El espectro del poeta: Acerca de “RD” de Orell Ordoñez

Javier González Serrano
+ posts

El autor es escritor y ensayista.

Al igual que el DQ de Darío, el RD de Ordónez llega en un momento crítico de la Historia donde algo glorioso está a punto de perderse para siempre, un ideal, una forma de vida, una concepción de la belleza, del honor o del arte mismo.

La literatura universal ha producido grandes hombres y grandes nombres que resuenan con vitalidad a través de los milenios. Nombres que han sido recordados con frescura por cienes de generaciones. Esos hombres y esos nombres han sido tanto reales como ficticios. A veces esos hombres y esos nombres ficticios, inventados, producto de alguna gran imaginación, sobreviven en fama y en vitalidad a su creador, prescindiendo olímpicamente de él, como el Lazarillo de Tormes, el Cid Campeador, Don Quijote y Sancho Panza o la Celestina. ¿Quién no conoce a Don Quijote de la Mancha?

Pero es a veces el creador, el artista mismo el que se convierte en leyenda y se vuelve inmortal sin necesitar más de su obra, como el caso de Quevedo, el Marqués de Sade o Maquiavelo y en Nicaragua el mismo Rubén Darío, estos nombres se han arraigado con tanta fuerza en la cultura popular y en el imaginario colectivo que las personas comunes y corrientes los conocen sin haber leído ni una sola línea de sus obras.

Orell Ordoñez
Orell Ordoñez

En el relato RD, de Orell Ordónez  (Managua 1993) se mezclan de forma magistral ambos casos. El pintor Reynaldo Hernández, un artista total, de la estirpe extinta de los románticos, se encuentra en una exquisita galería de arte donde se exhiben dos de sus cuadros mejor logrados, dos desnudos sublimes, al mejor estilo de los griegos y los romanos: Venusiano y Damas de la noche. El artista harto de tanta banalidad en la exposición, observa a un curioso personaje que contempla en muda expectación sus obras, picado más que por la curiosidad, por el ego del artista, se acerca al elegante y circunspecto caballero y con disimulo pretende interrogarlo acerca de la impresión que le han causado sus pinturas. 

Al acercarse observa que es un ser de otro tiempo, de una época ya ida: El hombre tenía un espeso bigote, llevaba un sombrero corto y vestía tan elegante como un cónsul”. El apremio por saber el punto de vista del extraño sobre su obra lo obliga a romper el silencio, y jugueteando con la copa de vino le suelta casi en susurros un comentario aparentemente al azar: “El desnudo es mi mayor inspiración, pienso en la belleza de las mujeres, y no hay nada más bello que sus cuerpos y esas miradas que deslumbran en la noche”. El hombre, indiferente ante la interrupción impertinente, sigue enfrascado en una contemplación casi mística. En ese lapsus incómodo de silencio el artista conjetura acerca de la posible identidad del extraño; será un diplomático, un famoso crítico de arte enviado de París, al fin, el sujeto, que parece irradiar una extraña y milenaria sabiduría, rompe el silencio y le dice de forma fría: “Supongo que es usted Reinaldo Hernández, autor de estos preciosos cuadros”. A partir de ahí, el pintor se ve envuelto en la más extraña, onírica y surrealista plática sobre arte universal y cultura general que haya tenido jamás, su interlocutor muestra ser un hombre poseedor de una cultura vastísima y unas concepciones estéticas fuera de lo ordinario. El artista intuye al final de la charla, a través de una niebla de ensueños, que con quien ha hablado es el mismísimo RD, el padre y maestro mágico, Rubén Darío. 

El relato se titula RD en homenaje a aquel DQ del Gran Panida, y al igual que  en el cuento de Darío, el personaje es un espectro del pasado, solo que DQ, brota de las páginas anacrónicas de la primera novela moderna y RD de las páginas de la reciente Historia. Y es aquí donde está la conexión con el relato dariano; podríamos hablar de una intertextualidad sugerida en las siglas de ambos nombres, que además sirven de título a los dos relatos, o de una meta literatura, donde el creador de un relato fantástico Rubén Darío, cuyo protagonista es un personaje literario Don Quijote, se convierte a su vez en un personaje literario forjado por la imaginación de otro creador, en este caso, Orell Ordónez. 

En el cuento fantástico de Rubén, una rezagada  tropa española, que luchaba en Cuba por conservar la última colonia del otrora vasto y glorioso imperio español, descubre entre sus filas a un extraño soldado que le profesaba a la bandera española un culto casi supersticioso, no comía su porción si no que se la entregaba íntegra a los soldados heridos a los que cuidaba con dedicación y esmero como si de un hijo enfermo se tratara. 

Los soldados, que esperan la llegada de refuerzos,  reciben la fatal noticia de que el ejército español ha sido derrotado por mar y tierra por los feroces Yanquis, el imperio emergente, y que ese pequeño reducto tenía que entregarse de manera irrevocable al enemigo como prisioneros de guerra, ya no quedaba nada en las Américas de aquella España imperial, en cuyos dominios no se ocultaba jamás el sol, la tropa estaba desmoralizada, pero cuando llegó el momento de entregar el estandarte del león español al enemigo Calibán: “Y la bandera… Cuando llegó el momento de la bandera, se vio una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre extraño, que miraba profundamente con una mirada de siglos, con su bandera amarilla y roja, dándonos una mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fue paso a paso al abismo y se arrojó en él”. Un combatiente español, por lo demás manchego, se da cuenta en ese momento que ese soldado solo identificado por las siglas DQ grabadas en sus pertrechos, no es más que Don Quijote de la Mancha, el enorme personaje de Miguel de Cervantes Saavedra, el Manco de Lepanto.

Al igual que el DQ de Darío, el RD de Ordónez llega en un momento crítico de la Historia donde algo glorioso está a punto de perderse para siempre, un ideal, una forma de vida, una concepción de la belleza, del honor o del arte mismo, ambos personajes resumen en sus dos siglas el ansia por las glorias idas y el rechazo al advenimiento de un mundo más hostil e indiferente frente a la creación artística. El espectro del poeta espeta al artista: “Solo hay dos tipos de hombres: artistas y empresarios” y parece reconocer en el pintor una cualidad propia de aquel idealista y heroico DQ: “Se asegura que pasa las noches en vela; por lo menos, nadie le ha visto dormir”.

Javier González Serrano

El autor es escritor y ensayista.