El árbol colorado, un incendio en el cerro
(o de cómo conocí la poesía de Gaitán Durán)
En los tiempos más o menos fundacionales de lector de poesía, en Colombia, resultaba endémico que cualquier lector en ciernes comenzara su aventura poética con 20 poemas y una canción desesperada de Pablo Neruda (1904-1973), tanto que incluso hoy en día casi sobra comentar que esa fue la primera lectura de poesía amatoria o erótica leída a las puertas de la adolescencia. No reniego, por supuesto, de esa lectura; lo que pretendo contar es el lapso, ya en los primeros meses universitarios, en que llegó a mi mesa de lectura la poesía (erótica) de Jorge Gaitán Durán, poeta colombiano nacido en 1924 y muerto trágicamente en un accidente aéreo, al igual que algunos otros desafortunados que han terminado por convertir este destino –aéreo– en un locus eremus (lugar inhóspito) de muerte a la hora de tomar un avión (Carlos Gardel, Marta Traba, Ángel Rama, Rosa Sabater, Manuel Scorza o Jorge Ibarguengoitia. Tristemente favorecidos con este tema).
Con todo, es sorprendente la manera como va cambiando la moral de nuestra lengua, en campo erótico, a pesar de las reticencias ya crónicas de adoptar el corsé de lo políticamente correcto. Durante mucho tiempo me deslumbró la poesía erótica del chileno Gonzalo Rojas y aún hoy recuerdo su lectura con satisfacción. Sin embargo, algo ha cambiado en mi percepción de la lengua con el paso de los años, porque aunque me parece contraproducente ceder acríticamente a coerciones públicas, encuentro que esta parte de la poesía de Rojas ha envejecido a velocidad de meteoro. No así el resto de sus poemas de vertiente política o meta poética. Gonzalo Rojas –qué necesidad hay de decirlo–, sigue siendo uno de los grandes poetas americanos del siglo XX.
Pero esa historia no va de eso; esta historia va de cómo en cierto momento de cambio de conciencia aparece Jorge Gaitán Durán en mi vida de lector. Acababa yo de contravenir el mandato familiar de estudiar Jurisprudencia o Ciencias de la Comunicación Social; como no tenía valor entonces, recién exadolescente, a escondidas comencé a frecuentar la Facultad de Letras habiendo abandonado, también en secreto, la otra carrera menos interesante aunque más beneficiosa para mi familia. La literatura era algo indecente, algo prohibido, y he ahí que en medio del cambio de papeles la muchacha con la que entonces salía, me regaló los libros de un tío suyo que a nadie importaban en su casa; efectivamente se trataban de los poemarios de Jorge Gaitán Durán (poeta existencialista, «poeta maldito» colombiano).
Que la literatura es (¿era?) algo indecente, sospechoso y que despierta peligrosamente las conciencias dormidas tiene mucho que ver con las tertulias nocturnas que empecé a frecuentar en el centro de Bogotá, en la casa de poesía Silva, durante los últimos años ochenta del siglo XX. Para ese muchacho el vin brulé y la conferencia dictada por el entonces joven poeta Ramón Cote Baraibar acerca de la poesía erótica de Gaitán Durán –una de las voces más interesantes de la Colombia del siglo XX–, su diario de viaje, así como su devoción por el marqués de Sade y por la conjetura del erotismo y la transgresión de Georges Bataille lo pueden ilustrar al detalle. Había perdido la buena conciencia y la poesía era no solamente aliado de esa transgresión, sino fiel compañera del pensamiento y borrador de la libertad para un joven en ciernes. Tanto así que una familia bien y adinerada como la de este poeta colombiano había decidido ignorar su memoria y hacerlo pasar por un tío materno, bohemio, loco y despilfarrador que algún libro había publicado –al menos eso era lo que mi fiancée contaba como la versión oficial familiar -en la sala de su casa donde veíamos televisión hasta altas horas de la madrugada–.
Esa «noche matriz», de cuando sus primeros poemas entraron en mí, perdí la buena conciencia y lo que fue una travesura nocturna, años después se convertiría en el tema de mi tesis de grado y la piedra angular sobre la que escaparía de mi destino prefabricado para empezar a ver la poesía como una aliada del pensamiento, el argumento mejor para vivir una vida, si no libre, por lo menos convencida de su independencia.
