El asalto contra Amaya Coppens
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
El desierto
La larga historia de miserias de nuestra Nicaragua, décadas, siglos deambulado en un desierto de opresión y penuria, pesa sobre las almas de la gente de bien, de los jóvenes que abren los ojos a una realidad que heredan sin remedio, como si una voz estentórea, en medio del cielo tenebroso, sentenciara: “todas estas maldiciones caerán sobre vos, te perseguirán y oprimirán hasta que hayás sido eliminado”. No en vano hay una distancia, que a muchos parece irremontable, entre el sueño de ser libres y el bochorno diario de paramilitares, caudillos decadentes y políticos rapaces que brotan como hongos en la madera podrida de la desesperanza.
Pero tarde o temprano, el cíclope duerme. Tarde o temprano, nace una oportunidad. ¿Cómo aprovecharla? De eso se trata aprender, mientras se avanza en el desierto. Y de eso se trata la prisa y el esfuerzo de los poderosos: de impedir que aprendamos. De apagar cada luz que se encienda en la marcha, de doblegar cada cerviz que se yerga, de atormentar y aterrorizar, para que escarmiente, a cualquier espíritu libre que se atreva a recordar que el sueño vive, que podemos avanzar en su dirección.
El asalto a Amaya Coppens
De esto se trata la feroz y vilmente calibrada ofensiva mediática contra la joven dirigente estudiantil y reconocida ex prisionera política Amaya Coppens, luego de que ella resumiera, en un artículo reproducido en Revista Abril, la idea y sentimiento que alberga, junto con otros de su generación, sobre quienes se dicen líderes democráticos.
Su artículo, un documento para los tiempos, transmite potentemente la fe que arde aún entre los jóvenes, la decepción que amenaza con abrumarla, la dureza de las lecciones aprendidas, y el descubrimiento de la realidad del poder bajo el velo que el poder mismo construye.
Esto último, para las élites corruptas de Nicaragua, es grave amenaza: no conciben peligro más grande que el que surge cuando alguien, de quien la población conoce solo integridad y valentía, contradice la fábula oficial y cuenta lo que ha visto allá adentro, donde usualmente solo tiene acceso un estrecho círculo de privilegiados que se protegen mutuamente.
Por eso el hermetismo es la práctica codificada de los clanes que controlan Nicaragua. ¿Cómo han permitido que se produzca esta rajadura en su coraza de secretos? No les ha quedado más remedio. Once años de abierta y muy feliz complicidad con el régimen, un genocidio documentado, un “dejar hacer” a la represión brutal de Abril—y ellos desnudos a media plaza, exhibiendo su iniquidad, su codicia, su desprecio por la gente, y las incalculables fortunas que en sociedad con la nueva clase sandinista han acumulado sobre las espaldas sangrantes y los rostros llorosos y el terror impuesto a todo un país.
Pero, atención: nuestros “modernos” encomenderos, gente que es más ciudadana en Washington, D.C., que en Nicaragua [allá hacen generosas “donaciones” para comprar acceso y buena prensa], saben que en las inversiones hay riesgos que precisan mitigarse; “cobertura”, dirían sus financistas.
¿Cómo?
A un costo relativamente bajo para ellos; quizás, de hecho, insignificante, dado el apoyo que han recibido, grupos políticos que sirven a la “oposición”, de quienes pagan impuestos en Estados Unidos, como indica la información pública de ese país. Con estos fondos, y unos centavos de su buchaca oligárquica, basta y sobra para amortiguar el empuje de muchas conciencias. Las grotescas inequidades económicas y de seguridad física abaratan la tarea.
De tal manera que las élites y sus agentes (“operadores”), mostrando más o menos la misma densidad de escrúpulos que han desplegado en su alianza con el clan de El Carmen, aplican, a grosso modo, dos tratamientos: si pueden atraer ‘amistosamente’ al descontento, lo hacen; si el descontento no se deja cortejar, el siguiente paso es buscar cómo neutralizarlo.
Para quienes aceptan, apoyo mediático y financiero; para quienes cuestionan, todo tipo de maniobras destinadas a apagar el incendio de la verdad inconveniente. Para unos, becas, viajes, acceso a sus medios de comunicación, al ‘privilegio’ de la membresía, aunque sea revocable y temporal, en esferas que antes les eran imposibles de alcanzar. Para otros, primero una estrategia de silencio y censura, luego la difamación en redes, la destrucción del perfil moral hasta apagar la voz que entona la crítica.
