«El que proteste es sapo» (milagros, coaliciones, y un poderoso caballero)

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

Artículos de Francisco Larios

Dice el viejo adagio que más vale prevenir que lamentar.  Prevenir, para no lamentar. No en Nicaragua. No si depende de los políticos nicaragüenses, los que aceptan serlo y los que—bañados en colonia azul y blanco y bajo el manto “autoconvocado”—intentan cubrir sus efluvios lupinos. Si en sus manos queda, podemos prevenir y lamentar, podemos reclamar y lamentar, podemos exigir y lamentar.

Y lamentaremos, si no logramos encontrar la forma de obligarlos, de ponerlos—como corresponde—a nuestro servicio, pues los viejos mandamases y los nuevos aspirantes tienen en común la prepotencia, la habilidad para cerrar sus oídos a quienes dicen representar, de ser todo oídos únicamente ante el poder extranjero. Viven para “la comunidad internacional” (léase aquí el patrocinio político y financiero de Estados Unidos, especialmente, y de la Unión Europea, en segundo lugar). Allá es donde buscan aprobación. Para pasar la prueba de los políticos de esos estados es que se esfuerzan, mientras asumen que el resto de los nicaragüenses aceptará lo que allá decidan, porque no les quedará más remedio (ellos dicen “porque no queda más remedio”) que aceptar las decisiones de sus presuntos representantes, los nuevos “libertadores”. Unos cuantos adornos retóricos, frases a la medida de cada audiencia, la “corrección política” que haga falta, para quienes quieran cultivar la etiqueta, y listo: la cena—la de ellos—estará servida. Ya estarán, sueñan ellos, de regreso en 1990: diputaciones, ministerios, embajadas, puestos de poder y prestigio, carros, viajes, “adelante señor ministro”, y vanidades de esas que a los más ambiciosos embelesan.

El pesimismo optimista

Eso, queridos compatriotas, es lo que hay; es lo que tenemos. ¿Pesimista? Creo que fue Saramago quien dijo que él no era pesimista, “más bien lo que ocurre es que el mundo es pésimo”.  Yo añadiría que el pesimista—ciudadano de ojos abiertos que descubre que el mundo es, en realidad, pésimo–no puede darse el lujo de no ser optimista. Algo así como la fe de Unamuno, la fe vital, la que está implícita en abrir los ojos y levantarse de la cama para arrancar un nuevo día. Sin esa fe no se vive. Y es una fe racional, porque es claro que en el pasado ha habido innumerables comenzares de nuevo y vivires de nuevo y nuevos días, por lo cual es sensato esperar que la esperanza no sea una alucinación.  Así que, ¡vamos adelante!, y a pesar de lo que ya sabemos–más bien, precisamente, porque lo sabemos– prevengamos, reclamemos, exijamos, o como diría la María Antonieta chapiolla de El Carmen: “¡jodamos!”. Porque la mayoría de nosotros no quiere un regreso a 1990, sino unos cuantos pasitos adelante, que nos dejen entrar aunque sea en el último vagón del tren de la democracia que en el mundo arrancó allá por finales del siglo dieciocho. 1990 fue, tenemos claro, el fin de una pesadilla y el embrión de otra.

La dura vida de un alfayate

Hace tiempo que he querido usar esta palabra: alfayate. Hermosa palabra que infelizmente ha sido desplazada a sótanos, áticos, cofres y bahareques por una más rasposa: sastre. Digamos, por cumplir con el capricho, que a cualquier alfayate, por más habilidoso que sea, va a costarle mucho hacer el vestido de los nuevos 1990.  El monstruo del poder ha engordado, de sus fauces babea sangre, y los gestos de los nuevos libertadores nos recuerdan demasiado a las decepciones que han consumido nuestra inocencia. Somos menos inconscientes. Estamos más sedientos de libertad que nunca. Más ariscos que nunca. Menos dispuestos a creer las fábulas y a degustar los atoles que con el dedo pretenden darnos.