No quiero contar por entero la noche rocambolesca que siguió a la lectura de esos poemas, porque eso sería no solo injusto con el lector, sino que implicaría meterse a contar excesos de un grupo de intelectuales –en realidad, bohemios acosadores– que me invitaron a seguir la tertulia en el apartamento de uno de ellos, donde solían seducir y corromper a menores inadvertidos –mayores de edad, eso sí–, estudiantes de una prestigiosa Universidad. Pero entrar esa noche a la noche de la poesía, ha sido uno de los mejores momentos que tengo para contar. Uno de los numerosos episodios acerca de cómo entra la poesía en una vida que decide dejarse llevar por las pulsiones que despierta.
Hoy en día sería capaz de afirmar sin tapujos que la poesía de Jorge Gaitán Durán supera a los poemas eróticos de Rojas –ese otro monumento de la poesía chilena–, siendo aquéllos bastante menos conocidos que los de Gaitán Durán. En su lengua erótica el deseo y la transgresión siguen volando con elegancia, soltura y pensamiento crítico. En particular, en lo referente a la corporeidad, a la materialidad y al discurso a propósito del deseo, pues Gaitán Durán, es aún hoy un fino seguidor de Merleau-Ponty: lenguaje y pensamiento están envueltos, implicados uno dentro del otro: del mismo modo como el cuerpo no es el revestimiento exterior de la conciencia, la palabra tampoco sería el revestimiento exterior del pensamiento.
Sin embargo, no se trata de una carrera de caballos o de una medalla meritoria. En poesía, cada poeta sobrevive gracias al lector huésped que acoge sus palabras en su morada interior, pues como dice Emmanuel Lévinas «morar no es precisamente el simple hecho de la realidad anónima de un ser arrojado a la existencia como una piedra que se lanza hacia atrás. Es un recogimiento, una venida hacia sí mismo, una retirada a casa como en una tierra de asilo, que corresponde a una hospitalidad, a una espera, a una acogida humana».
Perdí mi juventud en los burdeles
(Gonzalo Rojas)
Perdí mi juventud en los burdeles
pero no te he perdido
ni un instante, mi bestia,
máquina del placer, mi pobre novia
reventada en el baile.
Me acostaba contigo,
mordía tus pezones furibundo,
me ahogaba en tu perfume cada noche,
y al alba te miraba
dormida en la marea de la alcoba,
dura como una roca en la tormenta.
Pasábamos por ti como las olas
todos los que te amábamos. Dormíamos
con tu cuerpo sagrado.
Salíamos de ti paridos nuevamente
por el placer, al mundo.
Perdí mi juventud en los burdeles,
pero daría mi alma
por besarte a la luz de los espejos
de aquel salón, sepulcro de la carne,
el cigarro y el vino.
Allí, bella entre todas,
reinabas para mí sobre las nubes
de la miseria.
A torrentes tus ojos despedían
rayos verdes y azules. A torrentes
tu corazón salía hasta tus labios,
latía largamente por tu cuerpo,
por tus piernas hermosas
y goteaba en el pozo de tu boca profunda.
Después de la taberna,
a tientas por la escala,
maldiciendo la luz del nuevo día,
demonio a los veinte años,
entré al salón esa mañana negra.
Y se me heló la sangre al verte muda,
rodeada por las otras,
mudos los instrumentos y las sillas,
y la alfombra de felpa, y los espejos
copiaban en vano tu hermosura.
Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer, y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor
a muerte.
No he podido saciarme nunca en nadie,
porque yo iba subiendo, devorado
por el deseo oscuro de tu cuerpo
cuando te hallé acostada boca arriba,
y me dejaste frío en lo caliente,
y te perdí, y no pude
nacer de ti otra vez, y ya no pude
sino bajar terriblemente solo
a buscar mi cabeza por el mundo.
Si mañana despierto
(Jorge Gaitán Durán)
De súbito respira uno mejor y el aire de la primavera
Llega al fondo. Mas sólo ha sido un plazo
Que el sufrimiento concede para que digamos la palabra.
