Aquí, Francisco Caro

La editorial Mahalta acaba de lanzar la segunda edición de Aquí de Francisco Caro. Un libro compuesto en un amplio periodo de tiempo, de más de dos décadas –y que por tanto podría concebirse como un viaje a través de la memoria personal de su autor, pero que va mucho más allá de eso, y se convierte en algo distinto, por virtud de la palabra y de los elementos que el poeta maneja; símbolos que en el suelo fértil de la memoria, germinan y trascienden ese ámbito, llevándonos hacia lo común, al lugar de todos que es el poema.

Un canto a la memoria, a la naturaleza, a esos vínculos que establecemos con los otros, pero también un canto a la soledad virtuosa, («yo guardo todavía aquella luz / sorda, de jaras, yo cobijo / aquí mi soledad, mi voz oculta») y también al paso del tiempo. Nos sitúa Francisco Caro en una dimensión de imágenes, en un mundo cálido, que la voz poética, recorre con un tono más meditativo que melancólico, una abstracción en equilibrio sutil entre vida interior y observación, un clima hecho poema, en donde se unen la exterioridad que se recrea en el libro, con una búsqueda íntima de significado en la vivencia.

Formulados con una dicción hermosa y precisa, se van perfilando los poemas, que nos transportan a ciertos momentos vitales recuperados y transformados en algo más allá de ese primer detonante, pues nos van a ir revelando las capas de significado y emoción universales que contienen. Como en el poema titulado “Sandalia” que concluye con una apelación directa al lector:

«Pegado a su memoria, hoy / conservo junto a mí / aquel brocal de arcilla que la viera caer, / y la dulzura / de antiguas tardes-noches de verano, / Paquito, me llamaba para darme sus fritas / rebanadas de pan empapadas en vino, / que aún y todavía, sabedlo, me alimentan».

Una poesía reservada, sin estridencias, atenta a lo sutil de las cosas, formulada en un verbo arraigado a un paisaje, a un entorno de seres, a un aquí que se interpone como escudo ante el embate de la vida, resguardando contra el discurrir de los años, contra aquello que vamos perdiendo, aquello tan íntimo -acaso la infancia- que se desvanece irremediablemente, ese núcleo cuya erosión siempre provoca añoranza, al que necesitamos volver, y que él encuentra preservado en determinadas figuras emblemáticas, que van recorriendo todo el poemario, emergiendo, en un tapiz complejo y pleno de significados. Entre ellas, por supuesto, el patio que se destaca como un símbolo central, como imagen de equilibrio, de unidad, de vida plena, de intimidad y conexión con la naturaleza. Dice así de forma sintética y abarcadora:

«Aquí, en este patio que me aísla del mundo y lo contiene».

De manera tan precisa y hermosa, se define el espacio en que se reúnen el lugar físico y emocional del autor, el escenario en donde se desarrolla gran parte de la vida encerrada en estos poemas. Un espacio que no nos remite únicamente al locus amoenus latino, sino que es también lugar de reflexión más profunda, de confrontación con la finitud de la existencia y, fundamentalmente, de descubrimiento del amor a la literatura, descubrimiento alimentado por las fértiles canteras de la infancia.

De forma vívida, evocadora, Aquí nos traslada a esos espacios familiares de Piedrabuena en donde se ha desarrollado gran parte de la experiencia del poeta y que en el periplo de toda una vida han ido revelando las hondas verdades de todo cuanto entonces era hermoso y cantaba.

Otro símbolo imponente en el libro, es el del pozo, que nos traslada a esas primordiales cavernas del sentido, a esa íntima conexión con lo más secreto, con las oscuras aguas del ser, en las que el poeta se abisma en reflexión, buscando nombrar como un oficio que persigue lo oculto, las preguntas. Preguntas sobre la vida y su revés, esa sombra que se acrecienta igual que la de un laurel, en los adoquines del patio, al declinar la tarde. Porque la existencia es, viene a decirnos, sueño de un hombre entre el azar y el tiempo, un misterio.

«Traigo el agua del pozo, del misterio / donde ahondaron mis tíos –cómo guardo / vuestra calma, Luis Díaz, Restituto– / mientras yo, niño incierto, me asombraba. / En su brocal calizo crece el musgo / y el liquen que devora.»

