Odisea del horror: Sicarios colombianos en Haití
Juan Pablo Salas, El Opinón
La muerte de Jovenel Moïse el 7 de julio, dejó a Haití descuadernada y a Colombia desconcertada. ¿Por qué 21 hombres colombianos, de extendida experiencia militar y entrenamiento, aceptan ir al país más pobre del continente y ejecutan —con particular crueldad y ensañamiento— al presidente de esa nación? ¿Qué clase de recompensa puede motivar a esos hombres a poner en riesgo sus vidas y a transformarse en parias del mundo? ¿Qué les puede haber ofrecido el contratista que valga semejante riesgo y desprestigio? ¿Qué clase de secreto se oculta detrás de esta acción? ¿Qué amerita provocar tanto dolor a sus víctimas, a Moïse, a su familia, a los haitianos, a nosotros los colombianos, a la dignidad humanidad?
Es descorazonador enterarnos de que existen en nuestro mundo seres capaces de actuar con ese desdén por la vida, ese desprecio por los demás. Mucho más triste cuando nos enteramos de que estos hombres, capaces de esos horrores, son soldados profesionales que cruzan las fronteras y actúan convencidos de que todo el mundo opera al grado de descomposición moral y cultural en el que operan ellos. Estos individuos tienen las agallas, sí, y también la cobardía necesarias para ejecutar semejante acción de terrorismo absoluto.
La pregunta es válida: ¿Es este un ejército a sueldo que cualquier persona puede pagar para realizar operaciones internacionales? ¿Qué clase de organización consigue diseñar el ataque, preparar la logística, movilizar a las tropas, ejecutar la acción? ¿Por qué los mercenarios acceden a hacerlo? ¿Cómo se regula ese negocio y que garantizará que algo así no ocurrirá de nuevo?
Todos estos interrogantes quedan planteados, aún sin responder. Quizás jamás lleguemos a entender del todo lo que ocurrió en esa casa de familia rica en Port-au-Prince. La conspiración es siniestra, se entiende, pero no hay objetivo posible que justifique estos hechos. Excepto la ambición.
Lo ocurrido esa noche del 7 de julio es la culminación de un plan condenado al fracaso. Esa operación no tenía de ninguna manera forma de ser efectiva. Ninguna. Aún si hubiesen logrado lo que buscaban —que aún no está claro qué era—, no habrían tenido oportunidad de disfrutar de sus frutos. Esto nos lleva a agregar una pregunta más: ¿qué clase de persona toma la decisión de cometer semejante crimen?
En la semana que siguió al magnicidio, pasamos a través de varios ciclos de noticias. Desde la inicial historia, que parecía inverosímil, a la duda sembrada por la opinión de un político haitiano en contradicción con lo que decía la policía, al redescubrimiento de la vieja profesión de mercenario en Colombia, hasta la declaración del presidente Iván Duque que reconoce que todos los miembros del comando de colombianos participaron en el hecho. Así se comprueba que todos ellos son sicarios internacionales, terroristas a sueldo. Esa es la verdad.
Frente a esto, todo lo demás es secundario. Es un acto de horror de la mayor magnitud: por un puñado de dólares acceder a asesinar al presidente de un país extranjero. Pocas cosas más ruines que eso, me parece.
Para Colombia este evento ha sido un baño de auto-reconocimiento lento que nos duele profundamente. Por un lado, las personas que han sido víctimas de la violencia política no han dudado, ni un instante, de que se trataba de mercenarios entrenados para la muerte. Ellos comprendieron que era un acto de barbarie como los que han vivido en sus regiones y barrios. Para quienes defienden a las fuerzas del Estado, quienes aún están convencidos de la institucionalidad del Ejército y lo favorecen, esta ha sido una comprobación feroz de la pésima formación ética que han recibido los delincuentes que viajaron a Haití, exsoldados que aprendieron a no respetar ninguna vida.
Me indigna profundamente corroborar la verdad tan espantosa de que Colombia es capaz de producir esa clase de individuo y me angustia saber que, como estos 21 que hoy están en una cárcel o en una morgue en Haití, miles más quedan dando vueltas por el país en busca de un negocio o un trabajo. ¿Cuántas personas más no han ‘regresado’ de la guerra y siguen en ella aunque estén vestidas de civil? Y, si esto es lo que sucede con hombres que habían encontrado un camino para poder ejercer su profesión en temas legítimos de seguridad, ¿por qué acceden todavía a cometer esta clase de delitos inhumanos? ¿Cuáles son sus valores y qué los motiva? Y, si esto es lo que sucede con exsoldados que, bien o mal, cuentan con el respaldo del Estado, pues al fin de cuentas tienen acceso a más recursos que otras personas, ¿qué puede suceder con otros protagonistas de la violencia política en el país?
Esta acción de 21 exmilitares colombianos en Haití es un dedo acusador dirigido a la parte más enferma de nuestra sociedad, a quienes se han negado a avanzar en un camino de reconciliación y paz y han elegido imponer a los demás su voluntad o venderle su arma al mejor postor. Si los hombres que han recibido el mejor entrenamiento militar posible —incluso de parte de los Estados Unidos— acaban convertidos en sicarios internacionales, ¿qué podemos esperar de los muchos otros que jamás tendrán una verdadera oportunidad para reintegrarse a la sociedad como miembros productivos de ella? ¿Cuántos más estarán ya integrando las filas de organizaciones criminales, carteles del narcotráfico y otras actividades similares? Y, más grave aún: si estos 21 no tuvieron un freno moral que impidiera que realizaran semejante acción, ¿cuántos más hay entre ellos que actuarían de manera similar?
