El amargo tema del aborto: ser mujer pobre en países latinoamericanos que lo prohíben sin excepciones [crónicas de la vida real]

María Teresa Bravo Bañón
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Las castigadas proceden, de manera desproporcionada, de entornos empobrecidos, en los que apenas tienen acceso a educación, atención médica o justicia.

El Salvador es uno de los seis países del mundo en los que el aborto está completamente prohibido bajo cualquier circunstancia, aunque la mujer haya sido violada, o su vida corra peligro. Los otros son Nicaragua, Honduras, República Dominicana, y en Europa, Malta [y ¿El Vaticano?].

En El Salvador tenemos el ejemplo que las leyes con respecto a las mujeres siempre son de quita y pon; desde 1974 el código penal regulaba la interrupción voluntaria del embarazo por  tres supuestos: malformaciones graves, violación, peligro de muerte para la madre. En 1998, la Asamblea Legislativa del Salvador reformó este código, para eliminar todos los supuestos e incrementar las penas.

La reforma de su Constitución de 1999, promovida por el partido derechista Arena, “reconoce como persona humana a todo ser humano desde el instante de la concepción”. Este es el punto de vista en el que se apoyan los sectores más conservadores y religiosos para exigir que se persiga cualquier tipo de interrupción voluntaria o involuntaria del embarazo. Es un argumento que puede escucharse igual en Centroamérica, sectores involucionistas de Europa, o Estados Unidos. Se trata de uno de los mantras de los grupos que se llaman a sí mismos “pro-vida”

Desde entonces en ese país se persigue a la mujer que aborte, con penas de entre dos y ocho años de cárcel, así como al personal sanitario que colabore, con hasta cinco años de prisión.  Pero además se persigue a quien no denuncie a un tercero. También se incluyó el delito de “homicidio agravado”, que es el que se aplica a mujeres que aseguran haber sufrido complicaciones en el parto ¡Con penas de  hasta 40 años! Dennis Muñoz, abogado de la plataforma por la despenalización del aborto llama a estos cambios “una guerra contra las mujeres”: “La atroz prohibición total del aborto es una violación del derecho a la vida, el derecho a la salud y el derecho a no sufrir tortura y otros malos tratos, y afecta a la mitad de la población del país. No acabar con esta injusticia sería un demoledor paso atrás para los derechos humanos en El Salvador. En El Salvador, las mujeres que sufren complicaciones del embarazo que dan lugar a abortos espontáneos o a emergencias obstétricas son habitualmente sospechosas de haberse practicado un aborto, prohibido en todas las circunstancias. Los fiscales suelen acusarlas de “homicidio” o incluso “homicidio agravado”, que entraña una pena de hasta 50 años de prisión.’

El fracaso más reciente de un intento de reforma que despenalice el aborto, ocurrido durante el último ciclo legislativo de El Salvador, supone un retroceso enfermizo para los derechos humanos, según Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional: “Los legisladores de El Salvador tienen las manos manchadas de sangre después de negarse a siquiera discutir la reforma para despenalizar el aborto. Esta reforma, que se necesitaba desesperadamente, habría salvado la vida de incontables mujeres y niñas que corren peligro innecesariamente debido a la prohibición total del aborto. La oportunidad desperdiciada de poner fin a esta injusticia es un golpe terrible a los derechos humanos en El Salvador”, ha manifestado Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional

EL CASO DE TEODORA VÁSQUEZ

Teodora del Carmen Vásquez de Saldaña, de 34 años, cumplió una década en la cárcel de Ilopango, el centro penitenciario más hacinado de El Salvador, a 12 kilómetros de la capital, única prisión exclusiva para mujeres, con una capacidad para albergar a 800 presas; pero con una población real es de 2,800.

Se le sentenció culpable de haber matado a su hija recién nacida, delito que siempre negó. Su parto, dice, fue espontáneo y el feto nació muerto. Teodora contó con el apoyo de organizaciones como Amnistía Internacional o Human Rights Watch, que  lanzaron  campañas exigiendo su libertad.

