Un manifiesto ciudadano sobre el “realismo brutal” de Humberto Belli

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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¿Habrá guerra? No necesariamente. Pero no habrá libertad sin lucha, y el pueblo, al fin y al cabo, decidirá los medios.  El pueblo, al fin y al cabo, decidirá si quienes hoy se arrogan su liderazgo sirven. Y si no sirven, otros vendrán. La historia no se detiene por decreto, ni por miedo. Lo ideal sería que no hubiera violencia. Pero lo verdaderamente ideal es que no haya dictadura, ni antes ni después de la violencia.

Me alegra poder debatir de manera cordial y respetuosa con mi compatriota Humberto Belli sobre temas que motivan, con harta frecuencia, rompimientos, odios, y hasta violencia.  Es bueno no olvidar lo que nos es común, el ser ambos hijos de Nicaragua y de su cultura, hasta en su más penetrante sentido espiritual– el cristiano–del que nos vienen referencias comunes, como la oración que cita en su escrito “Realismo brutal”: “dame, Señor, el coraje para cambiar las cosas que puedo cambiar, serenidad para aceptar las que no puedo cambiar, y sabiduría para conocer la diferencia”. 

“Realismo brutal” y cristianismo

¿Pero hasta qué punto estamos leyendo las mismas escrituras? Lo digo porque el cristianismo en el que yo fui formado, el que conozco desde mi niñez, guiada por los Hermanos de La Salle, choca ¡estruendosamente! con el corolario del “realismo brutal” de Humberto. 

El cristianismo de mi formación no predica la desesperanza, no considera resignación virtuosa aceptar que un hombre esclavice a otro, mucho menos a un país entero; que mate y maltrate a otro, que robe a otro. El cristianismo en que fui educado no predica que busquemos apenas aplacar temporalmente la furia del amo, concediéndole el derecho a seguir siéndolo, sin luchar porque desaparezca su tiranía sobre otro ser humano. 

El cristianismo– no puede ser de otra manera si lo ilumina la verdad eterna –es absolutamente incompatible con cualquier prédica de sumisión o acomodamiento “realista” con la injusticia, especialmente cuando esta es “brutal”.  El Jesús de la biblia no detuvo a Zaqueo, el rico cobrador de impuestos, cuando este, entusiasmado tras su encuentro con el nazareno, prometió regresar lo injustamente recaudado.  El Jesús de la biblia no dio licencia a Zaqueo para preservar lo robado, mucho menos para seguir robando. 

La prédica de Jesús no solo afirma que “ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al Dinero” [nunca habrá mayor claridad de norte ético, para quienes no estén ciegos de codicia], sino que entrega a sus seguidores un “¡sí, se puede!” que es de lo más elocuente en la historia humana: <<Si ustedes tienen un poco de fe, no más grande que un granito de mostaza, dirán a este árbol: “Arráncate y plántate en el mar” y el árbol les obedecerá.>>

De tal manera que la pasión de la desesperanza, una de esas pasiones que para Humberto son “capaces de opacar nuestros lentes mentales”, no debería tener cabida entre nosotros, productos como somos de esa germinación del cristianismo que es la cultura nicaragüense.  

Siendo así, nos corresponde asumir el imperativo ético, que para los creyentes es rama inseparable del roble de la fe, de obedecer el mandato de esperanza, y armarnos del coraje que requiere enfrentar las verdades odiosas, para luchar por aquello que la desesperanza hace parecer imposible, pero que la fe revela como inevitable: la verdad, la justicia, y la libertad. 

La cizaña

Esa lucha, la lucha por la verdad (la luz en el corazón de la justicia, el alma de la libertad), comienza por identificar las trampas de la mentira, las falacias con que el mal intenta mantenernos esclavos.  

Cuando ya la cizaña está crecida, y podemos separarla del trigo bueno, hay que arrancarla.  “Corten primero la cizaña” también es sabiduría bíblica. En esto pienso cuando leo la pregunta de Humberto: “¿Es concebible, legítimo, moral, buscar un arreglo con ellos [se refiere a la tiranía que antes ha llamado “corrupta, asesina y nefasta”] que permita democratizarnos, pero cediéndoles espacios para que coexistan pacíficamente con la oposición, sin rendir cuentas de sus delitos?”

Esta es la cizaña que intento desbrozar y quemar, para que el trigo bueno de la verdad brille ante nosotros.  Hay que hacerlo, porque el mal logra adormecer hasta las más límpidas conciencias cuando se disfraza de palabras hermosas, que parecieran sensatas, y así esconde su alma siniestra. Para este combate, recurramos al don del pensamiento, al uso de la lógica aplicada a la experiencia. “Lógica y datos”, tengo por hábito insistir a mis estudiantes hasta el aburrimiento (el suyo, no el mío): sin lógica y datos no es posible conocer lo conocible.