El espejismo hermoso

La imagen que los políticos electoreros nos pintan del futuro es, como todos los espejismos, de una belleza inaprehensible: Ortega acepta ir a elecciones libres, democráticas, limpias, sin intimidación, con garantías para todos los participantes; pierde las elecciones abrumadoramente; respeta los resultados, y luego el nuevo poder, centrado en la Asamblea Nacional, lo desarma y lo somete a la justicia. De ahí en adelante, Nicaragua bien podría llamarse Suiza o Suecia.

¿Qué tan grande el milagro?

Y es verdad, cualquier cosa puede pasar en este valle de lágrimas, por lo cual un milagro de tal magnitud (si es que entre milagros hubiese variedad de tamaño) no puede descartarse. Confieso que es este mismo inquietante sentimiento el que me induce con frecuencia a apostar a un milagro menor, y comprar la lotería.

Pero es preciso–disculpen mi aparente terquedad– seguir llamando milagroso al resultado que describen los políticos electoreros; uno que no puede ser explicado por lógica y datos, por la dinámica política previsible y por la historia.  [Milagro. 1. m. Hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino. 2. m. Suceso o cosa rara, extraordinaria y maravillosa.—RAE]

“Nadie puede dar inmunidad a Ortega”

El “milagro” tendría que saltar sobrenaturalmente dos obstáculos.  Uno es que Ortega no puede darse el lujo de dejar el poder sin poner en peligro su libertad, y hasta su vida, y las de su círculo íntimo. Bien podría ser este el obstáculo que impidiera el Kupia Kumi del Siglo XXI que las élites anhelan desesperadamente… A menos que alguien garantice a Ortega inmunidad, lo cual, después de cometidos los crímenes, equivale a garantizarle impunidad.

Esta garantía no es tan difícil de erigir como los electoreros quieren hacernos creer.  Es verdad que los crímenes de los cuales Ortega puede ser acusado en tribunales no son, técnicamente, amnistiables, ni prescriben en el tiempo. Pero eso es solo en Derecho Internacional. Si los estándares del Derecho se aplicaran en Nicaragua, Ortega no sería presidente, ni podría ser candidato, ni controlaría todos los poderes del estado, ni podría chantajear a la nación entera.  

Y por las mismas razones que deforman la relación del Estado de Nicaragua con el Derecho, razones de poder, los políticos electoreros en la Alianza Cívica, y también en la UNAB, pueden aceptar–¿no lo ha dicho ya con claridad angelical Mario Arana?—que la justicia, o sea, la aplicación de los preceptos de Derecho a que aluden, quede “para una futura administración”, e insisten en que la presunta salida de la crisis sea “constitucional”, es decir reformando las reglas dentro del andamiaje actual.  Peor aún, empiezan ya a sugerir (lo han hecho recientemente el mismo Arana y Michael Healy, el de los camiones heroicos) que “hay que ir”, aun “sin reformas”. Ellos saben, y a nadie debe escapar, que esta decisión implica que Ortega, de “perder” las elecciones, se convertiría automáticamente en el diputado Daniel Ortega.

Pero, apartando estas tersuras jurisprudenciales, el meollo del asunto es este, se busque por donde se busque: ¿Puede alguien imaginarse que Ortega acepte, si algo de poder le queda, un trato que excluya inmunidad para él y su círculo?  Hacerlo, insisto, podría significar su muerte a manos del propio círculo, persecución legal y cárcel por crímenes de lesa humanidad, o un exilio bochornoso en Cuba, indigno ya del paladar primermundista del clan Ortega-Murillo. 

“Que nadie proteste”

El segundo reto para las fuerzas sobrenaturales de los electoreros es que Ortega tiene un miedo racional y razonable a permitir la movilización ciudadana que tendría que ser permitida para dar un barniz de legitimidad a cualquier proceso electoral. ¿Qué creen ustedes que pasaría si policías, paramilitares y francotiradores no impidieran el ejercicio de la protesta pública?

La celeridad y brutalidad de la represión, aun cuando se trata de pequeños grupos de manifestantes, demuestran más allá de cualquier duda que Ortega se sabe rodeado de odio, que Nicaragua es un polvorín, y que precisa sofocar la mecha antes de que el fuego haga contacto con la dinamita.  Siendo así, no parece sensato esperar que el Ortega que diga “acepto elecciones”, acepte también la movilización ciudadana que es norma en procesos electorales libres de sociedades democráticas…A menos que alguien garantice a Ortega que cualquier movilización será contenida, controlada, minimizada, de ser posible evitada.