EL 8 de diciembre  de 2017, esta mujer humilde, que trabajó desde muy niña, madre de otro hijo al que apenas veía porque viajar  hasta la cárcel les era a muy costoso a la familia, tuvo  otra oportunidad, gracias a la presión internacional que se había ejercido para la revisión de su sentencia. El Tribunal de Segunda Sentencia del Centro Integrado de Justicia Penal Doctor Isidro Menéndez, de San Salvador revisó su causa y pudo salir de la prisión de Ilopango.

Mientras otras reclusas se preparaban para darle una paliza, porque ya habían sido advertidas por la televisión, su familia (padre, madre, hijo), se enteraba de que estaba detenida y que le acusaban de matar a su recién nacido. Ella apenas había tenido tiempo para darse cuenta de la situación en la que se encontraba. De estar esperando su segundo hijo pasaba a encontrarse a las puertas del penal.

Un día antes de salir de la cárcel, Teodora  Vásquez volvió  a recordar, a activistas y a periodistas, aquel 13 de julio de 2007, una historia que también ha relatado infinidad de veces a jueces, policías, y abogados. Se encontraba trabajando como limpiadora en el Liceo Canadiense. Estaba embarazada de nueve meses. A las 14:00 horas no sentía dolor alguno. Sabía que le tocaría dar a luz en cualquier momento; estaba pendiente. Una hora después, su jefe la envió al mercado a hacer unos mandados. Iba con varias compañeras. Fue entonces cuando comenzaron los dolores. “Regresé sobre las 18:00 Me dolía la espalda. No podía enderezarme. Pensé que ya iba a nacer”, explica. Se sentó en una silla, solicitó un celular y llamó al 911 en varias ocasiones. Al menos, cinco o seis veces. No llegó nadie. Empezó a llover. “Me sentía frustrada porque no llegaba nadie”, afirma. Pidió dinero a su jefe para ir al hospital; este le entregó US$20. Sola, sentada en una grada, con la bolsa preparada para ir al centro médico, esperaba que llegaran por ella. Y nada.

A las 20:00 horas, sintió ganas de orinar, fue al servicio -en el que no había luz-, se bajó los pantalones y los calzones y sintió que “algo cayó”. Se desmayó. Tambaleándose, regresó a la grada, dejando un resto de sangre del que ni siquiera era consciente. Un empleado del lugar, ya fallecido y que se convirtió en principal testigo en su contra, encontró el feto y llamó a la policía.

—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó uno de los agentes que la rodeaban.

—Has matado a tu bebé. —Le sentenció

—No lo he hecho, —respondió ella.

—Me desmayaba a cada rato. Me subieron al carro y me esposaron, —recuerda.

“En el hospital pasé una noche. Estaba esposada por un pie. Un policía me llamaba ‘perro’ y me insultaba. Me trató muy feo. Yo me sentía impotente”, contaba  Teodora. Del hospital fue trasladada a los calabozos del juzgado, donde permaneció 12 horas. Antes, los agentes habían avisado a la prensa. La grabaron. La expusieron. Mientras otras reclusas se preparaban para darle una paliza, porque ya habían sido advertidas por la televisión, su familia (padre, madre, hijo), se enteraba de que estaba detenida y que le acusaban de matar a su recién nacido. Ella apenas había tenido tiempo para darse cuenta de la situación en la que se encontraba. De estar esperando su segundo hijo pasaba a encontrarse a las puertas del penal.

“Me hicieron una audiencia. Me pedían 75 años de cárcel”, recuerda Vásquez.

En este punto, una mujer que acaba de perder a un hijo, confusa y débil, con problemas de salud (nunca se determinó cuánta sangre había perdido), se encontró sentada ante el juez que, en un primer momento, decidió si la envía o no a prisión. 

La fiscalía la acusaba de la muerte de su hija recién nacida. Necesitaba un abogado. Consiguió a uno por US$400, pero no le sirvió de mucho ya que la enviaron  a la cárcel, en prisión preventiva  a la espera de juicio.

