¿Democracia imposible? Las falsas verdades y las cúpulas de poder en Nicaragua
Erick Aguirre
Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.
«En medio de una de sus cíclicas crisis las élites mezquinas de Nicaragua se complotan de nuevo para preservar a cualquier costo sus porciones de pastel; para que otra vez haya un cambio en el que nada cambie»
Desde el comienzo todo fue un engaño. La narrativa dominante respecto al origen de las negociaciones entre la Alianza Cívica y el régimen Ortega Murillo se sostuvo, hasta el fracaso de hoy, sobre una falsa premisa. Una mentira sobre la cual se ha desarrollado un proceso político plagado de imposturas y graves manipulaciones a la verdad que constituyen una burla cruel ante el clamor de la enorme mayoría de nicaragüenses que desde abril de 2018 demanda a gritos la destitución de Daniel Ortega y un cambio profundo de nuestro sistema de gobierno.
En una investigación aún no concluida de Revista Abril hemos confirmado que, contrario a lo que durante más de un año se ha repetido públicamente, no fue la Iglesia Católica (ni el Cardenal Leopoldo Brenes ni ningún otro sacerdote) quien convocó a negociar. Fue más bien una acción urgente, desesperada de la pareja dictatorial, en ruptura con sus socios del capital, quienes activaron el engranaje de lo que poco a poco se convertiría en un teatro basado en puras representaciones.
Tampoco fue la Iglesia, tal como hasta ahora muchos sostienen, la que propuso o escogió a las personas que acudirían a la mesa en nombre de la sociedad sublevada; ni estaba contemplado tampoco en los planes del régimen y de sus socios corporativos la participación de estudiantes, campesinos o representantes de organizaciones civiles en la mesa de negociación. Eso ocurrió después, y si sucedió así fue porque los hechos se impusieron.
Fueron Daniel Ortega, Rosario Murillo y sus socios en esa alianza corporativa ratificada en la engañosa Ley 935, quienes después de un cónclave urgente en donde cundían la preocupación y el pánico, acudieron a los obispos buscando su mediación. Entre el chisporroteo de los cortocircuitos, el estruendo de los chayopalos cayendo por toda Managua y los tranques multiplicándose por todo el país, empezaba a colapsar el ambicioso proyecto de la Alianza Público-Privada.
Después todo ha sido teatro, circo barato como la misma Murillo reconoce ahora desde el lago de sangre del genocidio desatado por ella y su esposo; en medio del escarnio y la cruel represión a que la sociedad nicaragüense está siendo sometida, no solo por ellos y a causa de ellos, sino también por culpa de sus socios, esos que ahora dicen estar con nosotros contra el régimen, pero con sus nuevas máscaras bien puestas.
No es nada nuevo, por supuesto. Así ha sido a lo largo de toda nuestra historia. Desde hace dos siglos se ha tendido entre nuestras distintas generaciones un largo puente de ciclos históricos en los que se repite como un deja vu la misma pesadilla: la de nuestra imposibilidad democrática y la imposición subrepticia de mentiras ocultas como aparentes verdades: los falsos supuestos que nos mueven a actuar de la forma en que las inescrupulosas y mezquinas cúpulas de poder pretenden que lo hagamos.
Se trata de supuestas «verdades» construidas sobre la base de cierto sentido de presunta legitimidad, en las que se juega o se apuesta a la siempre factible probabilidad de encontrar la obediencia de la sociedad ante un mandato determinado o prefigurado por las élites. Una de las formas con que operan hoy esas falsas verdades está construida alrededor de una presunta unidad contra la dictadura en la que, de pronto, caben también aquellos que contribuyeron a hundirnos en el horror de esta pesadilla.
Lo cierto es que cierta narrativa de quienes sin autoridad o delegación legítima protagonizan hoy una supuesta lucha por la democracia, parece apelar directamente al interés de los grupos dominantes, quienes cuentan con funcionarios intermedios u operadores y con un amplio conglomerado de ingenuos que fácilmente son absorbidos por la impostura de su nuevo discurso.
La retribución material a través del «financiamiento de la lucha», las prebendas, los privilegios y el supuesto honor social o el prestigio de sacrificarse por una causa justa, tanto de los operadores como de quienes son atraídos por su discurso, al parecer constituyen suficiente paga, y el temor de perderla constituye a su vez el fundamento único y decisivo de la lealtad hacia los poderosos.
