Colombia y la pandemia

Juan Pablo Salas, El Opinón
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<<La izquierda, torpemente, en lugar de asumir un efectivo liderazgo sanitario, optó por dedicarse a negar la existencia de la pandemia y la presencia del virus en el país, aduciendo, en cambio, que se trataba de un plan para ocultar los siniestros planes del gobierno y el asesinato de líderes cívicos y populares que aún hoy sigue ocurriendo, una epidemia tan grave e invisible como la que hoy nos compete a todos.  Por el otro lado, en vez de aprovechar el espacio que la oposición le estaba dejando abierto y asumir un decidido liderazgo en la lucha contra la pandemia, Duque trastabilló de nuevo. Dudó una y otra y otra vez. En vez de acciones claras y decididas, su equipo de asesores prefirió el modelo británico/trumpista para enfrentar la crisis, es decir: “permitir que el mercado lo resuelva”.>>

Aun antes de terminar, la Naturaleza está dándonos, a través de esta pandemia, grandes lecciones. Lo que no sabemos es si los humanos vamos a aprender algo. Los colombianos somos un buen ejemplo de la confusión, la avaricia, la ineptitud, la desesperación y las consecuencias funestas de la ignorancia y la rebelión mal dirigida.

Podría escribir un artículo respecto a cada una de esas categorías, pero me encargaron uno solo, así que trataré de simplificar lo que he ido leyendo, escuchando, viendo y comprobando a medida que la tragedia más grande de nuestros tiempos se desenvuelve a pasos de tortuga gigantesca.

Entre los colombianos -dentro y fuera del país- la gravedad de la situación ha ido calando como un buque lento y muy pesado.  Cuando los hechos ocurrían en el más remoto de los países posibles, China, en una ciudad y una provincia que la gran mayoría de nosotros no había oído siquiera mencionar, la idea de una pandemia resultaba tan exótica como las declaraciones de los funcionarios comunistas. La incredulidad y la desconfianza se instalaron entre la población como una densa telaraña y aún no han aparecidos suficientes escobas para barrerlas.

Las primeras voces de alarma y los primeros actos visibles de torpeza gubernamental se hicieron notables cuando Wuhan y Hubei fueron cerradas -algo que parecía inverosímil en todo Occidente. La repatriación de los colombianos que estaban allí se convirtió en el primer circo nacional de la pandemia. El gobierno trastabillaba en la decisión de traerlos o dejarlos; los críticos se quejaban porque “qué necesidad tenemos de traer la enfermedad” y otros por la falta de premura y solidaridad. Al fin se realizó una estelar operación “de rescate” televisada y muy comentada. La nota razonable la puso el único colombiano que, desde Wuhan, aseguró que no quería venir a Colombia, pues allá se sentía más seguro. Y, ¡cuánta verdad había en sus palabras!

Si un Gabo del siglo XXI hubiese querido escribir la tragicomedia de lo que se nos venía encima, no habría podido imaginar los escenarios que se han abierto. Como en otros países, todas las grandes decisiones son políticas y dependen (quiérase o no) de los políticos. En un mundo de profundas desconfianzas y contradicciones irresolubles, es obvio que el debate es intenso y nos conduce, sin excepción, a una pelea. No habrá una decisión que nos deje satisfechos a todos, mucho menos cuando lo que tenemos por delante es el trastorno definitivo y profundo de nuestra cotidianidad, de nuestras vidas.

A medida que la enfermedad se multiplicaba en escenarios más próximos, como Italia y España, y se hacían cada vez más visibles sus funestas consecuencias, los “partidos” se fueron polarizando cada vez más. No es de extrañar, pues, que las opiniones fuesen coalesciendo en torno a los líderes más representativos de la política. Así surgieron varias vertientes de pensamiento epidemiológico de cafetería que fueron marcando los trastabillantes pasos que ha venido dando el gobierno de Iván Duque.

Los liderazgos se pueden calificar más allá de las ideologías que los líderes evocan. En mi cartilla, los peores liderazgos pasan por diversas calificaciones, pero el de Duque tiene varias cualidades desastrosas.

