“Nicaragua en manos de una loca” [Sobre el secuestro de Tamara Dávila, y de Nicaragua]
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
Secuestran a esta chavala, y tengo que confesar que, en medio de la odiosa ola represiva, el abuso atiza mi ira, la hace más grande. Me lleva de inmediato a la frase de Ernesto Cardenal: “el país en manos de una loca”. Porque, aunque no conozco personalmente a Tamara, y no conozco siquiera su pensamiento, conozco sin embargo su derecho a tenerlo y sostenerlo, a vivirlo y a expresarlo; conozco nuestra obligación colectiva de defenderla, presumiblemente a través del Estado que nos representa, y nuestra obligación, si el Estado se vuelve en contra de Tamara, de obligar al Estado a detenerse, y si se niega, a derrocarlo.
En cualquier caso, Tamara Dávila parece ser simplemente una ciudadana luchadora de quien a nadie he escuchado comentar negativamente; hija también de un luchador del que tampoco puedo decir más que lo mismo, que no he escuchado nada que desdiga de su condición de luchador honorable.
Pero a mí, en cualquier caso, me basta y sobra con conocer el derecho de Tamara y nuestra obligación. No tengo por qué saber más, ni estar o no estar de acuerdo política o ideológicamente. Basta y sobra con esto: Tamara Dávila es ciudadana. Tamara Dávila, como todos los presos y oprimidos, y todos los exilados, y todos los que sufren los desmanes de un sistema podrido hasta la médula, tienen derechos que son suyos por ser, no porque alguien se los otorgue. Y nuestra obligación de defenderlos, aparte de ser un imperativo moral, es una necesidad práctica, como práctica es la ética, sin la cual la convivencia humana es más brutal que la de bestias salvajes.
El reinado del FSLN, con Ortega y Murillo de doble cabeza, dos cabezas que marchan, en tándem o chocando, pero siempre en contra de la libertad del pueblo, adquiere, cada vez más, ribetes caligulescos. Ya no solo ejercen la represión con el cálculo racional, aunque cruel, de las mafias, que ya es, de por sí, una lógica más perversa que la de las dictaduras tradicionales, sino que rompen todos los diques y explayan una maldad intrínseca que se vuelve más monstruosamente grande a medida que bebe más la sangre de sus víctimas.
Algún día, y espero que no en un futuro distante, los Ceaucescus latinoamericanos serán derribados del poder. Será, estoy seguro, por la fuerza. No se irán–¿lo entienden ahora quienes han perdido tres años en propuestas electoreras?—porque tengan menos votos en la elección que ellos mismos administren.
Yo no sé, porque nadie puede saberlo, la forma que tomará esa fuerza, porque es otra falacia la afirmación de que cuando uno dice “fuerza” propone necesariamente “la fuerza de nuestras armas”, o “la lucha armada”. Por supuesto, esta última no se puede excluir de pronóstico, ni descartar de uso, porque nadie puede predecir el futuro con tal exactitud, y nadie puede negar al ser humano el derecho a la defensa.
Pero, sea como sea que se derrumben las murallas de El Carmen, cuando eso ocurra hay que oponerse a cualquier “perdón y olvido”, a cualquier “reconciliación”: el bien y el mal no pueden reconciliarse. También hay que tener cuidado con los disfraces que intentarán usar los que han tenido cercanía o complicidad con los múltiples esfuerzos de los poderosos para que no se haga justicia verdadera. Uno de esos disfraces es la versión o distorsión chapiolla del concepto de «justicia transicional» hasta hace poco defendida en público por la oposición electorera según la cual [lo dijo en una entrevista a Abril el ahora reo político José Pallais] habría que dar “penas menores a las normales” a los culpables de los crímenes de la dictadura. Hay que olvidarse de eso, y olvidarse también del llamado hipócrita a la “convivencia”, que quiere pasar por bondad, cuando no por pragmatismo. No es práctico, ni es bondad, convivir con el crimen: es debilidad, es complicidad, es dejadez; es, a estas alturas, pecado capital y condena a repetición. ¡Es suicida!
En lo que a mí toca, como ciudadano nicaragüense, como ser humano, exijo y exigiré justicia plena. La justicia que requiere Nicaragua no es la de castigos menores, sino de castigos ejemplares. No es de convivencia, sino de desnazificación. No es Managua, 1990, sino Nuremberg, 1945. Nuremberg y desnazificación fueron el comienzo apenas de la limpieza política y moral que hizo de la Alemania genocida una nación estable y democrática.
El Nuremberg nicaragüense debe investigar y sentar en el banquillo de los acusados no solo a los que han matado dentro del campo de concentración y han desaparecido los cadáveres. Debe investigar y sentar en el banquillo de los acusados a los responsables de la administración de un Estado que ha coordinado, con recursos de todos, estos crímenes. Debe investigar y sentar en el banquillo de los acusados no solo a los involucrados dentro de ese Estado, sino a los que han participado en el financiamiento, y han gozado de los frutos, del Estado vuelto criminal, del Estado convertido en la máquina de guerra de una mafia. Qué respondan, no solo Ortega y Murillo, sino los colaboracionistas políticos que insisten, dentro de una farsa institucional cada vez más raída, en ejercer de “diputados”, y “altos funcionarios”, en virtud de un acuerdo zancudista. Que respondan los inmensamente ricos y poderosos que se han lucrado y celebrado abiertamente el lucro, ante los ojos llorosos y humillados de la sociedad victimizada; que se investigue y se siente en el banquillo de los acusados a la claque de los milmillonarios que el pueblo llama “gran capital”.
No permitamos que ningún gobierno futuro—que hasta que la ciudadanía apruebe por referendo, a propuesta de una Constituyente Democrática, una nueva Constitución que disperse el poder, debe ser considerado como un gobierno de transición—escupa en la cara y eche sal en las heridas de las víctimas. Que ningún político se atreva a implementar el soñado “aterrizaje suave” de las élites en pugna. “Aterrizaje suave” es salón VIP para los criminales, martirio y desprecio para sus víctimas.
Tarde o temprano los nicaragüenses tendremos que enfrentar a la gente que buscará, por todos los medios, engañarnos, decirnos que ya llegamos a la meta, que no hay que “vengarse”, que “veamos hacia adelante”, que ya todo pasó, que volvamos a la vida normal y dejemos que “ellos” se ocupen de todo. Que imitemos, que repitamos 1990. En otras palabras que volvamos al inicio para empezar un nuevo ciclo trágico.
Pero no se hagan muchas ilusiones, señores del poder, porque la magnitud de esta tragedia nos está dando lecciones, y en medio del dolor que nos parte el alma, de la angustia que todos sufrimos, y del desprecio que hemos llegado a sentir por las figuras representativas del régimen que derrocaremos, sabremos usar nuestra inteligencia para impedir que el sistema dictatorial, que ustedes añoran mantener, siga arrasando con la tierra hermosa y llena de tanta gente buena, de tanto potencial, que nunca–escuchen bien–se dará por vencida.
Que nunca más una Tamara Dávila, ni ninguno de los cientos, miles, que han caído en la cárcel que ustedes construyeron, tenga que pasar por lo mismo. Y que quienes hereden de nosotros la tierra que amamos puedan leer esta historia tenebrosa como la de un pasado que es apenas fábula.
Hermanos: ni perdón, ni olvido. Justicia plena. La verdad nos hace libres. Sin justicia no hay democracia. Sin dispersar el poder no hay libertad.
¡Viva Nicaragua libre!