La poesía como animal de presencias
(Lectura de El paisaje es un animal solitario, de Cristina Grisolía)
Tal vez la constante que reúne la propuesta poética de El paisaje es un animal solitario se puede condensar en uno de los versos del poema de Miguel Casado que preceden el libro, a modo de prologuillo, en el que se puede leer que «Mirar es compartir el mundo». Acaso porque el paisaje adquiere su carácter animal justo en el momento en el que es mirado por el ser humano.
Mirar por su parte, contiene los requisitos indispensables para que el poema sea poema, si tan sólo nos acercamos a la primera denotación de esta palabra que nos da el diccionario. Esto es «Dirigir la vista hacia algo y fijar la atención en ello».
A partir de ahí cualquier elaboración poética tiene su fundamento, su estética y su razón de ser pensamiento que canta. La intención de la mirada vale más que la propia mirada y el pensamiento cuántico nos daría su beneplácito.
Sobra decir a estas alturas que la poesía simplemente explica con palabras aquello que no se puede explicar con palabras, que es imposible reducir a la lógica, no ya la poesía, sino la totalidad del mundo visto desde los ojos de lo humano.
Para lograr esto, Cristina Grisolía se vale de las metáforas del arte para expresar lo que es el poema con respecto a la meditación, es decir, tomar al poema como bastidor, e incluso el poema mismo se interroga asimismo desde la belleza, acerca de su verdad, tal como sucede en el poema de página 47 cuyos últimos versos concluyen afirmando
Piedras en gris y blanco veteadas
cuyas incrustaciones coralinas
interrogan la validez del poema.
Podríamos decir que en la Cristina Grisolía de El paisaje es un animal solitario el flujo de la escritura se funde con los lugares, las piedras, las huellas, la geografía y los objetos que estudia mediante la mirada, y más específicamente, mediante la mirada de la artista. Pero ¿cómo se llega a la verdad en poesía? Se puede afirmar sin tapujos: desde el amor a la cuerda floja, desde el tanteo, desde la mirada oblicua –el poema jamás mirará a los ojos a la Gorgona sino desde el juego de los espejos–, tal como dice en su poema de la página 27:
El faisán bordea la alambrada
es un día soleado y esta noche las estrellas
repetirán el minúsculo cambio de orientación.
Tampoco yo tengo un Lugar preciso
bordeo y me oriento.
Ahora bien, no pretendo hacer un inventario al por menor de todo lo que contiene el libro, pues no sólo sería una paradoja borrar todo lo dicho hasta ahora con tan solo plumazo, sino porque un libro de poesía de estas características jamás se termina de leer. Además, por mucho que me empeñé en una lectura lógica del libro y de sus partes estaría desvirtuando toda posibilidad de sorpresa innata a este libro. Porque a decir verdad, es imposible agotar con el instrumento de la lógica toda la polifonía y la gran condensación de connotaciones que se crean con la lectura de estos poemas. Como ya lo veremos más adelante, me refiero en particular a las partes cuarta, quinta y sexta del libro. Y ya que adelanto esta característica del libro, diré que cada una de las seis partes que componen el libro están precedidas por un poema en prosa que abre una determinada atmósfera de lo que será dicha parte del libro.
Procede entonces enumerarlas y resaltar algunos fragmentos de esas 6 partes y algún comentario sumario para no alargarme inútilmente en cuestiónes que el lector podrá profundizar leyendo y releyendo este libro.
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La primera parte del libro es una invitación a contemplar, a mirar con esa mirada segunda del que piensa y se alimenta con el pensamiento de lo visto. Ya desde el poema en prosa que precede a esta primera parte sobresale el fragmento que habla de «la pureza individual de la contemplación». Evidentemente es una invitación a la entrega por parte del lector al candor, a la inocencia momentánea y a la belleza que pueden llevar a tener la contemplación y la reflexión hecha desde la inteligencia del poema. Ya en esta primera parte del libro podríamos adherir a la propuesta de que sin contemplación no es posible esta poesía.
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La segunda parte del libro, que sería algo así como un refuerzo de la razón estética propuesta ya en la primera parte del libro, sorprende la frase del poema en prosa que dice: «Visitó numerosos museos en busca del paisaje que plasmara el color exacto de la abandono y del amor perdido».
Aquí con una pequeña hendidura en la sintaxis, la poeta en vez de hablar del color capaz de plasmar lo buscado transfiere esa cualidad de la pintura al paisaje mismo. Lo que en mi opinión habla ya de la naturaleza segunda del arte aludida hace poco, y no ya de la naturaleza observada. En un abrir y cerrar de ojos estamos inmersos en la naturaleza del arte de hacer pensar al espectador con sólo desplazar los significados primeros que nos dan la realidad o el paisaje.