“En la audiencia estuvo presente (el abogado), pero me dijo que si no le daba más dinero, no regresaría”, recuerda. El letrado le preguntó si tenía un “carro” o terrenos con los que pagarle. Ante la negativa, desapareció y nunca más supo de él. 

Siete meses después tuvo lugar la audiencia pública.

Como  Teodora Vásquez no tenía abogado ni podía pagárselo. puesto que sus padres son campesinos y apenas disponen de recursos, le asignaron uno de oficio. Apenas la conoció un día antes; dispuso de once horas para preparar el caso. Poco margen para afrontar un caso en el que la acusada se juega media vida.

Los magistrados José Luis Giammattei Castellanos, María del Pilar Abrego Archila y Alejandro Guevara Fuentes la  condenaron: ¡30 años de cárcel por homicidio agravado! La acusaron  de haber parido  a una niña, dejarla en el retrete y tirar de la cadena.

Teodora Vásquez estuvo en Barcelona  en noviembre de 2017, invitada por la alcaldesa Ada Colau.

Teodora no olvida a sus “compañeras”, las “17 y más”, hasta 27, de ahí el más, (nombre con el que se conoce a las mujeres salvadoreñas encarceladas por abortar). Cuando empezó la campaña para liberarlas eran 17, pero el número fluctúa y ahora son entre 24 y 27.

Todas esas mujeres estaban en su memoria: Maira Figueroa, que abortó tras ser violada y fue condenada a 15 años de cárcel, pena que se le conmutó hace un mes; María Teresa Rivera, en libertad desde hace un año pero con asilo en Suecia porque la fiscalía quería reabrir el caso; Imelda Isabel Cortés, presa como ella en Ilopango y condenada a 30 años; Sandra Isabeth Alfaro, de 19 años, que perdió al feto de forma espontánea en un instituto público y fue denunciada por la directora; o la última, Imelda Isabel Cortés, que lleva un año en prisión preventiva, en el penal de San Miguel, tras abortar porque fue violada por su padrastro.

Además de mujeres y salvadoreñas, a todas ellas las une otra circunstancia: son pobres. Las mujeres ricas de El Salvador también abortan, pero no ingresan en prisión. “Se van a Cuba o a México, o lo hacen en clínicas privadas que no reportan”, explica su abogada, que la acompaña en la visita.

Un informe de la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto incide en ese perfil: se trata de mujeres solteras o con las parejas lejos, de zonas rurales o barrios deprimidos y, en general, con escasa formación.

Teodora está convencida  que hay un efecto colateral en la presencia de mujeres pobres -también por otros delitos- en las cárceles de El Salvador. «Solo en Ilopango hay 3.000 mujeres, la mayoría con hijos pequeños, que crecen sin protección de la madre y se apuntan a las pandillas».

“Yo tuve que cargar a la vez con varias cosas. Alejarme del hijo que ya tenía [ahora tiene 14 años] y de mi familia. La pérdida de mi bebé. Y la de mi libertad”. Los primeros años en prisión fueron durísimos hasta que, el 11 de junio de 2012 –recuerda la fecha con precisión- vio una luz: las activistas de la Agrupación Ciudadana se le acercaron y empezaron a organizar a las mujeres en su misma situación. Teodora declaró a favor  el aborto libre: “Las mujeres tenemos derecho a decidir por nosotras mismas, no necesitamos que alguien venga a gobernarnos”. Mientras eso se consigue, intenta que ninguna mujer más vaya a la cárcel por abortar. Y que las que ya están allí, “queden en libertad”. “No podemos permitir que el Estado salvadoreño, por orgulloso y machista, permita que esas mujeres se consuman en la cárcel”.

Al menos otras 27 mujeres continúan encarceladas en virtud de las draconianas leyes salvadoreñas sobre el aborto. Las castigadas proceden, de manera desproporcionada, de entornos empobrecidos, en los que apenas tienen acceso a educación, atención médica o justicia. En su informe de 2017 “Al borde de la muerte”, Amnistía Internacional concluyó también que, en los casos documentados, se había violado el derecho a un juicio justo y a la igualdad ante la ley.

