Crónicas de un nica exiliado en Guanajuato
(Primera parte: La llegada)
Jeancarlos Saravia
Desnudo, sin ambages, pero respetando la identidad de quienes aparecerán invocados, presento a los lectores de Revista Abril unas crónicas acerca de mi viaje como exiliado por la tierra de José Alfredo Jiménez. Hoy, cuando abundan los impostores del destierro, esos a quienes el COSEP otorga becas y estipendios por defender una falsa unidad opositora desde una habitación confortable en Estados Unidos, considero importante rescatar mi propia experiencia, una que también podría considerarse universal: la de los miles de nicaragüenses pobres que llegan a otro país esperando encontrar una renovada geografía de la felicidad.
A Melisa, para que continúe queriéndome;
a Rafaela, por si algún día me lee
Llegué a Guanajuato capital en octubre del 2018. Solo traía conmigo cincuenta pesos, una maleta pequeña y la ilusión de conseguir más dinero mientras intentaba sobrellevar el exilio que me forzó a dejar Nicaragua durante seis meses en circunstancias un poco singulares.
Aquel día me paré afuera de la terminal de buses, saqué los cincuenta pesos y me propuse viajar en taxi hasta el bar Golem, ubicado en el mero Centro Histórico.
—Son setenta, joven.
—Cincuenta, por favor. Es lo único que tengo.
—Mira, güey, aquí los viajes tienen un precio estándar por distancia recorrida. Te llevaré en setenta, a menos que te pase tirando cerca del mercado.
Recibí la misma respuesta ocho veces. Al ser incapaz de afectar el corazón de algún taxista, caminé hasta una gasolinera colindante y quise extraer billetes de una tarjeta de débito. Pensaba que quizás mi hermana mayor ya había depositado la liquidación total de mi antiguo trabajo nicaragüense. Quizás con eso completaría los setenta del recorrido.
Pero no, no pude sacar nada del cajero automático. Había un error en el sistema.
«Chingada madre», me dije. «Hijos de la gran perra. Solo a mí me pasan estas vainas». Esas palabras las había repetido no sé cuántas veces desde los 13 años. Por esa razón me llaman en mi familia «el nicamexicano».
Con la maleta, los cincuenta pesos y el conocimiento de un futuro desalentador, iba arrastrándome hacia el fracaso de la plena noche guanajuatense cuando recibí la llamada de un tal «C Ortiz»: así lo tenía anotado en el teléfono.
—¿Dónde estás, mi nica?
—Cerca de la terminal, en una farmacia que tiene en el techo la imagen de un superhéroe musculoso.
En menos de veinte minutos, C Ortiz llegó a traerme en su vehículo, y en menos de dos horas ya había visitado los dos negocios de bares que él comanda en el lugar montuoso de las ranas.
Debo dejar constancia de lo hermoso que me resultó Guanajuato desde que lo sentí y lo viví por primera vez. Sus túneles, las altas casas megacoloridas que anuncian un cielo en picada, los hombres y mujeres amables que te invitan a tomar copa y pasarla chido («tuani») el mismo día en que los conocés: todo Guanajuato se asimila a la vida espontánea, libre y abierta que describe el novelista estadounidense Jack Kerouac en sus novelas de aventuras.
Sin embargo, me hallaba en Guanajuato con el fin de trabajar en el Festival Internacional Cervantino que año con año se realiza en ese municipio. Gentes de todo el mundo lo visitan a la vez que disfrutan de los eventos culturales que se ofrecen en el Teatro Juárez, la Universidad de Guanajuato y algunos jardines callejeros que funcionan como parques o centros turísticos donde uno puede ver aglomerados a cantidades infinitas de paseantes dispuestos a comer primero en el buffet más caro y dejar luego la piel en alguna discoteca burda.
Al día siguiente, pasada la goma fugaz que me produjeron cinco tragos de vodka y diez de cerveza, C Ortiz me presentó a su hijo y a la mamá de este.
