Qué hacer, pase lo que pase
Francisco Larios
El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.
«Pero la práctica del autoengaño se extendió tanto, convirtiéndose casi en un requisito moral para sobrevivir, que incluso ahora, dieciocho años después de la caída del régimen nazi, cuando la mayor parte del contenido específico de sus mentiras ha sido olvidado, es difícil a veces dejar de creer que la mendacidad ha pasado a ser parte integral del carácter nacional… «
–Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén.
Empiezo por hacer algunas reflexiones personales que tienen que ver con el ánimo que nos domina al abordar lo que para los nicaragüenses en general es un enorme drama, en ambos bandos del abismo: continuidad o cambio. Hablo, por supuesto, desde la perspectiva de los últimos, de los que quieren cambio.
Reconozco, porque es la realidad, y la realidad es la materia prima de la liberación, que existe en buena parte de nuestras filas una gran desesperación por que la pesadilla dictatorial termine y nuestra tierra sea el hogar acogedor que soñamos. Digo “desesperación”, un estado anímico evidentemente justificado y comprensible, pero del que hay que guardarse, porque a veces nubla el entendimiento y nos impide tomar decisiones sabias que nos acerquen a la meta.
Recuerdo, trágicamente, la historia de un enfermo de cáncer a quien los doctores no daban respuesta. El hombre, sintiéndose a la deriva y cerca del hundimiento, cayó en las manos de un oportunista que le vendía hierbas presuntamente medicinales, que debía tener refrigeradas todo el tiempo, hervir y consumir en la casa totalmente a oscuras. No los cansaré con los detalles, que más bien trato de olvidar, porque ese enfermo era una persona cercana a mí; pero quiero rescatar lo básico, y lo obvio: el paciente no sanó, pero pagó no sé qué cantidad por el atajo a la salud que le vendía el supuesto curandero.
En la política de Nicaragua estos curanderos hacen lo propio: tratan de vender falsas medicinas a una sociedad enferma. Nos prometen salud (democracia), pero ordenan que apaguemos las luces. Hay que confiar en ellos, en su fórmula, que publicitan como un ungüento o una poción que hará su trabajo sin que suframos dolor. Aunque la medicina científica indique que el país requiere cirugía para remover un peligroso tumor, ellos insisten: no es necesario, podemos vivir con el tumor; “aplíquense este ungüento” y mágicamente el tumor dejará, primero de ser peligroso, y luego de existir. Nicaragua “volverá” –como si hubiera sido alguna vez—a ser “república”. Repítase esto cientos de veces hasta que la mente lo convierta en verdad. Esto lo explicó con cinismo [o transparencia] nada menos que el ministro de propaganda de los nazis. Algo sabía.
Estas falsas medicinas son más bien un veneno, y hay que aplicarles el antídoto de la verdad. De la verdad que nos hace libres. Y a veces la verdad que nos hace libres es la más terrible. En Nicaragua, esa verdad puede resumirse así: hay una dictadura que es como un enorme tumor, con metástasis, y no habrá sanación sin dolor, y no habrá sanación sin remover el tumor y atacar la metástasis. No hay ungüento ni poción que funcione. ¿Alguien puede dudar que el orteguismo es un tumor maligno, y que se ha extendido por el cuerpo (y el alma) de la sociedad? ¿Alguien puede creer que solo porque deseemos que desaparezca sin dolor, así ocurrirá?