Esta es la rutina que han puesto en marcha contra Amaya Coppens. Qué resultados obtendrán es imposible predecir. Los operadores de las élites tienen a su favor el régimen de terror impuesto por Ortega, que ellos toleran. Tienen a su favor una disparidad monstruosa de poder e influencia en la sociedad, largos tentáculos, vieja historia, mucha experiencia, y pocas limitaciones éticas. Enfrentarse a ellos puede llevar, en un país pequeño y paupérrimo, a las fronteras del hambre, y hasta muy recientemente a la impotencia política. Si existe, hoy en día, una salida de esta cárcel, se debe a la irrupción de las cibertecnologías. De no ser por ellas, el silencio. Y el silencio es la meta de quienes han caído sobre Amaya Coppens como bolas de fuego.
¿Lograrán apagar otra voz que lanza la verdad inconveniente a las élites corruptas?
Nadie puede acusarlos de no tratar. La escalada contra la joven rebelde ha sido, de inicio, tentativa, algo confusa, porque saben que se enfrentan a alguien cuyo pasado no pueden cuestionar. Saben que, en nuestra infeliz cultura de heroísmo y martirologio, pero también de ensalzamiento del coraje y la valentía, las credenciales de Amaya Coppens son inasaltables. ¿Qué hacer, entonces?
Lo primero es quitarle la defensa
Llámeme usted, estimado lector, “ingenuo”, por sorprenderme al descubrir que muchas barricadas donde ayer trinaban odas a la lucha de Amaya estén hoy vacías.
Recuerdo que, hasta hace poco, escribían adaptaciones de “tengo una muñeca vestida de azul” para hacer despliegue público de su identificación con Amaya cuando, por segunda vez, el régimen la secuestraba.
Debí, como solía decir aquel antihéroe de caricatura, haberlo “sospechado desde un principio”: la cantata era, al fin y al cabo, condescendiente, como mucha de nuestra música de protesta, que llama a la lástima con tanta frecuencia como llama a la indignación. Peor aún, infantilizaba a la mujer que se alza; delataba que, en el fondo del pozo oscuro de nuestra cultura, la integridad es vista como inmadurez. De esto acusan precisamente a Amaya, de ser, aunque valiente, “inmadura”: “le falta experiencia”; o, “no está bien aconsejada”.
Por esa punta trataron, torpemente, de empezar a deshilachar el valor que las palabras de Amaya podrían tener ante la opinión pública. Como no lograron, de entrada, cuestionar su autoridad moral basados en una interpretación de su experiencia, decidieron cuestionar su habilidad por falta de experiencia.
“Resentida social”
Pero la historia no acaba ahí. La crítica de Amaya Coppens se abrió como una ojiva nuclear, el estruendo sacudió la opinión pública. Por tanto, no podía acabar el episodio en un leve guiño condescendiente. La ofensiva tenía que avanzar, y lo hizo, en direcciones más nefastas. Los estrategas creyeron encontrar, en el texto de Amaya, palabras que podrían conectar con las profundidades ideológicas de nuestra cultura: la muchacha, quién podría negarlo (asumen), es una “resentida social”.
Detengámonos en esta frase, y en su contexto, por un momento. La reflexión puede ser iluminadora. Lo ha sido para mí, al menos. Es una de tantas puertas por las que se cierra el camino a la participación de los ciudadanos en igualdad de condiciones. Es una de las cortinas que cierran el paso al aire democrático, que obstaculizan el ejercicio de los derechos humanos. Es, junto al calificativo “mengalo” –que aplican, por ejemplo, a Maradiaga– un beso oligárquico de la muerte. Ambos términos imponen un límite a la legitimidad de la crítica que venga desde fuera del castillo.
Después, que tenga o no razón Amaya, o que tenga o no razón Maradiaga, deja de ser el tema. Deben descartarse sus puntos de vista como emanaciones de un pozo de inferioridad moral. El “mengalo” es, en cierto sentido, una defensa más cercana a la torre, indica mayor proximidad de ‘peligro’. Interesantemente, en la cultura del racismo en Estados Unidos el vocablo tiene equivalente: un “negro uppity” es un afrodescendiente que no sabe mantenerse en su sitio, que aspira a más de lo que le corresponde. Un afrodescendiente culto y exitoso, en la visión del sureño racista, es uppity: un “mengalo”.
