¿Cómo destruir el sistema dictatorial?
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Con sentido de urgencia y alarma, y desde la perspectiva enunciada anteriormente, la de alguien que no hace sino ejercer su derecho humano y su obligación ética, trato aquí de elaborar algunos puntos que quedaron incompletos en mi nota “Un manifiesto ciudadano sobre el “realismo brutal” de Humberto Belli”.
Empiezo por la reiteración: dadas las circunstancias actuales y previsibles, en Nicaragua no puede esperarse libertad sin lucha, y el pueblo, al fin y al cabo, decidirá el camino. Decidirá si acepta el sometimiento a una nueva dinastía tiránica o su derrocamiento. Decidirá también qué medios emplear en la lucha. He dicho ya que esto implica una alta probabilidad de violencia armada si no se erradica por otros medios la dictadura. “Probabilidad” en este caso, que no es producto del deseo de un observador o un ideólogo, o de un aspirante, o de un estratega: basta una mínima familiaridad con la historia y las tradiciones de la sociedad nicaragüense para detectar el hilo (invisible a priori, grueso a posteriori) que conecta los tropiezos, fracasos y traiciones de los políticos y de sus patrocinadores con la violencia política. La historia, insisto, no se detiene ni por decreto ni por miedo.
La meta
En la lucha por fundar la primera República democrática de Nicaragua es imprescindible entender cuáles son los obstáculos, quiénes son los enemigos que hay que derrotar, con una claridad similar a la que debe tenerse sobre las transformaciones necesarias para establecer la república, una vez que se derrote a estos enemigos. Una vez más, la verdad histórica es aliada, hermana indispensable de nuestro esfuerzo, y madre de nuestro buen suceso.
El mito de la república que no fue
La verdad histórica choca con el eslogan de que hay que “volver a ser república”. La “república” que habría que restaurar es un mito de las élites conservadoras que añoran el dominio total que tuvieron de Nicaragua en los llamados “Treinta años” del siglo XIX, que combinó la servidumbre feudal de una inmensa mayoría sin voz, ni voto, ni derechos, con el traspaso, como en una mesa de póker, de Presidencia y diputaciones entre miembros de unas pocas familias que son parte de una genealogía cercana, cuando no de un mismo árbol. Fueron treinta años de paz entre parientes que en otras épocas guerrearan. Quizás por eso añoran tanto aquella edad, para ellos dorada.
Desde el punto de vista nacional, no es nada exagerado afirmar que en aquel entonces la res publica no era en realidad muy “pública”; que casi todo se decidía en unas cuantas tertulias en unas pocas casas ubicadas a escasas cuadras de distancia unas de otras, fundamentalmente (aunque no únicamente) en Granada.
Este es el sueño de la nostalgia para los descendientes de aquellos patricios. Es el sueño que Arturo Cruz — Ay, Dios, la ironía — intenta dignificar con falaces racionalizaciones intelectuales.
Peor aún, el sueño de la “república” conservadora sigue siendo el modelo del actuar político de las élites, y es fuente de atraso y de fracaso evolutivo para la nación. En nuestros tiempos, por su evidente discordancia con la realidad, tal modelo puede sostenerse únicamente si cuenta con una fuerza que suprima desde el poder político el ejercicio de los derechos de la mayoría.
¿“Revolución” sandinista o restauración conservadora?
Por eso es que estas élites, que gracias a la restauración conservadora que fueron la “revolución” sandinista y la segunda dictadura del FSLN, maximizaron su poder y sus riquezas, mermados antes por dictaduras de origen “liberal” (Zelaya, Somoza), han estado dispuestas, y siguen estando dispuestas, a pactar con Ortega.
No conocen otra manera de ser, de pensar, de ver el mundo; viven, de hecho, su propio mundo, aislados en una burbuja ideológica y una bruma de tradición tan densa que ha sido capaz de tragarse el barco de revoluciones.