“El malentendido”

Empecemos por la afirmación—recatadamente vestida de pregunta—de que es “concebible” llegar a [“buscar”, dice Humberto] un arreglo con la tiranía orteguista “que permita democratizarnos”.  No por intención humorosa mi primera respuesta a Belli es la siguiente: “¿Acaso padecemos la dictadura de Ortega porque hay un ‘malentendido’ entre ‘ellos’ y el resto de nosotros?”.  Humberto, siendo sociólogo, testigo y participante de muchos años en los mundos del poder, debe saber que no es así. 

Existe una dictadura porque hay una minoría organizada que sabe aprovechar la estructura social, el sistema nervioso del poder, y los hábitos y costumbres que llamamos ‘cultura’ para apoderarse del control del gobierno de manera permanente y absoluta, sin que medie el consentimiento explícito de la mayoría.

De hecho, cuando se hizo evidente que la mayoría los rechazaba con vehemencia, la minoría demostró estar dispuesta a recurrir a gran crueldad para mantenerse en el poder: optaron por el genocidio cuando se les ofreció salida negociada. Todos conocemos los detalles posteriores. 

Para ejecutar su baño de sangre y todas las maniobras destinadas a estabilizar el sistema, la dictadura ha contado—cualquier nicaragüense mínimamente informado sabe que esto no es especulación—con el apoyo de los grupos económicos de más riqueza en el país, quienes además han procurado, en muchos casos con éxito, corromper a decenas de jóvenes activistas, y a estancar las presiones internacionales. En su insaciable sed de riquezas llegaron incluso a vender al régimen instrumentos de represión en plena masacre. Ellos son, también, culpables del genocidio. A ellos hay que sentar, también, en el banquillo de los acusados.

¿Podemos llegar a un acuerdo con el comandante y con su mafia “que permita democratizarnos”?

La dictadura orteguista, en otras palabras, es un sistema criminal total, que incluye asesinos y burócratas, pero también operadores políticos y financistas.  En el sistema cohabitan Carlos Pellas Chamorro y su pacotilla, Ortiz Gurdián, Zamora Llanes, y resto de milmillonarios, los jerarcas del Ejército, los políticos venales de antes y de hoy, los viejos y los que poco disimulan su ansia de pertenecer al poder (todos verdaderas criaturas de pantano), los antiguos “revolucionarios” convertidos a la rancia causa oligárquica, una (hoy) pequeña parte del clero católico y la mayoría del evangélico, y los paramilitares y soplones que aterrorizan a la población en calidad de sicarios.  En la cúspide de este esquema criminal, en su centro, il capo di tutti capi, el padrino mayor, el comandante. 

Ortega no puede ceder

La lógica y la evidencia, tanto en la propia historia reciente del régimen, como en la anterior de Nicaragua, dejan muy claro que un acuerdo democratizador no es posible. Ortega y su clan, y los clanes alrededor de su clan, están atados por cadenas de culpabilidad que, con toda certeza, en cualquier Estado de Derecho imaginable –y sin Estado de Derecho no hay democracia—los llevarían a la cárcel y a la pérdida de todo lo mal habido. Sobre Ortega penden, además, de manera insólita en nuestra historia, expedientes internacionales, oficiales, de crímenes de lesa humanidad, sin fecha de vencimiento ni frontera jurisdiccional. Fuera del poder, el descenso a su infierno personal y familiar se iniciaría irrevocablemente; con ellos irían muchos otros cómplices de su amplia red de poder.  Peor aún, fuera del poder, los clanes tendrían que enfrentarse a los incontables odios y resentimientos que sus abusos han plantado. Ortega, el más astuto e implacable de nuestros políticos, lo sabe, y actúa en consecuencia. No cederá, por instinto de conservación, ni una pulgada, sin antes asegurarse de que sus crímenes pasados queden impunes, y—sobre todo—de retener la capacidad de cometer nuevos crímenes, que son su defensa ante la amenaza de la justicia.

¿La Presidencia? Tal vez. ¿Pero, el poder? 

“Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder”, 
Tomás Borge

Por eso es ingenuo (cuando no perverso) afirmar que el clan Ortega-Murillo y los clanes asociados a ellos pueden tolerar la democratización de Nicaragua.  Lo único que puede pactarse con ellos es una falsa transición democrática; engaño de pocos, pero engaño cruel, en el que los mafiosos retienen los instrumentos esenciales del poder. 