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La tercera parte no solo nos daría la razón sino que arremete contra las formas del mundo imperfecto que sólo a través de la mirada del arte o del poema logra su perfección, su belleza. En efecto, el tercer poema en prosa que abre esta sección esconde todo su poder connotativo en el fragmento que dice «la brizna y el narciso en el vaso curvan la sencillez de la mesa». Acaso porque con la belleza el arte logra corregir el mundo o llenarlo de sentido.
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Sin embargo, la cuarta parte del libro vendría decirnos que no existe la belleza sin el mal, sin el dolor, sin la crueldad, sin esa porción animal, salvaje y distorsionada que yace inmersa en el ciego obrar humano. Bien lo puede ejemplificar el fragmento del poema en prosa que precede a esta parte en donde se nos dice que «las metáforas del miedo se hacen impenetrables».
Es importante anotarlo, porque no estamos ante una poesía del yupi y el tralalá que nos presenta la poesía como tabla de salvación, o como arma mágica y omnipotente que todo lo puede contra aquello que tememos y no deseamos del mundo, porque el mundo también es dolor sufrimiento y muerte, y hasta en cierto sentido, el mal también posee su poesía.
En esta parte, ya de una manera un poco críptica, se nos habla de los males típicos del ser humano de nuestro tiempo, es decir del habitante de las ciudades, porque aquí los poemas nos hablan de las amenazas del robo, de la ferocidad de una tormenta natural en contra de la cual no hay resguardo posible ni solución de bondad. Nos habla incñuso o del espectáculo en que se convierte una amenaza de suicidio, que en vez de lograr un llamamiento solidario, lo que consigue es que la estulticia humana sea capaz de convertir esa tragedia en una fuente posible de espectáculo. No olvidemos que, no en vano, hace decenios se habla, en el mundo urbanizado de los siglos 20 y 21, de que se vive en una sociedad del espectáculo, en donde se ha perdido toda referencia a la solidaridad humana y el individuo ha sido sustituido por un simple espectador indolente del mundo.
Pero la poeta va más allá de esta enunciación y en un acto de no contrición compone un poema en esta cuarta parte del libro en el que la mano que escribe el poema llega al extremo de achicharrar a un insecto en su ciega obsesión por acabar aquello que nos espanta:
aproximo la llama con cuidado
de mantenerla fija, sin temblor
vertical la acerco al insecto.
No quiero describirlo ni nombrarlo –
lo quemo lo achicharro.
En el debate, al fin el cuerpo consume
la antorcha improvisada. Los dos
al mismo tiempo
No hay compunción, no hay siquiera pensamiento en el acto ciego de deshacerse del insecto sino desdoblamiento en ese gesto ínútil de achicharrar al insecto:
hubiéramos podido buscar por internet
con solo el número de patas y
zas un nombre,
incluso la manera de
arrinconarse frente al fuego
es que internet lo sabe todo sobre insectos.
Pongo mi nombre y zas
hay dos Cristinas Grisolías
una me gusta más más atrevida
al parecer trafica con su cuerpo
según la wikipedia, la otra expone su alma
murió no hace mucho la exponía.
El alma me lleva al me o yo
no le di tiempo al insecto encandilado,
lo sometí al espanto.
No era ni una ni otra
la creación aún no se había efectuado.
*
La quinta parte nos habla de aquello que está más allá del alcance humano, y que, sin embargo, no puede existir sin lo humano. O, en palabras de Tania Pleitez « No obstante, para existir, para ser esa “cosa viva” […] el tiempo necesita atracar en un espacio, un cuerpo, un corazón. Es flujo, es agua, porque hay cauce, cántaro, manos que ayudan a saciar la sed de una lengua cansada.» Dice entero, el quinto poema en prosa del libro así:
Son seis las orillas que acompañan sin interrupción el transcurso de un cauce; dos laterales, dos suspendidas y dos subterráneas. Enfrentadas y paralelas, impiden que el fluir se detenga en sitio y tiempo fijos.
Nos encontramos por supuesto en el límite de lo humano donde se cancela cualquier posibilidad de enmienda. Pero en este punto remito al lector al hermoso, agudo e inteligente prólogo del libro en donde Tania Pleitez, a partir una canción interpretada por Nina Simone —«¿Quién sabe a dónde se va el tiempo?»— interpela al lector para conducirlo al libro de Cristina Grisolía preguntándole « ¿qué queda en nuestras manos de lo vivido? ¿Qué imágenes se engarzan a nuestra piel? ¿Qué caricias se estampan en la pupila? ¿Estoy verdaderamente acompañada o habito el planeta desamparado? Todos ellos cuestionamientos que llevan a la mirada lectora a interrogarse acerca de lo efímero de la vida, del flujo imparable del tiempo e incluso, cito un verso de la poeta en donde dice «pusimos voluntad en el desguace ahora debemos ir continua entre los hierros», para hablar a esa mirada lectora de la experiencia de lo vivido como un expolio, como una demolición de la que tan solo le queda a la conciencia andar con cuidado y a tientas por entre las ruinas. Como si un cinismo filosófico dijera que lo humano no se puede vivir sino desde una especie de oxidación total, de incineración y arrase total de un presente perpetuo del que quedarán tan solo ruinas.