¿Quién puede dar tal garantía?

El descontento es tan generalizado que el reto de encontrar un “liderazgo” capaz de hacerlo es enormemente complicado.  Los burócratas que desean y financian el esquema electorero desde el exterior, y los políticos de las élites, en la Alianza Cívica y—hasta la fecha, por más que digan “golpear la mesa”–en la UNAB, quisieran poder convencer a la población de esperar calmadamente dos años más, luego caminar en silencio sumiso al local de votación, confiar en sus libertadores sin chistar, aguardar los resultados que redistribuirían entre los poderosos el pastel del poder, y al final regresar a casa o ir a un templo a dar gracias porque el milagro ha sido consumado.

Eso quisieran, y para que el Kupia Kumi del Siglo XXI sea factible, tendrían que completar su tarea de desmovilización del pueblo democrático, iniciada con simbolismo siniestro en el momento en que Chano Aguerri deja de lanzar loas a Ortega en nombre de sus patronos Pellas, Ortiz Gurdián y compañía, y aparece como “representante del pueblo”, sentado en primera línea de la Alianza Cívica.

¿Quién tendría la misión de pedir a la población que no proteste? Pues por lo previsible hasta el momento el honor tendría que recaer sobre la “Gran Coalición”, el enjambre que dicen estar construyendo la Alianza Cívica, la UNAB, y los partidos zancudos que súbitamente–eso nos dicen, sin sonrojarse, los electoreros–son esenciales para la “unidad contra la dictadura”. 

“El que proteste es sapo”

¿Qué dirán, cuando llegue el momento? Ya elaborarán “científicamente” la forma del mensaje, pero el fondo sería algo así: “no salgamos a la calle, no protestemos; nuestra protesta será el voto, nuestra victoria vendrá con el voto; protestar sería sabotear la ruta electoral, la única posible”. O, para traducirlo al descarnado lenguaje de la calle: “el que proteste es sapo”.

¿Me equivoco? Regreso al comienzo: mejor prevenir que lamentar.  ¿Alguien cree a nuestros políticos incapaces de tales maniobras? De hecho, permítanme añadir una conjetura más, que seguramente causará cierto ardor estomacal y condena indignada a la paranoia de este servidor. 

El empeño en añadir una sigla más, un piso más al edificio azul y blanco, creando la “gran coalición”, tiene como impulso evidente la insistencia de los donantes extranjeros, burócratas ellos, muy ordenados en estas cosas.  Pero, fíjense bien, lo que supuestamente da el “gran” a la “gran coalición”, no es nada “grande”: es añadir la insignificancia política del Partido Conservador, del PLC y CxL. Digo “insignificancia” a conciencia: ninguno de estos grupos es representativo de la población; más bien han sido excluidos por ella, que los ha dejado atrás y entiende que representan el pasado y el peligro. 

Por tanto, unirlos a la “unidad contra la dictadura”, no refuerza la lucha contra Ortega. Más bien la debilita: cualquier estudiante de secundaria sabe, o debería saber, que no todas las sumas aumentan, que un uno sumado a menos uno da cero. Pero para las élites, preocupadas, no por derrocar a la dictadura, sino por redistribuir entre ellos el poder sin perderlo colectivamente, el beneficio de la “gran coalición”, aparte del acceso a recursos de “la comunidad internacional” (¿ya hablamos de quiénes son estos?) es que les dará una base publicitaria para aseverar que la coalición representa a todos, y que quienes no estén en ella son extremistas, radicales que se niegan a participar en democracia. De esa manera, marginalizarán a las voces disidentes, en este caso aquellos que no se conforman con la repetición del ciclo dictadura-masacre-pacto-dictadura-y-violencia que ha manchado la historia de Nicaragua de sangre y atraso. 

¿Y cuál es la goma con la que esperan juntar las piezas disímiles que necesitan para el todo?  Se los dejo aquí, como una adivinanza; completen ustedes el texto:

Más valen en cualquier tierra

(mirad si es harto sagaz)

sus escudos en la paz

que rodelas en la guerra.

Pues al natural destierra

y hace propio al forastero…

Francisco Larios

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