El presidente de los colombianos tuvo la desgracia de llegar a esta pandemia precedido por varios meses de protestas y desprestigio. Protestas que, en vez de provocar una honesta convocatoria a buscar soluciones conjuntas y profundas a los dilemas planteados por las cacerolas y los disturbios, habían acabado por diluir el poco poder que le quedaba y que pronto dio señas de estar en harapos.

No se trata tan solo de la poquísima, la miserable popularidad de la que goza (pun intended) el presidente Duque, sino del desprestigio de su mentor y padre político. Álvaro Uribe Vélez, el senador del Centro Democrático, el partido de gobierno, está inmerso en un serio entuerto jurídico por diversas denuncias e investigaciones que no han cesado de avanzar y a las que se han sumado otras, incluyendo una en la que una funcionaria suya y muy personal, parece estar seriamente involucrada en una trama de compra de votos con dineros de narcotraficantes asesinados y empresarios que habría garantizado el triunfo electoral de, ni más ni menos, el mismísimo Duque.

De modo que mientras crecen los casos en Wuhan, se esparcen por Corea del Sur, Italia y España y dan el salto al continente americano, el debate en Colombia tiene durante varias semanas un tinte más electoral y jurídico que epidémico. Pero eventualmente el virus trascendería las fronteras, como era previsto, e inundaría y transformaría el debate nacional. 

Es irónico que quienes más desconfiaban de Duque y que debían haber reaccionado con acciones y propuestas de prevención y de presión para provocar un cambio de actitud, se dedicaron a denunciar ingenuamente que todo se trataba de una “cortina de humo” para ocultar el escándalo de la “ñeñepolítica”, como vino en llamarse el asunto de la compra de las elecciones. La izquierda, torpemente, en lugar de asumir un efectivo liderazgo sanitario, optó por dedicarse a negar la existencia de la pandemia y la presencia del virus en el país, aduciendo, en cambio, que se trataba de un plan para ocultar los siniestros planes del gobierno y el asesinato de líderes cívicos y populares que aún hoy sigue ocurriendo, una epidemia tan grave e invisible como la que hoy nos compete a todos.

Por el otro lado, en vez de aprovechar el espacio que la oposición le estaba dejando abierto y asumir un decidido liderazgo en la lucha contra la pandemia, Duque trastabilló de nuevo. Dudó una y otra y otra vez. En vez de acciones claras y decididas, su equipo de asesores -en el que figuraban epidemiólogos, es cierto, pero que no eran quienes lideraban las decisiones- prefirió el modelo británico/trumpista para enfrentar la crisis, es decir: “permitir que el mercado lo resuelva”.

Esto, por supuesto, provocó airadas reacciones de los gobernadores y alcaldes, es decir, los líderes de las regiones, las ciudades y los pueblos, quienes vieron en la pusilanimidad duquista un riesgo demasiado fuerte, y optaron por comenzar a tomar decisiones locales que permitieran, de alguna manera, contener el virus que ya daba muestras de haberse hecho criollo y nacional.

Ante la afrenta, Duque volvió a cometer un error estratégico y emitió, ante el asombro de todos, un decreto desautorizando a los alcaldes y gobernadores. El decreto del 17 de marzo fue una especie de “en mi casa mando yo” que provocó ira, risas y espanto. Esta declaración de centralismo generó una división tan profunda entre los colombianos que se hizo necesario, a las pocas horas, comenzar a deshacer el entuerto.

En medio de ese desastre político-sanitario, se hizo cada vez más visible otro liderazgo paralelo y mucho más sagaz que comenzó a contrastar, desde la capital, con el gobierno central. Se trata de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, quien, como sus colegas de otras ciudades, tomó la decisión de tratar de contener el virus afuera de la ciudad en lugar de dejar que “el mercado lo resuelva”. Mientras otros alcaldes simplemente ordenaron un toque de queda, ella optó por un “simulacro de cuarentena” para su ciudad. Es más: antes de emitir su propio decreto, ella -o sus funcionarios- consultó con el presidente y este le dio una venia de aprobación.