*
Y en un último golpe de gracia la sexta parte que cierra el libro nos devuelve al ciclo natural donde todo comienza y todo termina para poder continuar. Como una especie de parpadeo de buda, pareciera que la poeta nos hablara de que todo es, como dice la filosofía hindú, maya, ilusión. Todo se reduce a la imagen ilusoria que desde la experiencia vive prisionera la mirada humana.
Cito este sexto poema en prosa por entero para que sea el libro el que habla y no un mero lector: «No era etérea, solo se derretía y formaba charcos que según sus almas y la hora del día hacían transformaciones diversas. Los riachuelos le producían melancolía por su tendencia a la deriva y la evaporación tampoco era su estado preferido, porque sabía que la ascensión era ilusoria y que la lluvia volvería a caer sobre su cuerpo y ella volvería derretirse y dispersarse en charcos».
Cierro estas líneas poniendo de relieve, una vez más, esa hendidura en la semántica con la que la poeta hace ambiguo y paradójico el paisaje, convirtiendo en nieve lo humano que es también paisaje y mirada atenta que se diluye. La poeta que observa el ciclo del agua termina también por derretirse ella misma y hacerse flujo, tiempo, ilusión de ascensión o movimiento, ilusión de ser «cuerpo y ella volvería derretirse y dispersarse en charcos». Como quien dice, casi sin quererlo, El paisaje es un animal solitario.
Selección de poemas
la zanja se llenó de agua y con el tiempo dicen canal
a lo que fuera un charco. Allí pulula en burbujas
una cierta animalidad.
Mis huesos se estremecen
y evitan su cercanía, sin embargo, para llegar a cualquier sitio
debo exponerme
a su salpicadura y a la hipnosis del borboteo.
Intento distraer mi repulsión y busco
en el sonido una palabra. Sin entender,
también la parte ósea de mi cabeza se estremece
la jerga borbotea, no se forma. Para llegar a otro sitio
debo bordear como un faisán los juncos.
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ya no frecuento el burdel. En sueños
cuando el sexo reclama su porción
vuelvo a ver las ventanas
postigos de ojos entornados en penumbra.
Pienso tanto.
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Por Hellebronth Géza, 1897
pasó tres años recortando y puliendo madera,
su biografía mayor fue adornar el templo.
Entre la voluntad y el capricho
–era un hombre del siglo–
surgían florituras.
Después del templo la cripta familiar
y después
como una mancha en la campaña
un bosquecito de fresnos satisfecho.
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en la pequeña cabeza se apretujan los nobles pensamientos
mientras tanto sobra espacio para los deseos en las manos anchas.
Es una rara anatomía,
no nos habían dibujado en los libros
esta desproporción.
Las láminas aquellas trazaban recorridos
y las distancias en el cuerpo hallaban nervaduras fluviales
que todo lo transportan. La afluencia rozaba el poro hasta sangrar.
No había dolor, solo trayecto.
Se endureció la lava, se detuvo el mercurio.
Dentro del cuerpo
se hizo huraño el destino.
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queda formar parte de lo observado, de tal modo
librada de la enumeración
de tal modo el alma será indescriptible.
Ni calidad ni número, de tal modo ausentado del recuerdo
el árbol caerá en su sombra.
Queda pertenecer a la quietud sanadora de la irrealidad.
Juan Pablo Roa Delgado
juan pablo roa delgado (Bogotá, Colombia, 1967). Tras un viaje por Portugal e Italia (1993-1997), se estableció en Barcelona (España) en el año 2000, donde trabaja como editor. Ha publicado los libros de poesía Ícaro, (Bogotá, 1989), Canción para la espera (Bogotá, 1993), El basilisco (México, 2007) Existe algún lugar en donde nadie (Palma de Mallorca, 2011; Zaragoza, 2017) por el que obtuvo en 2010 el XXXV premio de poesía Vila de Martorell, Cuaderno del Sur, (Madrid, El Sastre de Apollinaire), Renga (Barcelona, Animal Sospechoso, en colaboración con Alberto Silva y Misael Ruiz Albarracín) y Este día, este momento (Zaragoza, Pregunta Ediciones, 2022). Ha traducido obras de las poetas italianas Amelia Rosselli (Poesías, Montblanc, 2004), Ana Maria Giancarli (Arqueología del presente, Madrid, 2013) y Antonella Anedda (Desde el balcón del cuerpo, Madrid, 2014). Es fundador y director de Animal Sospechoso (librería y editorial especializadas en poesía) y de la de la revista anual de poesía Animal Sospechoso de Barcelona. Asimismo, trabajó con Nicanor Vélez Ortiz en la Colección de Poesía y en la de Obras Completas del sello Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg de Barcelona entre 2000 y 2010.