Poemas al encuentro
No soy muy sensible a la relación entre los poemas y quienes los escribieron. Si un poema me seduce, hay muchas posibilidades de que me interese más que su autor –que, por otro lado, es muchas más cosas que el poema–, del mismo modo que me interesa más la experiencia de su lectura que las letras mudas sobre el papel. Por lo general, los poetas que más han llamado mi atención por su biografía o por sus reflexiones sobre la poesía y la vida literaria no han ejercido un efecto profundo en mí a través de su obra. Por eso hablaré de cómo me salieron al encuentro determinados poemas de los que, en su momento, lo ignoraba todo. No sé si esto es bueno para la poesía, lo que es seguro es que no lo es para mi historia.

Las palabras escritas que conforman el poema no cambian, pero quienes las leemos sí cambiamos a lo largo de los años; para bien y para mal. Eso explica que haya perdido el interés por algunos de aquellos primeros poemas, mientras que otros aún siguen seduciéndome sin dejarse atrapar. Comencé imitando lo que veía a mi alrededor para, posteriormente, rechazarlo o darle forma propia. En mi casa había libros, de modo que leía. Estaban las novelas pero, por algún motivo, siempre me atrajeron los libros de poemas. Eran un territorio inexplorado del que, a diferencia de las novelas, poco podía decirse. Los tomaba al azar, o bien seducido por la cubierta. Recuerdo mis primeros encuentros con poemas de los que no sabía absolutamente nada, ya que había pasado mi infancia en el extranjero. Mi lengua de lectura era principalmente el francés, ya fueran novelas o tebeos. Nadie me había hablado de generaciones ni de tradición literaria. Llegué así, como un pequeño salvaje, a poemas elocuentes como «Qué entera cae la piedra» de Pedro Salinas y su «quererse como masas», Las hojas de hierba de Whitman en palabras de León Felipe o, sorprendentemente, a poemas contenidos, rigurosos o áridos como «Los jardines» de Jorge Guillén: ¿qué explica que aún hoy recuerde versos como «Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes»? Supongo que la precisión y el trabajo formal de sus poemas breves resultaban afines a un muchacho de dieciséis años que por entonces se interesaba por las matemáticas y el ajedrez. Es muy posible que la sombra de Guillén estuviera detrás de mis primeros versos con conciencia de composición; antes había escrito en francés unos pocos poemas inspirados, inducido por la lectura de poetas como Jacques Prévert o Boris Vian. Esos, y algunas otros, fueron mis primeros encuentros.

Pero el poeta al que volvía una y otra vez era César Vallejo. Comencé, inevitablemente, con «Los heraldos negros» –que aprendí de memoria sin pretenderlo–, para pasar más adelante –sin percatarme de que cambiaba de libro– a «Considerando en frío, imparcialmente», que leía sin sentir siquiera que se tratase de un poema; llegaría finalmente, empujado por el entusiasmo, a Trilce. Aunque ahora pueda pensar que en aquella época no podía entender un poema como «XXVIII», de Trilce, estoy seguro de que se producía una comprensión silenciosa –como les habrá pasado a tantos otros lectores– porque ahí siguen en la recámara de la mente.
Es significativo el hecho de que los poemas no se circunscribían al ámbito doméstico ni a un placer estrictamente literario. En aquella época salía a escalar y, como prueba de la presencia física de la poesía en mi vida de entonces, recuerdo cómo a veces recitaba en voz alta a mi compañero de cordada «Considerando en frío, imparcialmente» mientras buscaba en la roca una fisura para los dedos o una pequeña repisa donde descansar y montar la reunión. Era la expresión del exceso de vitalidad propio de esa edad. Me gusta pensar que hubo un tiempo en que un poema tenía la capacidad de persistir en mi imaginación hasta el punto de brotar en momentos como aquellos en que estaba atento a cada uno de mis gestos, a pesar del sol, las rocas y el aire de la montaña.
Hubo después otros poemas que, en algunos casos, prefiero o siento más próximos o, sencillamente, me descubrieron otras regiones de lo real. Se me ocurre, de memoria, la oda en que Horacio afirma que su obra es «más durable que el bronce», en versión de Samoilovich, leída y comentada con un amigo en un avión de regreso de Nueva York, una estrofa de los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot o «De Vita beata» de Gil de Biedma. Sólo más tarde llegarían, ya desde una perspectiva de poeta, «Serán ceniza» de Valente o los descubrimientos tardíos de Aldana, Celan, Watanabe, Montale, Sophia de Mello o Pilinzsky. Pero el despliegue del sentido y el sonido de las palabras en los poemas de Vallejo había despertado en mí unas relaciones, unas sinapsis, que calaron más hondas que otras. Mi poesía no se parece nada a la suya pero –se me ocurre ahora– quizás busque reproducir una y otra vez aquella experiencia inaugural en la que, como quien asiste a un milagro, el mundo físico, vivido en carne propia, las palabras cotidianas –que siento cotidianas, aunque no sean las propias– y el pensamiento desnudo entran en súbita combustión.