Las élites conservadoras necesitan de una dictadura
No más. Basta ya. El siglo XXI, aun en nuestro atraso relativo, no es el siglo XIX. Sería imperdonable que la vida de millones de personas, el futuro de tantos seres humanos, la sobrevivencia misma de la nación, fueran decididos por una casta hereditaria-rentista, extractivista, que impide el progreso y el acceso y la movilidad social, y que para subsistir en el poder necesita que exista una dictadura.
Llámese como se llame su ‘candidato’, la élite conservadora necesita que exista una dictadura.
Mientras ella domine la política y la economía, no habrá democracia. El sistema sobre el cual su dominio ha sido construido, parchado y reforzado hasta hoy después de cada sacudión histórico producirá la próxima dictadura, una mutación de la actual.
Un sistema que crea dictaduras es incompatible con la República democrática que la mayoría desea y necesita. Si se quiere progreso y democracia, hay que desmantelar el viejo sistema.
La simbiosis oligarquía-orteguismo
Ese es el sistema que nutre y se nutre de la simbiosis con el orteguismo. El sistema que, aunque oficialmente beato, devoto y cívico, corrompe desde la religión hasta el último rincón de la ética y la cultura. El que idealiza condescendientemente la Nicaragua rural mientras impide su desarrollo y deja que los habitantes del campo sean asesinados rutinariamente por sus aliados político-militares. Es el sistema que cierra los mercados para satisfacer la gula monopólica de los grandes propietarios oligárquicos, y cierra el ascenso en el mercado laboral a quienes padecen el infortunio de ser desconectados. Hacen que la educación pierda rentabilidad económica, que emprender negocios legales no solo sea una odisea burocrática, sino un salto casi insensato al vacío. Hacen que el crimen pague, que la honradez sea cosa de pendejos, que los jóvenes – ¡miren lo que ha ocurrido ya con decenas de jóvenes activistas! – claudiquen ante el brillo falso de unas cuantas monedas, que son, hoy banquete, mañana hambre y vergüenza.
Este es el sistema que hay que derrocar. Un sistema que es indistinguible e inseparable del orteguismo, que podría cambiar de nombre, perder incluso el apellido Ortega, vestirse algo mejor en buenas fechas—por un rato, para una ocasión—pero seguirá siendo dictadura, y hará uso, cuando haga falta, de la violencia privada o la represión de Estado. Para saber esto, ya lo he dicho, no hace falta ser vidente del futuro, basta con la experiencia y la lógica. Basta con preguntar, como hizo Marx (Groucho, para los marxófobos): ¿a quién vas a creer, a mí, o a tus propios ojos?
¿Quiénes son en estos momentos los participantes del sistema?
También lo reitero: en la dictadura orteguista, con el tirano en su cúspide y centro, cohabitan Carlos Pellas Chamorro y su pacotilla, Ortiz Gurdián, Zamora Llanes, y resto de milmillonarios, los jerarcas del Ejército, los políticos venales de antes y de hoy, los viejos y los que poco disimulan su ansia de pertenecer al poder, algunos antiguos “revolucionarios” convertidos a la rancia causa oligárquica, una (hoy) pequeña parte del clero católico y la mayoría del evangélico, y los paramilitares y soplones que aterrorizan a la población en calidad de sicarios.
¿Cómo destruir el sistema?
Ante esta descripción del poder y del diagnóstico que expuse en el ensayo al que me he referido al inicio–que Ortega no está en condiciones de ceder a menos que se garantice su impunidad para crímenes pasados y futuros— hay quienes reclaman que se les dé una “alternativa” al pacto electoral con Ortega, como si el pacto electoral con Ortega fuera “alternativa” democrática. Dicen: “danos tu plan, entonces”, como exigiendo un cronograma, con calendario de eventos, listas de ‘candidatos’, de ‘líderes’, o –peor aún; lo más decepcionante—el nombre de un líder que rescate a Nicaragua, “porque las elecciones son en noviembre, y si perdemos la oportunidad son otros cinco años”.