En un país donde las armas mandan a las instituciones, y no al revés, Ortega no estará dispuesto, ni están en condición de hacerlo sus aliados, a rendir las armas de los militares y paramilitares, ni los espías y jueces, ni los miles de millones de dólares acumulados a través su sangriento reinado. El tirano maniobra para evitar incluso el abandono de la Presidencia, pero, aunque lo hiciera, no tiene la menor intención—no puede arriesgarse—de dejar el Poder.  

El derecho a cometer genocidio

Por eso es que participar, con los clanes, en una supuesta gala democrática de elecciones con y bajo la tiranía y sus reglas, abrazar la ilusión de un cambio que emane puramente del proceso electoral, es un acto de rendición. Y no solo es rendición práctica, política, estratégica. Es una rendición moral absoluta, que afirma este nuevo credo para la nación: un genocida tiene tanto derecho como cualquier nicaragüense a postularse.*

* Lo esbozó Cristiana Chamorro, refiriéndose específicamente a Daniel Ortega.

El verdadero “realismo brutal”

Es, además, la más infructuosa inmoralidad: nadie puede impostar que “hacemos un sacrificio y a cambio de él avanzamos hacia un bien mayor, la democracia”. Porque en Nicaragua, aparte de ser indispensablemente ética, la justicia contra los clanes criminales es indispensablemente práctica. Será, quizás, como dice Humberto, quijotesca, pero también es sanchopánzica, realismo elemental—este sí, realismo brutal—ya que aceptar la impunidad de Ortega y sus clanes es, como admite Humberto en un eufemismo que me parece atroz “cederles espacios”.  ¿Qué piensa usted, respetado lector, que los clanes harán con esos “espacios”? ¿A cuántos nicaragüenses enterrarán en ellos?

Cómo construir un campo de concentración [un gulag para Nicaragua]

Humberto también habla de coexistencia “pacífica” con la “oposición”. De esto me queda poca duda, porque la “oposición” de hecho está dispuesta a “convivir” con el crimen.  Pero, ¿y el resto de la población? ¿Y la gente que no forma parte de esa “oposición” y que no acepta un gobierno paralelo de sicarios y criminales de cuello rosado-chicha, guayaberas blancas o esmóquines? ¿De verdad hace falta que uno explique el futuro que a ellos espera, después de lo vivido en los últimos cuarenta—y bien podríamos decir ochenta—años? Esa gente, la inmensa mayoría del país, quedará encerrada indefinidamente en un gulag que será “legal” y “legítimo”, y del que solo la migración permitirá escape.  

Son falsas las alternativas que presenta Humberto

Son falsas. Y el reto de explicar una alternativa “mejor y realista” viene marcado por el sesgo. Trataré de explicar mi aseveración, consciente de que el texto se alarga, y hay quienes esperan respuestas breves y de pocas líneas a problemas enrevesados y de profundas raíces.  También estoy consciente de algo más fundamental: no escribo con la pretensión de un general que dirige el combate desde una colina, ni como un ajedrecista que mueve las piezas, ni escribo como un político que intenta vender una narrativa de conveniencia a su poder; no hago más que ejercer mi derecho humano, y lo que creo ser mi obligación ética, de buscar con integridad la luz del entendimiento, para alumbrar un proceso en el que millones de vidas humanas y el futuro de nuestra nación están en juego. 

La estrategia de pacto electoral y la venezolanización de Nicaragua

Por eso, tengo que afirmar lo que creo: es falso que Nicaragua enfrente tres alternativas, de las cuales solo una—pactar la impunidad con Ortega—alejaría al país del infierno de la tiranía o de la guerra. Creo haber explicado suficientemente, aunque podría agregarse mucho más, que un pacto democratizador con la dictadura no es posible, y, de hecho, me parece que la segunda alternativa que contempla Humberto Belli “una situación similar a la venezolana, que el tirano se quede a sangre y fuego” es ¡precisamente! lo que está ocurriendo como resultado de la estrategia de pacto electoral. De hecho: ¿no es evidente que dicha ‘estrategia’ ha sido impuesta por el tirano a sangre y fuego?  

No es lo mismo partido político que cartel criminal

No debe olvidarse que, con todo y los crímenes y abusos cometidos durante la primera dictadura del FSLN en los ochenta, muchas de las transgresiones eran parte de una dinámica política, y tenían al menos –en buena parte de lo que constituía la base de apoyo y de activistas—un sustrato de convicción ideológica.  Aunque fuese desde entonces un ente autoritario, hostil al espíritu liberal de la democracia, el FSLN era una organización política, corrupta en la cima, endiosada en el poder, e insensible en sus manifestaciones más fanáticas al sufrimiento de otros; pero, aun así, una organización política.  