He ganado un día; he tenido el tiempo
En mi boca como un vino.
Suelo buscarme
En la ciudad que pasa como un barco de locos por la noche.
Sólo encuentro un rostro: hombre viejo y sin dientes
A quien la dinastía, el poder, la riqueza, el genio,
Todo le han dado al cabo, salvo la muerte.
Es un enemigo más temible que Dios,
El sueño que puedo ser si mañana despierto
Y sé que vivo.
Mas de súbito el alba
Me cae entre las manos como una naranja roja.
Verano uvas rio
(Jorge Gaitán Durán)
El tiempo pasa por el río
Tan dulcemente como fluye
El agua. Lleva al nadador
Adolescente, enjuto, rojo,
Que bajo el sol de los venados
Come uvas. Las más doradas
Avispas del día lo aturden
Con zumbidos, destellos, brisas
Rápidas. Cuando siente un aire
De luna, aléjase silbando
Por la orilla.
Se reconoce
El extranjero en ese instante
De demorada luz y fresca
Sombra y vaho entre las frutas.
Mas ya nada es suyo. Verano,
Uvas, río, todo concluye
Con la noche que envuelve y borra
La juvenil cabeza rubia.
Por la ciudad natal en fiesta
Desconocido cruza el hombre.
Valle de Cúcuta
(Jorge Gaitán Durán)
Toco con mis labios el frutero del día.
Pongo con las manos un halcón en el cielo.
Con los ojos levanto un incendio en el cerro.
La querencia del sol me devuelve la vida.
La verdad es el valle. El azul es azul.
El árbol colorado es la tierra caliente.
Ninguna cosa tiene simulacro ni duda.
Aquí aprendí a vivir con el vuelo y el río.
De repente la música
(Jorge Gaitán Durán)
La pura luz que pasa
Por la calle desierta.
Nada humano
Bajo el cielo abolido.
La blancura absoluta
De la ciudad confunde
La muerte y el sigilo.
De repente la música,
La sombra de los amantes en el agua.
Sé que estoy vivo
(Jorge Gaitán Durán)
Sé que estoy vivo en este bello día
Acostado contigo. Es el verano.
Acaloradas frutas en tu mano
Vierten su espeso olor al mediodía.
Antes de aquí tendernos no existía
Este mundo radiante. ¡Nunca en vano
Al deseo arrancamos el humano
Amor que a las estrellas desafía!
Hacia el azul del mar corro desnudo.
Vuelvo a ti como al sol y en ti me anudo,
Nazco en el esplendor de conocerte.
Siento el sudor ligero de la siesta.
Bebemos vino rojo. Esta es la fiesta
En que más recordamos a la muerte.
Juan Pablo Roa Delgado
juan pablo roa delgado (Bogotá, Colombia, 1967). Tras un viaje por Portugal e Italia (1993-1997), se estableció en Barcelona (España) en el año 2000, donde trabaja como editor. Ha publicado los libros de poesía Ícaro, (Bogotá, 1989), Canción para la espera (Bogotá, 1993), El basilisco (México, 2007) Existe algún lugar en donde nadie (Palma de Mallorca, 2011; Zaragoza, 2017) por el que obtuvo en 2010 el XXXV premio de poesía Vila de Martorell, Cuaderno del Sur, (Madrid, El Sastre de Apollinaire), Renga (Barcelona, Animal Sospechoso, en colaboración con Alberto Silva y Misael Ruiz Albarracín) y Este día, este momento (Zaragoza, Pregunta Ediciones, 2022). Ha traducido obras de las poetas italianas Amelia Rosselli (Poesías, Montblanc, 2004), Ana Maria Giancarli (Arqueología del presente, Madrid, 2013) y Antonella Anedda (Desde el balcón del cuerpo, Madrid, 2014). Es fundador y director de Animal Sospechoso (librería y editorial especializadas en poesía) y de la de la revista anual de poesía Animal Sospechoso de Barcelona. Asimismo, trabajó con Nicanor Vélez Ortiz en la Colección de Poesía y en la de Obras Completas del sello Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg de Barcelona entre 2000 y 2010.