Sin fecha en el calendario
Lo primero que hay que aclararles es esto: el tiempo de vida de una dictadura no es el que dicte un calendario electoral. Si fuera así, no sería dictadura. Y si se pudiera pausar la lucha y “esperar” cinco años más, hasta la próxima elección, la situación no sería tan mortal y dolorosa como todos sabemos que es para la mayoría del país. Los únicos que pueden “esperar hasta la próxima elección” son los privilegiados del sistema, los miembros de los diferentes clanes asociados al poder económico y político. Para el resto de los ciudadanos, no existe el lujo de “esperar” otra fecha en el calendario; existe la necesidad de derrocar a la dictadura, sea martes o jueves, abril o diciembre, 2018 o 2021; sea cuando sea posible, y mientras más pronto, mejor.
Las alianzas necesarias
Esto valdría la pena que fuera central en la discusión del presente y futuro políticos de Nicaragua, más que un patético desfile de ambiciones por la pasarela ilusoria de “elecciones con Ortega”, y más que el cínico y siniestro maniobrar de quienes están dispuestos a pactar la impunidad del tirano y su red de cómplices: ¿si ya sabemos quiénes son el sistema dictatorial, a quiénes, entonces, corresponde, y quiénes necesitan y pueden derrocar al orteguismo y sus aliados simbióticos?
La respuesta parece evidente: hay que desarrollar una alianza que ya existe en espíritu, en idea, en conciencia; que ya se muestra en el 70% que—dicen todos los sondeos—rechaza que se vaya a elecciones cuyo precio sea la impunidad del tirano; una enorme mayoría que, sin más elaboración intelectual que la nacida de la experiencia terrible que vive desde hace mucho tiempo, quiere un cambio verdadero. Un cambio radical; es decir, de raíz.
La alianza en ciernes es la de la mayoría de los ciudadanos que quieren, que necesitan, que su país no sea el coto de unos cuantos oligarcas de viejo y nuevo cuño: estudiantes, quienes necesitan que su educación no solo sea de calidad, sino que sea un vehículo de movilidad socioeconómica; campesinos, y etnias de la costa Caribe, quienes necesitan que sus derechos, desde el derecho a la vida hasta el de propiedad, sean respetados; pobladores urbanos pobres, quienes necesitan que su vida no sea la de presidiarios a campo abierto bajo asedio cotidiano de policías y paramilitares, y que su voz y su voto sirva para que la economía y el gobierno de las ciudades funcione para ellos, y no solo para la élite; las mujeres, quienes necesitan, quizás más que nadie, de un Estado de Derecho, ya que sufren de múltiples maneras en el fondo de un sistema de opresión que idealiza su sufrimiento en lugar de impedirlo; ciudadanos de clase media, quienes necesitan de orden democrático y legalidad para que el futuro de sus hijos no dependa de emigrar o someterse a una burocracia estatal opresiva o al cerco impuesto a la economía por la élite oligárquica; pequeños y medianos empresarios, que necesitan de la libertad de empresa, de la eliminación de los monopolios, del acceso sin discriminación al crédito, de un esfuerzo social que prepare a la fuerza laboral que hace falta en el siglo XXI, y necesitan, como el resto de quienes no pertenecen a la élite, de un sistema judicial que ampare sus derechos frente al bullying de la corrupción ejercido, hasta hoy impunemente, por las mafias corporativas.
Esta es la base social que quienes quieran un Estado de Derecho necesitan convocar y unir, y es terreno fértil ya, abonado por el terror de Estado, por la decepción frente al estatismo tiránico de la primera dictadura del FSLN, del “neoliberalismo” laissez faire, el sálvese quien pueda de los años 90 [¿y quién puede salvarse por sí solo, sino aquél que ya ha sido bendecido por herencia?], y del corporativismo fascista de la dictadura FSLN-Cosep a partir del 2007.