Piernas y escándalos
Todas estas son nociones antimodernas, antidemocráticas, enfermizas, que dicen más de quienes las aplican a otros, que de quienes las reciben. Sobre esto hay mucho que hablar, porque, aunque existe literatura científica enfocada en el tema, es de escasa penetración en nuestra sociedad. En cualquier caso, disipada la neblina–ya que no hay densidad más oscura que un tabú, que el secreto de familia que es prohibido mencionar—puede aterrizarse con naturalidad en la excusa que han empleado para desenfundar la daga del “resentimiento social” contra Amaya Coppens: la alegoría de las “largas piernas aristocráticas” de Cristiana Chamorro.
No pierdan, sensibles críticos, lo esencial del mensaje: los jóvenes que tanto arriesgaron reclaman que cada quién haga su parte. Lo hacen con justicia, con gran franqueza, y con espíritu generoso, considerando lo que han sufrido. No es calumniosa la imagen con que Amaya ilustra ese reclamo, y la frustración que le da origen. “Piernas largas que no logran tocar la tierra” es una descripción poderosa—fíjense la reacción que ha motivado—de la escasa empatía que los grupos cercanos al privilegio han demostrado a través de esta crisis. Dejaron que los pobres, los estudiantes, los más vulnerables, fueran arrasados brutalmente por la dictadura de la que han extraído beneficios por tanto tiempo. Se empeñan en arreglos políticos que, bajo el disfraz de elecciones, incluyen la impunidad a un genocidio. Hablan ya claramente, como lo ha hecho la propia Cristiana Chamorro, del “derecho” del genocida a ser candidato; como hablan tanto Humberto Belli y Humberto Ortega, de “convivir”, de “cohabitar” con los asesinos de El Carmen, es decir, de pactar que sus crímenes sean perdonados y olvidados.
Todo esto, y no una imagen literaria, es el verdadero escándalo moral, que quieren difuminar poniendo en escena un monólogo lastimero, en el que Cristiana es víctima de injusta discriminación.
Dicho sea de paso, si actúan en política con la presunción de cortes medievales, de espaldas al pueblo, discutiendo el futuro de la nación encerrados en palacio, no deben sorprenderse del calificativo “aristocrático”. Creo más bien sorprendente que finjan indignación ante él, cuando todos sabemos—es uno de los secretos de la familia—que las profundas heridas sociales de Nicaragua son anchas distancias entre la élite y el resto de la ciudadanía; cuando además sabemos que en buena parte de la élite hay un culto a esa distancia.
¿Lealtad al clan, o compromiso con la libertad de todos?
He apenas tocado la superficie, hecho un inventario muy parcial, del esfuerzo de demonizar a Amaya Coppens, que ahora incluye la insinuación insidiosa, publicada en un editorial de La Prensa por Humberto Belli, de que por “oscuros resentimientos”, la crítica de la joven lideresa “deleita” a Rosario Murillo. Con toda honestidad, el comentario me parece decepcionante. He conversado con Humberto Belli, siempre de manera cordial y civilizada, y me cuesta creer que una persona de su formación, un antiguo Ministro de Educación de Nicaragua, reaccione como si debiera hacerse la guerra a quien ejerza el derecho humano a la libre expresión, a la crítica que apunta hacia el poder. Es verdaderamente lamentable, y ocurre mientras un torrente de ataques anónimos se expande en las redes, todos dirigidos a socavar la imagen moral de Amaya Coppens.
Yo a ella no la conozco, y aparte de apoyar su oposición hasta hoy vertical a la tiranía, no puedo decir en qué estamos de acuerdo, y en qué no. Pero no estoy dispuesto a violentar el espíritu de libertad proclamado por Voltaire: esté o no uno de acuerdo con la opinión de Amaya Coppens, hay que defender a toda costa su derecho a expresarla. No hay que esconderse, no hay que meter la cabeza en la arena, como han hecho incluso muchas militantes feministas que prefieren no dar la cara en esta ocasión, mostrando así mayor lealtad al clan político que apoya a Cristiana Chamorro que a su supuesta compañera.
No hay que permitir que estos clanes del poder, que las élites que han hundido a Nicaragua en la miseria, la postración intelectual, social y moral, sometan a los espíritus rebeldes, a las mentes que sueñan, a los jóvenes que quieren imaginar un mundo mejor. No hay que permitir que los “eduquen”, a la manera de los regímenes totalitarios, en un gulag.