Explico: a través de más de cuarenta años de dominar la política a través de la fuerza, Ortega ha afianzado su poder aliándose con grupos económicos y sociales cuyo único éxito nacional ha sido mantenerse en la cúspide de la sociedad después de que sus ancestros llegaran a Nicaragua como la última generación de burócratas de la corona española a fines del siglo XVIII. Estos grupos viven hoy como han vivido siempre, a la sombra de privilegios que ellos mismos plantan y cultivan, privilegios que les da un Estado que, sin embargo, por razones complejas, nunca han podido manejar directamente, y con frecuencia terminan entregando a un caudillo o a un tirano para que administre. El caso de Ortega no es el único, ni será el último, a menos que se le arranque también poder a la oligarquía que lo hace posible, de Pellas Chamorros, Sacasas, y otros grupos familiares. Unos 6 de ellos tienen riquezas equivalentes a dos terceras partes del Producto Interno Bruto del país. Súmense los nuevos capitales, que también han establecido ya enlaces familiares y comerciales con la vieja oligarquía, y se evidencia un caso extremo de concentración de la riqueza. Para propósito de comparación, en Estados Unidos si se suman los 5 o 6 enormes capitales de los más ricos difícilmente se supera el 1% del Producto Interno Bruto. No puede haber democracia en Nicaragua, será imposible, si no se deshace este control casi monopólico que tienen unos cuantos de la economía.
Pero Ortega no solo es necesario para la oligarquía—y por eso la oligarquía lo defendió, y permitió que masacrara a la gente en el 2018—sino que Ortega es esencial para varios miles de individuos cuyas riquezas y seguridad dependen de que el Padrino siga en el poder. Peor aún, el poder es la única defensa que tiene Ortega para su seguridad personal y financiera. Fuera del poder, está el odio de muchos, no solo de los anti-orteguistas para quienes es un asesino, sino de sus protegidos y compañeros, que verían una renuncia de Ortega al poder como traición mortal.
Y están, por supuesto, los crímenes de lesa humanidad.
Ortega, en otras palabras, es un obsesionado del poder atrapado en su obsesión: no es solo que no quiera dejar el poder, sino que no puede. No dejará el poder [el poder, no la presidencia] porque tenga menos votos, y se las ingeniará—ya lo hace—para que así sea. Esto no es fatalismo, sino entender las intenciones del contrario para ver cómo lo derrotamos. O, mejor dicho, cómo lo derrocamos, aunque esta palabra sea anatema para “opositores” que, como Cristiana Chamorro y Arturo Cruz, haciendo eco de las palabras de Humberto Ortega hablan de “convivir” con el tirano. Este, dicho sea de paso, si acaso decidiese salir de la Presidencia, se convertiría automáticamente en el Diputado Ortega, legalmente inmune. ¿Creen ustedes que la Asamblea, que con toda seguridad dejaría bajo su control si hiciera el movimiento de cintura y saliera de la Presidencia, le quitaría la impunidad? ¿Creen ustedes que la Corte Suprema de Justicia– su Corte Suprema de Justicia– permitiría procesos legales en su contra?
Como no puede dejar el poder, Ortega está dispuesto a jugar en el borde aparente del precipicio, a desafiar en apariencia al menos los modales que le pide la llamada “comunidad internacional” [poderes extranjeros, políticos extranjeros]; pero todo es parte de un baile de máscaras, típico de la política nicaragüense, donde con frecuencia lo que se ve no es la realidad—aunque el pueblo ya ha aprendido a ver detrás del humo.
Detrás del baile de máscaras hay un libreto, un plan, el de Ortega y la oligarquía, cuyo propósito es evitar que llegue la democracia a Nicaragua, sobre todo porque temen a un elemento fundamental de esta: el estado de Derecho. Un estado de Derecho empezaría a preguntar dónde están los $4,500 millones de dólares netos de la ayuda venezolana, cuánto dinero han hecho los Pellas y otros que han vendido vehículos que los paramilitares han usado para la represión; qué participación tienen Zamora Llanes, Carlos Pellas Chamorro, Ramiro Ortiz Mayorga, Montealegres, Baltodanos, y otros, en los negocios sucios del régimen, incluyendo los que tienen que ver con el proyecto fraudulento del canal interoceánico, con la energía, con la manipulación de la agroindustria y con la brutal destrucción de las reservas forestales. ¿Dónde está todo ese dinero? ¿Quiénes y cómo se han beneficiado? Ni a estas familias, ni al alto mando del Ejército, conviene que se pregunte. Por eso no quieren democracia, porque no quieren Estado de Derecho.
