Yunior, Heberto y el terror de la dictadura cubana
“Le explicaron después [escribía Heberto] que toda esta donación resultaría inútil sin entregar la lengua”. Ya le habían pedido las manos, los ojos, las piernas, y, claro, la lengua era lo que faltaba para luego pedirle que echara a andar. Corría el año 1971 cuando estos versos —y otros— le costaron a Heberto una estancia por Villa Marista —centro de interrogación y tortura del Departamento de la Seguridad del Estado cubano—. Estuvo allí algo más de un mes y a su salida fue llevado a la UNEAC donde habían convocado a la intelectualidad cubana. Con aquella misma lengua que la Revolución le había pedido que entregara, pronunció Heberto su famosa Autocrítica, uno de los discursos más tristes y patéticos de la historia intelectual cubana que a mí, personalmente, cada vez que lo leo me comprime el corazón.
Dijo esa noche Heberto que durante su estancia en la Villa había tenido suficiente tiempo para pensar porque él no era un verdadero revolucionario y luego comenzó a señalar y acusar a sus amigos, a su mujer. Voy a repetir por si no se entendió bien: Heberto esa noche se autocriticó por no haber sido un buen revolucionario y luego fue nombrando uno a uno a sus propios amigos y a su propia mujer. Sí, un mes de interrogatorio, acoso y tortura, le puede hacer eso a un hombre. Somos humanos y en nuestra historia es muy probable que el miedo haya sido anterior al valor.
Yunior tuvo miedo de la misma manera que lo tuvo Heberto. Desde que se convocó a la marcha cívica hace alrededor de dos meses, la Seguridad del Estado cubano ha hecho de este joven dramaturgo su blanco del terror. ¿Qué se puede sentir sino miedo, pavor, cuando abres la puerta de tu casa y encuentras una escena digna de una ceremonia satánica? Saber que aquella paloma decapitada puede ser un aviso de lo que te pueda suceder a ti, a tu esposa, a integrantes de tu familia. Porque si no te matan físicamente en un “accidente” automovilístico, como le hicieron a Oswaldo Payá, te matan al aislarte y quitarte el agua, como le hicieron a Orlando Zapata y a Yosvany Arostegui, cuando se declararon en huelga de hambre en una prisión. También puedes morir bajo circunstancias sospechosas por un virus que generalmente ataca a infantes, como fue el caso de Laura Pollán, o te pueden inocular el virus del VIH, como le hicieron a Ruiz Urquiola, o bacterias altamente agresivas como fue el caso de Xiomara Cruz Miranda, quien afortunadamente no murió, pero sí la vimos aterrizar al aeropuerto de Miami hecha un cadáver. Por último, pueden obligarte a que te tragues la lengua para que luego escupas una lengua delatora, como le hicieron a Heberto —que fue, de cierta manera, condenarlo a una muerte en vida—. Y estos son sólo unos ejemplos; en realidad, la lista de las atrocidades que ha cometido la dictadura cubana en nombre de la Revolución es extensa, los invito a que se den una pasadita por los Archivos Cubanos (cubaarchive.org); eso sí, preparen el estómago porque es una experiencia nauseabunda.
Hoy muchos se apresuran en juzgar a Yunior. Ayer estábamos aterrorizados porque nadie lo había visto después del 14 de noviembre, sin embargo, hoy entendemos que tenía que quedarse y entregar su cuerpo al terror. ¡No! Yunior no tiene que inmolarse, ya se han inmolado otros y la dictadura sigue en pie. No necesitamos más muertos, necesitamos más vivos practicando desobediencia civil. Necesitamos más cubanos reclamando sus derechos. Necesitamos más Yuniors y más Archipiélagos convocando a marchas cívicas por un cambio. Marchas que, aunque no se den, pongan a correr a la dictadura. Si bien es cierto que los gobiernos tiránicos se sostienen infundiendo el terror, es insostenible para un país que atraviesa una de sus peores crisis mantenerse en una lucha constante con su pueblo. También es cierto que ahora Yunior, como ha declarado uno de los integrantes del Grupo Archipiélago, tendrá la oportunidad de denunciar los crímenes de la dictadura en instituciones internacionales influyentes. Los ciudadanos que proclaman un cambio tendrán en él una voz amplificaba, una voz que el gobierno no va a poder callar o dejar que se pudra en una cárcel cubana.
Estoy en estos momentos viendo a Yunior en una conferencia de prensa trasmitida en vivo por múltiples cadenas televisivas internacionales. Dice que si se quedaba en Cuba lo esperaba una muerte en vida —pienso en Heberto—. Pide disculpas por no haberse convertido en un héroe de bronce. Reconoce que tuvo miedo, que la gente aun tiene mucho miedo, pero algo en la Isla está cambiando. Entiende que esta guerra no vamos a ganarla con violencia, que se va a ganar a base de pensamiento y de decir la verdad. Ahora está exigiendo la liberación de todos los presos políticos en Cuba. Pide que por favor no sólo se concentren los esfuerzos en las figuras más mediáticas, que también aboguemos por todas esas personas cuyos nombres aún son desconocidos por el mundo.
Viendo ahora a Yunior hablar y pensando en cuantas personas lo criticaron ayer, me doy cuenta de que uno de los grandes fallos en nuestra lucha ha sido el poco reconocimiento que recibe la labor de la diáspora. Cuántos cubanos no se han ido —o los han ido— de la Isla y han continuado dedicando su trabajo, su esfuerzo, a favor de la libertad cubana. El papel del exilio cubano ha sido vital en esta lucha, de la misma manera que lo fue el de Martí. Recordemos que nuestro apóstol vivió gran parte de su vida adulta fuera de Cuba y que su mayor aporte no fue inmolarse en Dos Ríos aquel 19 de mayo de 1895. Su mayor aporte a favor de la independencia fueron sus escritos, sus conferencias, sus presentaciones, organizar la lucha, recaudar fondos para la causa, y muchas de estas cosas las realizó desde el exilio.
No juzguemos a Yunior por rehusarse a entregar su cuerpo al terror. Poco hubiera podido hacer cuando después de córtale las manos, los ojos, las piernas y la lengua, le hubieran pedido que se echara a andar. Yunior, no se nos olvide, se enfrentó a los dictadores —a pesar de esa larga lista de atrocidades cometidas por la dictadura—. Yunior, cuando convocó a la marcha, hizo un gesto heroico, de la misma manera que lo hizo Heberto cuando escribió sus poemas.