La casa, aunque no lo pude apreciar muy bien por la madrugada, era enorme y con bastantes lujos. Reconozco que en los sucesivos días llegué a sentirme cómodo en ese espacio. C Ortiz compraba provisión de alimentos cuando se lo solicitaba, íbamos juntos al supermercado una vez por semana y también me ofrecía dinero prestado para satisfacer cualquier antojo que tuviera yo de pronto en la calle.
En cuanto a su hijo, J, de año y medio, nos caímos bien de entrada. C Ortiz nos llevó a todos hasta unas aguas termales en las que nos bañamos, jugamos a ser perseguidos por tiburones invisibles y conversamos mejor sobre cada uno de nosotros.
—¿Y qué vienes a hacer aquí, a Guanajuato? —me dijo B, la mamá de J, una vez que se esfumó cierto alejamiento inicial entre ambos.
—C Ortiz me ofreció trabajar como cajero en alguno de sus negocios.
—¿Y qué más? ¿No viniste a estudiar? ¿Qué otros planes tienes? ¿Vas a quedarte a dormir en nuestra casa? ¿Fue él quien te invitó a venir a Guanajuato? ¿Cómo se conocieron?
Yo, por desgracia, era un ser sin respuestas. Cualquiera que ahí formulase hubiera sido pretenciosa y hasta absurda. Lo mejor entonces era responder con prudencia y quizás callar ante preguntas que pudiesen comprometer mi propia suerte.
B no percibió aquello y desde entonces comenzó a verme con algo de incomprensión. «Este güey no sabe ni a lo que viene. No manches, lo trajeron de un país que no recuerdo cómo se llama», la escuché decir alguna vez mientras hablaba por teléfono con alguien.
Por otro lado, las cosas entre B y C Ortiz no marchaban del todo bien. Había entre ellos roces, pleitos, gritos, excusas, términos altisonantes. Deduje que tal declive del amor tenía algo que ver conmigo, con mi llegada a una casa en la que C Ortiz me abría sus puertas con verdadera solidaridad.
Tiempo después, no obstante, pude concluir que yo solo había llegado a la casa en el momento menos oportuno. El peor en la vida de C Ortiz.
Un día B alistó maletas, fue a recoger a su hijo al colegio y C Ortiz no supo más de ellos en muchos meses.
Recuerdo el día con mucha lucidez. B se despidió efusiva de mí, abrazo y apretón de manos incluidos.
—Nos vemos, Jeancarlos. Cuídate mucho. Te deseo toda la suerte del mundo en este estado y en cualquier parte del país adonde vayas.
Las palabras y el abrazo de B me parecieron honestos. Aun así, días antes de regresarme a Ciudad de México, C Ortiz me contó que, como yo había estado en Guanajuato mientras una caravana de migrantes centroamericanos recorría anhelosamente la frontera entre Guatemala y México, ella —B— le había expresado sobre mí lo siguiente:
—¿Por qué traes a un pinche migrante centroamericano a mi casa? Ya no tienes respeto por nadie, ni siquiera por tu propio hijo. ¿Cómo puedes saber si Jeancarlos no es un violador que desea matarnos a mí y al niño?
Comprendo hasta cierto punto la desconfianza que manifestó B hacia mi persona. En verdad, yo era un extraño, un perfecto desconocido en quien C Ortiz estaba depositando su trabajo, su casa y su familia sin ningún tipo de filtro más que la mera intuición que lo caracteriza. Lo que sí no comprendía es que hubiera seres capaces de mostrar personalidades múltiples en cuestión de puertas, llamadas y segundos.
Hay gentes así. Parecen camaleones o fantasmas, cambian repentinamente de formas, desaparecen entre las apariencias más inconcebibles, van dañando —vistiendo—conciencias a través de sombras, olvidos y confusiones. Existen muchas maneras de poder detectar a este tipo de personas. Poco a poco, con el tacto, la cultura ambivalente de Guanajuato me enseñó a quitarles el velo.
[Continuará…]