como un monje

escucho mi respiración

y el crepitar del fuego.

El niño juega como un gato.

Anda por las esquinas. Aparece

y se funde en la oscuridad.

El panadero es el guardián

de un interior rugiente.

Llamaradas.

Me acerca un pan abierto:

un vientre humeante

salido de un vientre rojo.

El niño se acurruca a mi lado

en uno de los grandes cestos:

nuestro cuenco.

No hay más.

Respiración y fuego.

El niño me acaricia los párpados.

Por última vez lo veo

en el fondo del horno.

En el fondo del horno

un niño me sonríe.

Carlos Jiménez Arribas
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Poeta, traductor y escritor español, Carlos Jiménez Arribas ha publicados varios poemarios y de un libro de viajes, Viaje al ojo de un caballo2002.

Carlos Jiménez Arribas

Poeta, traductor y escritor español, Carlos Jiménez Arribas ha publicados varios poemarios y de un libro de viajes, Viaje al ojo de un caballo2002.