El contraste no pudo ser más brutal. Ante el ridículo nacional, Duque tomó la única decisión política valiosa y se sumó (por fin) al clamor nacional que pedía un mayor control al movimiento de los ciudadanos, un cierre de aeropuertos y fronteras y un esfuerzo más decidido en la preparación de los recursos necesarios para enfrentar el monstruo que ya se colaba por las rendijas del aeropuerto El Dorado y las porosas fronteras con Venezuela y Ecuador.

A la hora que escribo estas palabras el número de infectados todavía está en los “cientos” y el de muertos ni siquiera supera la decena. Mucho nos tememos todos que estas cifras parecerán inverosímiles al otro lado de esta historia, cuando esto haya pasado y estemos revisando las cuentas del horror.

Y, cuando estemos realizando esta evaluación trataremos de responder a una pregunta acuciante: ¿Qué debíamos haber hecho y cuándo?

Estoy seguro de que una de las cosas que quedará en claro es que la falta de decisión, la falta de flexibilidad, la ausencia de empatía y consonancia con la realidad de un país de profundos contrastes socio-económicos como Colombia, estuvieron en el centro de la desgracia. Los funcionarios que tomaron las decisiones, muchos de ellos estaban tan alejados de la realidad y tan convencidos de que la pandemia era un fenómeno inverosímil y ficticio, que sus acciones causaron la muerte de muchísimas personas. 

La decisión de López en Bogotá, apoyada por las decisiones de otros alcaldes y gobernadores, obligó a Duque a dar un viraje en su accionar y, por primera vez desde que está en el poder, cambió su posición y se sumó a quienes se le oponían desde los poderes locales y regionales. Al fin decretó una cuarentena nacional acompañada de un decreto regulador. 

Por un segundo pareció que habría un consenso. El gobierno nacional por fin actuaba de una manera que coincidía con las decisiones de los sensatos gobernantes locales. El país entró poco a poco en la angustiosa espera del encierro en casa y la separación obligatoria en la que ya estaban Bogotá y otras ciudades. Sin embargo, a las pocas horas volvió a crecer el descontento cuando se dio a conocer el texto del ya famoso Decreto 444 en el que hay inmersas trampas financieras que claramente favorecen a las entidades financieras otorgándoles, para garantizar su liquidez, ciertos fondos cuyo destino y función estaban en las mismas regiones.

En otras palabras, lo que los ministros de Duque hicieron fue, por un lado, poner al presidente frente al país para mostrar que coinciden con las regiones que quieren protegerse del virus, pero por debajo, en el texto del decreto, se apropian de los fondos de las regiones para satisfacer la avidez de los banqueros, que, hoy por hoy, son una casta detestada por la mayoría de los colombianos.

Quiero cumplir con los plazos de Revista Abril y entregar esta nota antes de que sea demasiado tarde. Lo hago en medio de la orgía de noticias, memes y teorías conspirativas que nos ha legado la pandemia. Por eso advierto: esta es “una situación fluida”, como dicen hoy los voceros gubernamentales. El mundo está cambiando a velocidades inverosímiles y de maneras inimaginables bajo nuestras narices y aún no sabemos la dimensión del trastorno que hemos de enfrentar. Por eso arriesgo una conclusión elemental e incompleta: Los peores tipos de liderazgo son “el dubitativo” de Duque, “el que barre bajo la alfombra” de AMLO, “el provocador de confusión” de Trump y “el decididamente criminal” de Ortega.

Espero, al cabo de todo esto, poder calificar los liderazgos apropiados. Esos se comprobarán en los hechos (no en las estadísticas). En todo caso, lo que quiero que les quede claro es que esta es apenas la primera batalla contra el virus. Después de jugar a las escondidas, tenemos que inocularnos todos. Si nuestros líderes han sido incapaces hoy, ¿quién no asegura que mañana serán mejores? ¿Ah?

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Nota: Nótese que durante este artículo no se ha mencionado ni una vez el nombre del enemigo. Cumplo así con las recomendaciones de los mamos de la Sierra Nevada que nos piden que dejemos de pronunciar su nombre. Como ellos, yo creo en el poder de la palabra.

Juan Pablo Salas, El Opinón

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