Poner en escena el libreto de Ortega y la Oligarquía no es, sin embargo, tan fácil como parece. Han necesitado primero aplastar por medios sangrientos e ilegales toda expresión ciudadana, para que acabe el ruido en las calles y queden ellos, junto con sus empleados políticos, en el forcejeo que vemos hoy en día en salones y hoteles, y en capitales extranjeras donde cada uno de ellos va a suplicar favores. En efecto, Ortega y la oligarquía necesitaron masacrar al pueblo para poder estabilizar el sistema y evitar el advenimiento de un estado de derecho. Esto no hay que olvidarlo, porque es la realidad, y la realidad nos da una trompada en la cara para que abramos los ojos, y aceptemos la implicación inmediata: no son solo Ortega y Murillo los autores intelectuales y apañadores por conveniencia de la masacre del 2018, sino también los miembros más prominentes del gran capital. Y no digo los “empresarios”, porque no se trata de empresarios en general, sino de la pequeña minoría de herederos-propietarios como los Pellas Chamorro y otros que he mencionado, que han vivido por décadas o siglos como parásitos del Estado, es decir, de la nación.
Ortega y la oligarquía necesitan también resolver la repartición de pocos puestos entre muchos ambiciosos. Los pleitos mezquinos dentro de la oposición de salón que es la mayoría de la UNAB y claramente toda la Alianza Ciudadana se tratan de eso, de quién alcanza en el bote de las prebendas “después de la elección”. Puede sonar ofensivo para algunos, pero en el fondo todos sabemos que es así, porque conocemos el “sebo de nuestro ganado”.
Pero la dificultad mayor que enfrentan Ortega y la oligarquía es que la mayor parte de los nicaragüenses quiere un cambio real, no una farsa cruel como la que en 1990 dio inicio a la tragedia del 2018. Porque abril de 2018 nació en febrero de 1990, y eso hay que estudiarlo y aprenderlo. Aunque en la desesperación algunos quisieran creer que Arturo Cruz y Cristiana Chamorro representan el principio del fin del orteguismo—una creencia que el propio régimen trata de alimentar, levantándoles el perfil—es claro que el primero tiene lazos y comparte agenda con Humberto Ortega, y que no tiene intención alguna de cambiar el sistema de poder o el régimen económico. Y la segunda no pudo haberlo dicho más claro. Para ella, hay que convivir con el dictador, hay que—en el mejor de los casos—“darle una salida digna”. “Como en 1990”, añade, recordando aquella fecha como si fuera el inicio de la democracia, cuando en realidad fue el inicio del fin de una esperanza más que la oligarquía sepultaba, y que dejamos que sepultara. ¿Por qué? Por desesperación, por falta de experiencia democrática, y sobre todo por la astucia implacable de Ortega, quien logró que se desarmara a todo el mundo, menos a su gente.
¿Quiere decir todo esto que no habrá cambio, que estamos condenados al orteguismo con Ortega o sin Ortega? No. Pero debe quedarnos claro de que, sin lucha, sin que la ciudadanía sea protagonista, lo único que se negocia en los salones es si el orteguismo será con Ortega o sin Ortega. En este último caso, el dictador dejaría temporalmente la Presidencia, pero—por supuesto– no el poder. Saldría del trance, dicho sea de paso, legitimado como un actor político, inmune e impune, a seguir mandando y matando; y junto con la Murillo, en libertad para preparar la sucesión dinástica, como antes hizo Somoza.
Esto nos lo enseña la Historia: la democracia es un ejercicio ciudadano, que nace de la lucha ciudadana, y es más fuerte, y menos imperfecta, en la medida en que los ciudadanos sean protagonistas, quiten poder al gobierno y se lo reserven para sí mismos. Nada de esto es o ha sido nunca, en ningún lugar, un regalo de los poderosos, y menos en las condiciones de despotismo absolutista que sufre Nicaragua.