¡Qué entera cae la piedra!
Pedro Salinas
¡Qué entera cae la piedra!
Nada disiente en ella
de su destino, de su ley: el suelo.
No te expliques tu amor, ni me lo expliques;
obedecerlo basta. Cierra
los ojos, las preguntas, húndete
en tu querer, la ley anticipando
por voluntad, llenándolo de síes,
de banderas, de gozos,
ese otro hundirse que detrás aguarda,
de la muerte fatal. Mejor no amarse
mirándose en espejos complacidos,
deshaciendo
esa gran unidad en juegos vanos;
mejor no amarse
con alas, por el aire,
como, las mariposas o las nubes,
flotantes. Busca pesos
los más hondos, en ti, que ellos te arrastren
a ese gran centro donde yo te espero.
Amor total, quererse como masas.
Canto a mí mismo
Walt Whitman (versión de León Felipe)
Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
[…]
Los jardines
Jorge Guillén
Tiempo en profundidad: está en jardines.
Mira cómo se posa. Ya se ahonda.
Ya es tuyo su interior. ¡Qué transparencia
de muchas tardes, para siempre juntas!
Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes.
Los heraldos negros
César Vallejo
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son. Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Estos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre. Pobre. ¡Pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes. ¡Yo no sé!
Considerando en frío, imparcialmente
César Vallejo
Considerando en frío, imparcialmente,
que el hombre es triste, tose y, sin embargo,
se complace en su pecho colorado;
que lo único que hace es componerse
de días;
que es lóbrego mamífero y se peina…
Considerando
que el hombre procede suavemente del trabajo
y repercute jefe, suena subordinado;
que el diagrama del tiempo
es constante diorama en sus medallas
y, a medio abrir, sus ojos estudiaron,
desde lejanos tiempos,
su fórmula famélica de masa…
Comprendiendo sin esfuerzo
que el hombre se queda, a veces, pensando,
como queriendo llorar,
y, sujeto a tenderse como objeto,
se hace buen carpintero, suda, mata
y luego canta, almuerza, se abotona…
Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza…
Examinando, en fin,
sus encontradas piezas, su retrete,
su desesperación, al terminar su día atroz, borrándolo…
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente…
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito…
le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…
XXVIII
César Vallejo (Trilce)
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir
de tales platos distantes esas cosas,
cuando habráse quebrado el propio hogar,
cuando no asoma ni madre a los labios.
Cómo iba yo a almorzar nonada.
A la mesa de un buen amigo he almorzado
con su padre recién llegado del mundo,
con sus canas tías que hablan
en tordillo retinte de porcelana,
bisbiseando por todos sus viudos alvéolos;
y con cubiertos francos de alegres tiroriros,
porque estánse en su casa. Así, ¡qué gracia!
Y me han dolido los cuchillos
de esta mesa en todo el paladar.
El yantar de estas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor,
torna tierra el brocado que no brinda la
MADRE,
hace golpe la dura deglución; el dulce,
hiel; aceite funéreo, el café.
Cuando ya se ha quebrado el propio hogar,
y el sírvete materno no sale de la
tumba,
la cocina a oscuras, la miseria de amor.
De Vita Beata
Jaime Gil de Biedma
En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia».
Serán ceniza
José Ángel Valente
Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.
Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.
Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo
y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.
Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.
Misael Ruiz
MISAEL RUIZ (Bruselas, 1960) es autor de los libros de poesía El hueco de las cosas (Trea, 2010), Todo es real (Pretextos, 2017, XXX premio oliver belmás) y Una idea de mundo (Animal Sospechoso, 2022).
Ha editado y traducido la obra de R.S. Thomas (2008), Clive Wilmer (2011), Catherine Pozzi (2018), Lala Blay (2022) y, junto con Santiago Sanz, la poesía de George Herbert (XVIII premio de traducción ángel crespo, 2014) y George Santayana (2022).