Es terreno fértil, porque por primera vez en nuestra historia hay al menos indicios de que frente al caudillismo que cultivan las élites [que buscan desesperadamente la figura caudillesca, y ensayan de todo, hasta el Nicaragua es Cristiana] y que todavía corre como un virus en la cultura, hay mayor escepticismo ante el poder. No es accidental que las maniobras de los aspirantes que actúan dentro de los parámetros culturales de la vieja tradición tengan dificultad en ganar adeptos, aun cuando se posicionen ostensiblemente contra el orteguismo. Las cifras infinitesimales que algunas de estas figuras mediáticas de la oposición reciben en todos los sondeos disponibles, más la reacción airada que despiertan con frecuencia en las redes sociales, son elocuentes y esperanzadoras.
¿Y los liderazgos?
Ya hay una nueva generación de ciudadanos, muy jóvenes en su mayoría, que intercambian ideas, observan, trabajan en grupos, algunos independientes de aglutinaciones políticas, otros en las márgenes de estas, otros al interior, tratando de ganar incidencia. Es innegable que algunos han caído en la trampa del interés, y han demostrado ante la población que no tienen la solidez moral, ni la inteligencia estratégica, para ser los líderes de la lucha democrática, ni de la Nicaragua democrática que ha de surgir de esta. Pero sería un error confundir la corrupción de algunos, y la aparente calma en la superficie de la protesta callejera, con la paz definitiva del sepulcro. El sistema dictatorial sigue en crisis, no hay solución a la vista, el nudo gordiano llamado Daniel Ortega impide una solución como las que hubo antes. Dentro del mismo campo “azul y blanco” hay y habrá crisis, porque la sociedad se balancea en un equilibrio inestable. No se puede hablar todavía de un triunfo estratégico del orteguismo y sus aliados simbióticos, y mientras no sea así, la pregunta de quiénes se pondrán a la cabeza, primero del movimiento social, y luego del nuevo Estado, seguirá pendiente de respuesta, se responderá en las múltiples contradicciones y conflictos de la lucha.
¿Cómo luchar? ¿Qué hacer?
Pongan, por tanto, su barba en remojo los políticos, nuevos y viejos, que asumen confiadamente que están en control de la situación, que todo esto terminará, como dicen los brasileños, en pizza, en una amable transacción entre cúpulas que la mayoría aceptará. Si quienes militan en los grupos que se unen—incómodamente– bajo las rúbricas Coalición Nacional y UNAB, por ejemplo, tienen algún sentido de la historia, algún instinto estratégico; si quieren un futuro de largo plazo en la política, probablemente tendrán que optar, en los próximos meses, por alguna forma de resistencia, y bajarse del tren de “elecciones sin condiciones” que lleva inexorablemente al zancudismo.
Tendrán que optar por renunciar al fetiche de “solución electoral”, lo cual no quiere decir, por supuesto, que tácticamente no deba utilizarse el calendario electoral para potenciar la demanda de libertades democráticas, arrinconar a los poderes fácticos domésticos e inducir mayor apoyo internacional. Toda oportunidad debe aprovecharse, aunque se sepa – o, mejor dicho, porque se sabe– que la dictadura es incapaz de ceder.
Pero hay que estar claro, tanto como lo está la dictadura orteguista, de que no estamos, ni podemos estar, en “competencia electoral”; lo de Nicaragua es una confrontación que no tiene empate: o triunfa la muerte y el continuismo dictatorial se extiende en dinastía, o triunfa la vida y se enrumba el país hacia un futuro democrático. Es, literalmente, una lucha a muerte contra un sistema que es antítesis de la vida, con el cual no puede haber “coexistencia pacífica” o “convivencia”. Ni el suscrito ni ningún individuo puede decidir de antemano cuánto durará, cómo concluirá, cuando concluirá, qué medios tomará el esfuerzo. Eso lo decidirá el pueblo. Y si es que el pueblo va a ser libre, será porque logra hacer el país ingobernable a la tiranía, porque logra destruirla. A quien esto le parezca imposible, que lea la historia de la humanidad, y la historia de Nicaragua.