En marzo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) admitió una petición en el caso de Manuela, otra mujer condenada por homicidio tras haber sufrido un aborto espontáneo y que murió de cáncer en prisión mientras cumplía condena.

El 5 de julio, Evelyn Beatriz Hernández Cruz fue condenada a 30 años de cárcel tras ser declarada culpable del cargo de homicidio agravado, habiendo sufrido complicaciones obstétricas que derivaron en un aborto espontaneo.

En noviembre, la CIDH admitió una petición sobre el caso de “Beatriz”, una mujer a la que en 2013 se le había negado el aborto a pesar de que el embarazo hacía peligrar su vida y de que al feto se le había diagnosticado una malformación mortal que no habría permitido su supervivencia tras el nacimiento.

Es un secreto que corre de boca en boca: cómo abortar, dónde comprar las píldoras, cómo utilizarlas para que no te descubra la policía o el personal médico, qué hacer si te encuentras mal y tienes que ir al hospital. Y dónde comprar la píldora anticonceptiva de emergencia (PAE), que está totalmente prohibida, aunque se puede adquirir de forma ilegal en algunas farmacias o mercados de las ciudades, por un promedio de 200 lempiras (siete euros).

ABORTAR  EN HONDURAS

La International Women’s Media Foundation apoyó a la periodista Monica Pelliccia, con su cobertura desde Honduras como parte de la Iniciativa Adelante  Los nombres de las protagonistas tuvieron que ser  modificados para preservar su intimidad; pero este es el infierno que nos relató sobre las mujeres hondureñas, como Jessica, que recurren a métodos caseros e inseguros para abortar, desde las pastillas compradas por Internet u otros medicamentos para combatir úlceras gástricas o artritis que contienen un principio activo abortivo, hasta las infusiones de hierbas y el uso de objetos contundentes.

Es un secreto que corre de boca en boca: cómo abortar, dónde comprar las píldoras, cómo utilizarlas para que no te descubra la policía o el personal médico, qué hacer si te encuentras mal y tienes que ir al hospital. Y dónde comprar la píldora anticonceptiva de emergencia (PAE), que está totalmente prohibida, aunque se puede adquirir de forma ilegal en algunas farmacias o mercados de las ciudades, por un promedio de 200 lempiras (siete euros).

«Dormíamos en tarimas de madera, hasta tres personas en la misma, y había ratas que entraban por los huecos en las paredes de adobe», relata Jessica, tocándose nerviosamente su largo cabello liso. «Las otras presas me pegaban, me tiraban el pelo, me llamaban asesina de niños y la policía me decía cosas horribles: sufrí mucho acoso físico y psicológico.

En Honduras, los abortos han sido durante décadas la segunda razón más frecuente de ingresos  hospitalarios, después del parto; el año pasado se registraron 14.021 casos, según datos de la Secretaría de Salud del país.

Jessica fue la primera mujer de su aldea en entrar en la cárcel por el delito de aborto. Durante los cuatro meses que pasó entre rejas compartió un cuarto de pocos metros con otras reclusas.

Logró salir porque le conmutaron la pena por una multa que su madre pudo pagar juntando dinero con la familia. La vuelta a casa fue dura: insultos por la calle, fotomontajes suyos difundidos por las redes sociales y fuertes ofensas dirigidas a sus familiares; tanto que su madre a menudo volvía a casa en lágrimas. «No soy ni la única ni la primera de mi pueblo en haber abortado, hay muchas muchachas que lo hacen, pero soy la única que han detenido».

Támara llevaba trabajaba como empleada doméstica y no pudo seguir escondiendo su embarazo, por lo que sus jefes la querían despedir. Abortó a escondidas en la casa donde trabajaba y la dueña la denunció a la policía. Desde el patio de la cárcel, otras detenidas la llaman a gritos, mientras charlan entre ellas y juegan con sus niños y niñas pequeñas. Nadie la conoce y ella no contesta las llamadas; está escondida en la cárcel. Es común que las mujeres cambien su nombre al entrar en prisión, especialmente aquellas que podrían sufrir discriminación y violencia, como en caso de las condenadas por aborto.