Ya no. El partido hace mucho tiempo quedó vaciado de convicción, de principios, y de políticos. Lo que une a sus actuales miembros es el crimen y su beneficio. Trágicamente, lo que articula la relación de sus líderes con otros sectores de la sociedad—como el ‘gran capital’—es también el crimen y su beneficio. 

Proponer una convivencia democrática con ellos, esperando con ellos coexistencia pacífica, es como proponer que la mafia calabresa o el cartel de los Zeta, o la Cosa Nostra, reciban bendición judicial y tolerancia para –supuestamente—transitar a la paz y la democracia. 

El cinismo de Cruz

La renuencia de muchos a pactar con Ortega no es apenas, como insinúa Belli, incapacidad de ser lo suficientemente maduros o flexibles para aceptar un “enojoso acomodo político” (no es, para empezar, político).  No es que seamos “quisquillosos”, o “perfeccionistas”, o “intolerantes”.  Tampoco es, como cínicamente arguye Arturo Cruz Sequeira, que queramos “degollar” a todo el que tenga simpatías por Daniel Ortega. Digo “cínicamente” sin hesitar, porque es un atropello a la decencia y a la razón escudarse en una falsa defensa de los derechos humanos del “25%” que, dicen, apoya al régimen—derechos que ningún demócrata amenaza—para defender el pacto siniestro que buscan poner en práctica, por intereses mezquinos, con un capo genocida. 

¿Habrá guerra?

La historia, y toda la evidencia reciente, nos enseña que la verdadera disyuntiva para Nicaragua es más terrible y menos negociable que las opciones que Belli presenta en orden administrativo. 

Por el camino actual, mientras el proceso político permanezca monopolizado por los grupos que se adueñaron del escenario luego del aplastamiento de la rebelión de Abril, Nicaragua marcha hacia un nuevo ciclo trágico de continuismo dictatorial, pacto zancudo, y– como los problemas de fondo no se solucionan–un eventual estallido violento. No hay que ser Nostradamus, no hay que ser un profeta o un vidente para saber que esto es lo que aguarda, sea en unos meses, sea en unos años.  Este patrón se ha repetido con tal regularidad, que el pronóstico es bastante seguro. Los detalles, por supuesto, nadie puede predecirlos.  

¿A quién beneficia la desesperanza?

Pero este detalle es notable: tanto el clan Ortega, como los clanes que caminan en paralelo, buscando cada vez más desesperadamente el “aterrizaje suave” del sistema, necesitan que el pueblo se sienta impotente, que crea que las únicas alternativas son, como ha dicho Humberto Ortega, “cohabitación o caos”.  Siembran como mejor pueden la desesperanza, porque en la desesperanza son ellos, los dueños virtuales de la vida pública del país, quienes deciden a espaldas y por encima de los intereses de la mayoría, y presentan sus actos como esfuerzos “libertadores”, cuando en realidad lo que hacen es transar con lo peor de la sociedad para asegurar sus privilegios. 

¿Hay manera de evitar un futuro tan grosero?

Hay en el horizonte más sufrimiento para Nicaragua si el pueblo no se libera del yugo político de los clanes, tanto el de El Carmen como los que se reúnen en hoteles de lujo y en tiempos recientes presentan a quienes consideran sus cañones más poderosos y brillantes, a Arturo Cruz y Cristiana Chamorro.  De Arturo Cruz, mercenario político por décadas, no cabe esperar siquiera cercanía a la decencia.  A Cristiana Chamorro cabría sugerirle que no se honra la memoria de su padre transando con la dictadura, participando en un pacto de impunidad como el que está en plena cocción.  Yo ya no tengo paciencia para más pedestales y más héroes, pero creo que toda la evidencia histórica apunta a que Pedro Joaquín Chamorro Cardenal estaría en estos momentos indignado, que no exhibiría ni su nombre ni su rostro en medio de la podredumbre pactista.

En última instancia, todo país construye su futuro, y toda sociedad decide si está dispuesta a pagar el precio que la libertad requiere.  Y en Nicaragua ese precio puede ser muy alto.  Nadie está obligado a ser héroe o a ser mártir, a pagar ese precio. Pero la alternativa es también muy dolorosa: una dinastía organizada para aplastar la vida, en complicidad feliz con ciudadanos respetables que solo quieren hacer negocios.  

¿Habrá guerra? No necesariamente. Pero no habrá libertad sin lucha, y el pueblo, al fin y al cabo, decidirá los medios.  El pueblo, al fin y al cabo, decidirá si quienes hoy se arrogan su liderazgo sirven. Y si no sirven, otros vendrán. La historia no se detiene por decreto, ni por miedo.

Lo ideal sería que no hubiera violencia. Pero lo verdaderamente ideal es que no haya dictadura, ni antes ni después de la violencia. 

Francisco Larios

El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org. Artículos de Francisco Larios