Existen muchas obras de arte que incorporan a su materia lo autobiográfico, y desde luego no hay un solo camino hacia ello. Desde distintas formas y sensibilidades se aborda abiertamente, sin restricciones, incluso con impudor, ese mostrarse en la escritura. Y probablemente se requiere cierta desnudez para tal acercamiento. Pero en Aquí esa eventual desnudez es en realidad desprendimiento. La opción que toma Francisco Caro para estar presente en estos poemas es la de prestarnos su mirada, que en un intento por entender, reconstruye el instante hasta en los pequeños detalles, como el de la cuerda tensa entre un laurel y un nogal, los matices de la luz que partía por la mitad un peldaño bajo el sol del mediodía, o esa brisa lenta que nacía de la jara.

Todos esos momentos están presentes en el libro y se hacen secuencia de vida, de un modo que describen aquello que fue y algo más, algo sobre la verdad material de las cosas. Expresado siempre de manera natural, sencilla, no impostada. Y esa es una de las grandes virtudes de este libro, su aliento veraz. Entre todas las manifestaciones artísticas probablemente sea la escritura la que más sólidamente se engarza a la vida. Y en mi opinión, la única capaz de cambiar la forma en que percibimos las sustancia misma de los días. Se dice así por ejemplo, con exuberancia sensorial, en Otoño junto al río :

«Los vencejos, / las solas avefrías / y esta tarde, tan lenta. / La intocada hojarasca de los fresnos, / los helechos, / sus verdes oxidados. / El aire como hipótesis, / como frío de aguja, / como filo de acacia que penetra. / Y la luz / que declina, / entre las ramas, curva».

Es gracias a esa relación que se establece entre el amor por la expresión y la memoria de lo cotidiano, -donde se resalta la importancia de lo más sencillo, de la emoción concreta-, que estos poemas establecen un poderoso vínculo con nosotros, ya que esa memoria individual apela a nuestra propia experiencia táctil de la vida, eso que transmite el poema cuando es verdad: un reconocimiento del verso como algo propio, íntimo. Así por ejemplo cuando escribe:

«Esta mano que ahora / –veinticuatro y diciembre– / se ocupa en escribir nubes, renglones, / es la misma que usara / José el tejero / para domar la greda, / para decirle al barro que somos uno»,

Es indudable que Francisco Caro tiene un don para la elección de imágenes, para expresar su conexión con las cosas y los hombres. El libro se caracteriza por esa búsqueda sincera de sentido, que evita decididamente, el sentimentalismo y lo superficial, y nos ofrece una postura ética alejada de cualquier pomposa declaración acerca de la condición humana, proponiendo en cambio una teñida de modestia, y que se podría resumir en un mandato a ser sensibles. Pues El tiempo sin amor es sólo calendario.

En la urdimbre de sus tres secciones AQUÍ va desplegando mediante sutiles cambios de tiempo y perspectiva, el fascinante cuadro de un paisaje y de quienes lo habitaron, devueltos a la vida en una suerte de elegía compasiva, que oculta su significado más profundo a simple vista, y que debe su encanto a la vividez de lo recordado, recuperado en ese punto de encuentro que es el verso, un nexo entre la propia contingencia, y algo que está situado más allá de lo tangible.

«Venid, volved, volad, sajad los aires, / «cernícalos primilla» de los libros: / traed la primavera, la alegría, / la que hoy más que nunca precisamos.»

Como digo, su enfoque autobiográfico dota de una dimensión emocional a los poemas; son esa mirada interior que deambula en un viaje íntimo a través del pasado, de las experiencias y personas que van conformando vida y obra. Para ello se apela a la capacidad que tiene el arte de apresar el tiempo, incluso detener el vuelo de un ave, como en el fragmento que he citado, puesto que toda forma de creación es ante todo un intento de fijar lo transitorio.

«Sé que esta noche morirá, que debo / aprehender estas siete de la tarde, / de una tarde que tiene / algo de alta piedad, / de luz confusa, / pero es así como hablan nuestros dioses.»

Así pues los poemas de Aquí están llenos de la fuerza y el anhelo de capturar el recuerdo, como si el horizonte de la experiencia humana pudiera no tener el final inevitable, debido a las limitaciones biológicas que todos conocemos, (una voz al borde de lo efímero, señala) y tuviéramos en cambio la potestad de devolver el aliento a lo que fue, mediante la acción de evocarlo. Y así, cada poema abre el acceso a un espectro de emociones que nos llevan de la experiencia más cotidiana a la más inefable, en un escenario de imágenes con textura de cosa viva, motivo de estupor cada una de ellas, del mismo modo que si fueran contempladas con los ojos de la infancia. Como en el poema “Volver al Bullaque” en que regresa al escenario de su niñez:

«Hoy hemos vuelto aquí, a las dulces orillas, / al lugar donde fuimos lo que siempre soñamos, / y la brisa de ahora nos muestra su contento, / los mudos peces, que se asoman, / parece que recuerdan nuestro asombro».