Es menester informar a quienes no recuerdan, que Colombia no contaba con un ejército de soldados profesionales hasta cuando el dinero y el apoyo del Plan Colombia ofreció los recursos necesarios para contratar una fuerza profesional en lugar de seguir dependiendo de los conscriptos obligados a prestar el servicio militar. Esa decisión quitó parte de ese peso de los hombros de muchos jóvenes, pero como efecto secundario tuvo la aparición de una nueva clase de individuos forjados para la guerra con las mejores herramientas para hacerla. Esa fuerza de soldados profesionales ha ido cumpliendo la misión que le encomendaron y, al comprobar que sus ascensos no prosperarán, deciden retirarse en la flor de sus vidas.
Miles de hombres se han retirado de las Fuerzas Armadas y hoy muchos de ellos ofrecen sus servicios y sus conocimientos a través de diversas agencias que los convierten en contratistas privados. Los mercenarios colombianos se han hecho populares en varios conflictos como el de Irak o en Yemen, donde sus servicios son aprovechados por compañías que los contratan para diversas misiones, pues son más económicos que los soldados profesionales de otros países como los mismos Estados Unidos. Estos 21 personajes provienen de estas camadas de hombres curtidos en el combate y forjados en la doctrina del Ejército.
No cabe duda de que una guerra de cincuenta y más años deja un daño profundo en las comunidades que la padecen. En nuestro caso, este conflicto y el rosario de urgencias no resueltas, han devaluado el valor de la vida y del respeto mutuo hasta niveles incomprensibles y esto habilita a estas conciencias a actuar de esta manera. La maldad, todo indica, es más contagiosa que la bondad y, cuando es la maldad la doctrina con la se educa a los hombres encargados de proteger y defender a la sociedad, ¿qué se puede esperar de lo que se nos avecina?
El Ejército colombiano ha recibido un golpe de desprestigio muy profundo. Los hombres y mujeres que hoy comandan a las Fuerzas Armadas y les dan su razón de ser, deben trabajar en la reformulación de sus propósitos y evitar seguir considerando a su propio pueblo como el enemigo a destruir. Eso es lo que enseña la doctrina de la Seguridad Democrática. Si esa sigue siendo su forma de pensar, no es mucho más lo que se puede esperar, como se pudo comprobar durante el mes y medio de paro nacional que dejaron centenares de heridos, decenas de mutilados, decenas de desaparecidos y una sociedad dividida que aún no se encuentra. Por eso para mucha gente, situaciones como la que se vivieron en Haití no les extrañan.
Yo espero que este evento trágico sirva para provocar un acto de contrición, en especial en la cúpula de las Fuerzas Armadas y de las personas que toman decisiones en el Gobierno, para que cambien su retórica, para que revisen su doctrina y la ideología con la que forman a sus soldados y policías. Es urgente que inspiren valores de respeto a los derechos humanos, de servicio a la comunidad y atención a los necesitados. Se entiende que también es necesario formarles para el combate y la confrontación, pero eso no quiere decir eliminar de la conciencia de su personal la importancia del valor de la vida.
Además, espero que este evento no sea la punta de un iceberg de otro mal: un mercado de operadores a sueldo del terror. Colombia ya ha vivido la experiencia de industrias malditas, como las empresas del secuestro que prosperaron durante los años ochentas y noventas; hace décadas estamos dominados por las industrias agrícolas, químicas, de transportes, de contrabando y de la muerte de una larga lista de mafias diversas que producen y comercian las drogas prohibidas que generan extraordinarios dividendos. También hemos tenido que padecer las acciones de varios ejércitos simultáneamente en la larga guerra que vivimos. Por lo mismo, el Gobierno y el Congreso deben tomar medidas para regular esa industria de mercenarios, ya que con este hecho han demostrado ser un peligro nacional e internacional en potencia.
El operativo lo realizaron, por su cuenta y riesgo, los hombres que participaron en la acción. A pesar de ello, creo que el gobierno de Colombia debe al menos una disculpa al pueblo de Haití, porque quienes cometieron ese acto repudiable fueron miembros de su Ejército. Es cierto, no son hombres activos, pero es hora de reflexionar y hacer explícita la voluntad de modificar lo que sea necesario para que algo así no vuelva a suceder.
Lamentablemente, a juzgar por la actitud asumida por la actual Administración Duque durante el paro nacional, en particular el desdén con el que reaccionaron al informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH respecto al accionar de la policía y su escuadrón más violento, el ESMAD, y las demás denuncias allí contenidas, pues no deja mucha esperanza disponible para creer que algo útil vaya a suceder.
Es triste comprobar que algunos sectores de nuestra sociedad están tan corrompidos que han perdido toda contención ética. Es urgente que como sociedad reclamemos un cambio profundo y que como individuos mantengamos abierto el diálogo para poder buscar y, ojalá, encontrar un camino que, aunque no nos reconcilie del todo, por lo menos impida que hechos como estos vuelvan a ocurrir. Que jamás mi país vuelva a ser exportador de sicarios.
Bueno, en su propio concepto, este artículo. Donde se dice que las fuerzas en lucha son las del «bueno» contra el «malo». Y donde se pide un acto de contricción a las tenebrosas fuerzas armadas y se hace a un lado la esencia mercenaria y sicaria de la doctrina represiva oficial alentada por EEUU, en un país donde se combate la coca fumigando toneladas del glifosato de Monsanto. El sicariato no es nuevo en Colombia y se ha convertido en un servicio de exportación.
Y una nota que arranca del supuesto que los colombianos asesinaron al presidente en funciones en Haití, cuando solo es una de muchas hipótesis que espera ser investigada y descubiertos sus hilos.