Aquí quiero detenerme y recalcar que no hay un solo ejemplo en la historia moderna, mucho menos en América Latina, en la que una dictadura como la de Ortega, en un sistema de poder como el de Nicaragua, haya dejado el poder porque tuvo menos votos en una elección. No lo hay. En todos los casos, sin excepción, el sistema de poder ha sido muy diferente al de Nicaragua, y en todos los casos, con los sacrificios que son inevitables si se quiere vivir en libertad, ha habido grandes movilizaciones sociales. Ha habido presos, y muertos, y torturados, y exilados. El curandero de la anécdota que antes narré es sencillamente un mentiroso, un estafador que cuida de sus propios intereses, como los políticos que prometen el fin de una dictadura por medio de elecciones organizadas por y para esa dictadura bajo el amparo de un estado de sitio de facto, con cientos de prisioneros y más de cien mil exilados.
Pregunto de nuevo: ¿estamos condenados a que no haya cambio? Mi respuesta es un rotundo NO. La realidad del mundo es la realidad del cambio. Pero es científicamente imposible predecir en detalle qué cambios, cuándo y cómo van a ocurrir en Nicaragua. Los procesos sociales son muy dinámicos, y con frecuencia lo que hoy parece imposible, mañana, cuando uno vuelve a ver hacia atrás, parece haber sido inevitable.
En Nicaragua hay un enorme conflicto que no tiene solución, entre la dictadura y el pueblo: no solo es el odio que han despertado, la decepción que ha hecho que muchos de los antiguos partidarios del FSLN [los de las calles, no los oportunistas de los salones] quemen su propia bandera, y el resentimiento que han regado como pólvora por barrios y comarcas, y que no es fácil de olvidar, por la proliferación de videos y mensajes que la tecnología hace posible. No solo es eso. Es también que el sistema dictatorial en su conjunto, el pacto FSLN-Oligarquía, o FSLN-Cosep, es incapaz de dar respuestas a las necesidades básicas de las amplias mayorías, mucho menos a las aspiraciones de los jóvenes, que hoy en día pueden comparar su terrible situación con la de sus parientes y amigos reales o virtuales en países menos opresivos.
En Nicaragua también hay multitud de conflictos dentro del sistema dictatorial, cuya solución es difícil, y que son como fallas geológicas que pueden activarse por la presión de la crisis, sobre todo si hay una nueva ola de movilización social. Hasta el momento, por ejemplo, el Ejército decidió que el miedo a un futuro estado de Derecho justificaba apoyar a Ortega en su momento de crisis. ¿Qué harían si cambian las condiciones? Si ven a Ortega hundirse, ¿negociarán con los políticos de la oligarquía la salida del tirano a cambio de mantener sus privilegios y su impunidad? Un desenlace así no sería imposible. También existe la alta probabilidad actuarial de que Ortega muera por causas naturales. ¿Qué tormentas desataría eso dentro del régimen? ¿En qué terminarían? Y hay otros escenarios que son claramente posibles. Por ejemplo, un eventual arreglo dentro del sistema dictatorial, que asigne a Cristiana Chamorro y Arturo Cruz el papel que en su momento tuvo René Schick o que tuvieron los triunviros del Kupia-Kumi; pero este desenlace podría ser inestable, dependiendo de las circunstancias.
De hecho, dado el colapso del modelo de poder y de las reducidas posibilidades económicas del sistema—precisamente por estas razones la represión es diaria e intolerante– se hace difícil imaginar, en estos momentos, una solución dictatorial que logre afianzarse sobre su propia legitimidad. La evidencia sugiere que el sistema ha sido gravemente [a lo mejor, mortalmente] desestabilizado; enderezarlo va a ser difícil, porque los tiempos de las vacas gordas venezolanas han pasado—a menos que Estados Unidos decida entregarle a Chamorro y Cruz un nuevo lote. ¿Ocurrirá así? No es imposible. Pero no se sabe.