Conmovedoramente enamorado de sus temas, Francisco Caro ha puesto en los poemas de Aquí una gracia natural y pulida. Por ello el lector debe prepararse para acompañar a un poeta de verbo certero a través del paisaje de su memoria. Y aunque hay un deleite plácido en su lectura, no existe nada autocomplaciente en sus páginas, muy al contrario, más allá de un primer plano literal, nos encontramos ese algo indescriptible, ese escalofrío que tiene que recorrer toda obra literaria con entidad.

«Oscurece en el pozo y las macetas, / resisto hasta que tú y la noche hagáis ciertos / esta vieja niñez en compañía, / estos días que hieren, estos días coágulo.»

En Aquí mundo y vida interior dialogan, y el lector está ligado a ese encuentro, en un abrazo sin distancia ni posibilidad de abstraerse de lo traído a la página, sin margen para una lectura desapasionada. El delicado equilibrio entre verdad y belleza puesto en estos poemas los dota de su mayor cualidad: Un reconocimiento de lo esencial presente en la superficie de los paisajes más familiares. Logrado tal efecto por la facultad de una mirada, como hemos dicho, llena de profundidad emocional, y dotada de una claridad de expresión y de una precisión poética sin afectación. Bien nos dice:

«cierne / con tiento tus vocales, y porque a veces dudas / sobre lo necesario / en el poema elige / primero ser verdad, después estilo».

Conmueve que esa ligazón de pensamiento y recuerdo se construya desde una ética manifestada así de explícitamente. Ese mundo poblado de imágenes palpitantes, recorrido por escenas y versos que armonizan espacio y tiempo, memoria e imaginación, nos recuerda que escribir es una forma de contemplación atenta, pero también un compromiso humano.

Sí, esta mano / que amasa, guía, corta, / que se atreve en los días de niebla / al oficio sutil de las palabras, / sabe que su saber es un saber prestado

En última instancia, -a partir de esa conciencia de que todo cuanto nos sucedió, todo cuanto experimentamos constituye también a su vez nuestro legado-, Aquí nos ilustra acerca de cómo el recuerdo no es una función pasiva de los sentidos, sino una forma de reconstruir un mundo. Aplicando esa lente de la poesía al detalle más leve, se puede revelar el dibujo general, y no solo el contorno, los trazos más o menos difusos que delinean el recuerdo, sino la propia densidad del sentimiento original. Un intento de renovar la vivencia mediante la acción de abrazarla con nuestra mirada interior; empeño acaso tan imposible como el de reconstruir con imágenes una melodía escuchada hace mucho tiempo. Voluntad sinestésica que encontramos, por ejemplo, cuando nos dice:

«En los sueños que guardan las riberas, en la luz que amanece (y es un ángel) un antiguo rumor, dormido y eco, se escucha todavía».

Es, a fin de cuentas, ese primordial descubrimiento del mundo el que se quiere restituir en el libro, poema a poema, en una secuencia que va componiendo su arquitectura de forma sutil, obrando pausadamente; y adentrados en su lectura llegamos a reconocerlo como tiempo capturado, descompuesto en sus elementos primordiales: luz, espacio, horizonte, realidad que se filtra hacia la nada, esa otra dimensión de las cosas, de las que, en un ciclo eterno, el verso intenta rescatarlas. El poema, de esta forma, adquiere la función de un órgano suplementario, un sexto sentido capaz de conciliar lo que es y lo que fue, disolviendo las fronteras entre el sentir y el olvido en un Aquí, un ahora, siempre renovado.

«He vuelto a donde fui / –larga elipse la vida– / porque escribir ha sido, / línea a línea, nudo / a nudo, descolgarme / por la soga que ofrecen / los papeles tintados / hasta mirar de cerca / mi rostro en la quietud / del agua y su memoria / hasta lograr saberme / otra vez nueve edades, / otra vez niño incierto, / en los miedos del pozo».

Pedro Alcarria
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