Aunque son muchas las que terminan encerradas por este delito. Entre 2016 y los primeros seis meses de 2017 han sido 33 las denuncias recibidas por el Ministerio Público, la mayoría puestas por vecinos o médicos de los hospitales que les atienden. Fue así como María acabó entre rejas, después de la denuncia de un médico, cuando tenía tan solo 17 años. «Es algo que quisiera olvidar». «Como cada día, volvía de la universidad, en autobús. De camino a casa, una persona que hacía el mismo recorrido me agarró, me amenazó con una pistola y abusó de mí». María no contó a nadie que la violaron. Se guardó el secreto y los moratones que tenía en las piernas solo para ella. Hasta que se dio cuenta de que estaba embarazada. «No quería tener un hijo de una persona que me violó. Decidí abortar. Una amiga me dio las píldoras y me explicó cómo tomarlas. A las tres horas me encontré mal y mi madre tuvo que llevarme al hospital». El personal médico la denunció después de haberla atendido y el mismo día la policía acudió al centro. «Se la llevaron esposada de manos y piernas a la cárcel femenina de Támara», explica la madre de María, sin poder retener las lágrimas. «Como a una criminal y sin que pudiera tomar medicamentos. Mientras que su agresor, un delincuente supuestamente implicado en narcotráfico, quedó libre y se fugó a los Estados Unidos».

María pudo salir de la cárcel, después de una semana, con libertad condicional. Tras cuatro años, ella sigue esperando que acabe su proceso, y podría volver a prisión

Jessica ya era una madre soltera y cabeza de familia, como pasa en un tercio de los hogares del país, según el Comisionado Nacional de Derechos Humanos de Honduras (Conadeh).  Se quedó embarazada por tercera vez a los 27 años. Su pareja, hombre violento, la abandonó apenas se enteró de la noticia. No fue sencillo decidir abortar. Pasaron meses de incertidumbre, no tenía recursos para sacar adelante a otra criatura. Una tarde, cuando se encontraba sola en la casa, decidió ir a la pequeña farmacia de su pueblo a comprar unas píldoras abortivas, que había visto en Internet. Una vecina se enteró y la denunció. Dos horas después llegó la policía a su casa: la esposaron y la llevaron a la cárcel.

<<Me di cuenta de que esperaba un bebé cuando ya lo había perdido…
–“Nancy”>>

A Nancy también la denunciaron los médicos del hospital de Tegucigalpa, que afirmaban que se había provocado un aborto. «Me di cuenta de que esperaba un bebé cuando ya lo había perdido», relata la joven, de 21 años. Nancy, se enteró del embarazo al sexto mes, cuando su niño ya no vivía. Tenía sangrados regulares como si fuera la regla. Un día empezó a sentir dolores muy fuertes de barriga y  que le hicieron perder al bebé, por desprendimiento de la placenta y la dejaron al borde de la muerte durante dos días. «Cuando había ido al médico, en las exploraciones que me habían hecho durante los meses precedentes nunca me habían dicho que podía estar embarazada».

El parlamento hondureño se niega a  cualquier modificación del Código Penal. Pero las organizaciones feministas siguen luchando para que se apruebe esta modificación de la ley.

«He conocido a muchos casos de mujeres y niñas que han sufrido violaciones, abusos, y que han sido criminalizadas. Por ahora solo estamos hablando de una ley que proteja la vida de la mujer y su salud, explica la pastora Ana Ruth García, de la organización Ecuménicas por el Derecho a Decidir. Ella es una de las caras visibles de esta batalla.

Fuentes :

https://elpais.com/america/

https://www.amnesty.org/es/search/?q=ley+aborto+en+centroamerica&sort=date&country=38294&resourceType=newsarticle

María Teresa Bravo Bañón

Artículos de María Teresa Bravo Bañón