Lo que si se sabe es que ninguno de estos escenarios creará una democracia verdadera en Nicaragua a menos que la ciudadanía logre ser protagonista, y que sea protagonista consciente, con claridad de metas y flexibilidad en cuanto a medios.
Debemos tener un norte guía, una visión del poder, y de cómo impulsar la libertad en prosperidad que haga efectivos nuestros derechos humanos. La libertad, tarde o temprano, desaparece bajo el populismo del hambre, y la prosperidad, en nuestros tiempos, y con nuestros recursos, siendo lo que somos, escapará a nuestro alcance a menos que seamos libres.
Entonces, ¿qué hacemos?
En primer lugar, estemos claros: sin movilización social no habrá democracia; a lo sumo, orteguismo sin Ortega.
En segundo lugar, estemos claros: quienes se dicen “oposición”, y aparecen en salones y capitales extranjeras, y publican comunicados que son casi una fotocopia el uno del otro, con pocas y honrosas excepciones pueden dividirse entre dos grupos: cómplices del sistema dictatorial, unos; otros, liderazgo –hasta la fecha—fracasado, incapaz de producir una alternativa de lucha, un camino diferente al que han planteado la oligarquía y Ortega. En el primer grupo incluyo a la Alianza Ciudadana, a Arturo Cruz, Cristiana Chamorro, y otros. En el segundo, a la mayor parte de la UNAB.
En tercer lugar: que los múltiples grupos e individuos que se han cobijado bajo las siglas de la UNAB hayan fracasado hasta la fecha, no quiere decir que entre ellos no haya personas decentes y talentosas. Pero les ha faltado la determinación y la imaginación (¡la libertad!) de crear una alternativa diferente al camino de “elecciones con Ortega”, que es el libreto del tirano y de la oligarquía; por este fracaso han pagado un gran costo político, pero más alto ha sido el costo para la libertad de Nicaragua.
En cuarto lugar: hay que estar preparados para el fraude, que vendrá a menos que la movilización popular sorprenda, irrumpa, y empuje al sistema dictatorial hacia el barranco. El fraude vendrá, seguramente, con este mensaje: “el pueblo ha triunfado, estamos en democracia o vamos hacia la democracia”. El mensajero podría ser Ortega mismo, o podría ser, si el re-pacto oligárquico logra armar el rompecabezas de las prebendas, Cruz o Chamorro, algún cardenal servicial, u otro personaje que consideren ‘potable’.
“Preparados”, quiere decir que no podemos aceptar, darnos por satisfechos, con un cambio de nombre en la Presidencia, o con medidas cosméticas, mucho menos con un “1990-2ª Parte”.
Porque cambio democrático en Nicaragua necesariamente pasa por avanzar hacia la dispersión del poder económico y político en la sociedad, por reducir drásticamente el poder de coerción y represión del Estado, por eliminar los instrumentos de coerción política que operan al margen del Estado a favor de mafias de poderes políticos y económicos [existe, por ejemplo, un insólito video en el cual Carlos Pellas se jacta alegremente de haber usado paramilitares provenientes del Ejército Sandinista], y por sentar en el banquillo de los acusados a los culpables intelectuales y materiales de crímenes de lesa humanidad. Esto último no solo es ideal; no es “utópico” como gustan decir, para burlarse, los colaboracionistas electoreros, sino que es esencialmente práctico, porque no se puede construir la democracia sin desarmar a la antidemocracia, sin someterla al estado de derecho.
Y cambio democrático en Nicaragua es todo esto, y todo lo que haga falta para dispersar el poder:
Fundación de democracia, fundación de la primera República a través de una Constituyente que sea electa democráticamente de abajo hacia arriba, a través de los territorios, y por representantes de cada jurisdicción. Dispersión del poder.
Desmilitarización de las fuerzas de seguridad. No más Ejército militarizado y centralizado, sino varias fuerzas sin armamento de guerra, con mandos separados, que se ocupen por separado de (1) Defensa Civil; (2) Recursos Naturales; (3) Fronteras. Dispersión de mando, desmilitarización, dispersión del poder.
Policías municipales, no más Policía Nacional. También aquí Dispersión de mando, desmilitarización, dispersión del poder. Cuerpos de policía desmilitarizados, sujetos al mando de la autoridad civil, esta a su vez dispersa a través del territorio nacional.
Cambio total del sistema judicial, de la forma en que los jueces son electos, quién los elije, quién los investiga, qué credenciales deben tener. Los jueces no deben ser electos desde arriba, por una autoridad nacional, sino desde abajo, por votantes en cada jurisdicción, luego de pasar examen de credenciales. Dispersión del poder, para que exista separación de poderes.
Una nueva forma de gobernar el Estado, descentralizándolo radicalmente, atomizándolo, creando un sistema de recolección de impuestos que disminuya el peso del Ejecutivo central. La meta debe ser un poder ejecutivo nacional mucho más débil, y una Managua menos central en la política. Dispersión del poder.
Elecciones por estrechas jurisdicciones geográficas, y candidatos de subscripción popular, para debilitar a los partidos políticos. Y dentro de los partidos, debilitar el centralismo a través de leyes que regulen estrictamente la designación de autoridades internas, incluyendo prohibir la reelección dentro de los partidos. Dispersión del poder.
Prohibición absoluta de la re-elección presidencial, y límite de dos períodos a diputaciones. La obsesión por renovar el liderazgo debe apoderarse del espíritu de la sociedad como un exorcismo que expulse al demonio del caudillismo de nuestra vida social. Dispersión del poder.
Una economía que no sea la del “sálvese quien pueda” de los libre-mercadistas neoliberales, ni la estatista-estalinista del FSLN 1ª Edición, ni la corporativista del pacto fascista FSLN 2ª Edición-Cosep. Para que la política se democratice, la economía debe dinamizarse, las oportunidades deben democratizarse, los monopolios deben impedirse. El libre-mercadismo neoliberal, el laisser-faire, lleva inevitablemente a una concentración económica excesiva, que atenta también contra la libertad. El estatismo aniquila el emprendimiento y la innovación. El corporativismo es la cama encortinada del fascismo. Dispersión del poder.
Una política económica que desmantele los monopolios y los privilegios de los oligarcas, que racionalice el crédito, que dé prioridad a la educación moderna, que impulse la ciencia junto a la ambición, que busque cómo nuestros jóvenes, que como seres humanos que son tienen la inteligencia suficiente, den el salto hacia la tecnología que puede ayudar a que la economía en su conjunto de el salto al desarrollo. Para esto, también debe crearse un marco de leyes que proteja los derechos laborales y, sobre todo, que castigue la discriminación por cualquier motivo, para buscar cómo crear caminos de recompensa para aquellos que se esfuerzan. Dispersión del poder.
Una absoluta libertad de expresión, castigo a quienes la ataquen, y políticas que impidan que los grandes intereses económicos se adueñen de los medios. Hay que impulsar al máximo la internetización de la sociedad que ha hecho posible el flujo de información aun en los días más aciagos de la dictadura orteguista. Ojalá podamos, en un futuro cercano, poner una computadora en manos de cada estudiante, y hacer que la Internet sea accesible a todos. El poder disperso, en manos ciudadanas.
Todo lo anterior es cambio democrático, pero esto es lo principal: cambio democrático es fe en la libertad, y determinación de conquistarla. Es dudar del poder, dudar de los políticos, separar la religión de la política, para quitarle a los políticos un arma potente de manipulación. Es no dejarse engañar más. Es no aceptar con resignación y vergüenza la pobreza, es abrirle caminos legales a la ambición, para que nuestros jóvenes no tengan que escoger entre la miseria material y moral y el exilio.