Dicen que es patrimonialismo. Dominación patrimonial le llaman los sociólogos. Pero es algo al parecer enquistado en nuestro entramado social y en nuestra sicología colectiva desde tiempos quizás inmemoriales. Lo cierto es que los ciclos se repiten y los rostros siempre cambian de máscaras con una rapidez y habilidad vertiginosas. A estas alturas, tratar de recapitular esos ciclos nos lleva siempre a esa odiosa sensación de deja vu, pero siempre es bueno hacerlo, aunque la moda del espiritualismo oriental aliente a muchos, también engañosamente, a dejar de prestar atención al pasado y «vivir el presente».
Desde la ruptura del pacto colonial en 1821 hasta el presente nuestra aspiración de constituirnos en una nación independiente y libre siempre se disolvió o se desvirtuó a través de luchas, rupturas y enfrentamientos entre élites con poder. Los cincuenta años inmediatamente posteriores a la llamada independencia de Nicaragua marcaron una época de anarquía y guerras civiles que desde entonces frustraron los esfuerzos por organizar nuestra vida política conforme patrones institucionales y económicos distintos a los heredados de la colonia.
Desde entonces inició un proceso que marcó la conformación de distintos y cambiantes grupos de poder que han forcejeado por establecer cada uno sus propias pautas de dominación. La relación inestable, anárquica y violenta entre nuestra endeble institucionalidad y la convulsa o casi nunca estable composición, descomposición y consolidación de las élites, ha producido la abominable repetición de esos ciclos históricos como un deja vu.
Resumamos la primera fase de esos ciclos: anarquía y guerras civiles posindependencia; guerra antifilibustera producto de guerras civiles; treinta años de paz conservadora elitista y patrimonial; revolución liberal con amplias reformas y su deriva represiva y dictatorial; intervención extranjera otra vez producto de guerras civiles; guerra anti-intervencionista de Sandino y complot de las élites para eliminarlo; consolidación del poder ilegítimo de Somoza y el inicio de una dictadura dinástica que no dejó de recurrir a pactos con otros caudillos y «fuerzas políticas», así como a una alianza tácita con grupos de poder económico que apuntalaron tanto como se beneficiaron de su poder político.
A partir de entonces los ciclos tienden a ser más parecidos, lo mismo que a producirse con mas cercanía aparente en el tiempo y con características cada vez mas coincidentes; lo que tiende a su vez a producir en quienes los hemos vivido esa angustiante sensación de deja vu.
En la fase intermedia de la dictadura dinástica de los Somoza se produjo la emergencia de lo que en un futuro no lejano llegaría a constituirse en una élite de poder nada distinta a las que desde siempre nos han sojuzgado. Con un origen ideológico si bien influenciado por el leninismo marxista el FSLN tuvo inicialmente una naturaleza tendiente a la reivindicación de valores que propugnaban por el establecimiento de una nación supuestamente independiente; pero tras la muerte de su fundador Carlos Fonseca dicha organización tendió más bien a convertirse en un grupo de poder tanto o más inescrupuloso y mezquino que los que tradicionalmente se han disputado a costa de sangre la hegemonía nacional.
La segunda fase de esos ciclos repetitivos inicia en 1979, con la debacle del régimen somocista. En los últimos años de la década setenta se habían producido intensas luchas que incorporaron a grandes contingentes de jóvenes y estudiantes a la lucha contra la dictadura y a su vez a las filas del FSLN. Dice un amigo mío que sin esa sublevación masiva de jóvenes producida entre 1977 y 1979, los viejos y ya entonces corruptos integrantes del FSLN hubiesen continuado por muchos años más proscritos, clandestinos y perseguidos.
En realidad fuimos las generaciones de jóvenes de aquel periodo final de los años setenta quienes les servimos en bandeja el acceso al poder a los futuros miembros de la élite más cruel y poderosa de las últimas décadas en Nicaragua. Y sucedió que esas generaciones de jóvenes (como hoy también parece suceder) no asimilamos a tiempo nuestra condición de sujetos activos en la toma del poder, ni como artífices potenciales de los cambios que para bien del país se deberían haber emprendido y nunca se emprendieron; dando paso a la consolidación en el poder de una generación corrupta de «veteranos luchadores» que en su mayoría no eran más que impostores.
Hoy es claro que esa condición de sujetos activos y artífices de potenciales transformaciones de toda una generación de jóvenes y estudiantes integrados a las luchas políticas y a los levantamientos insurrecionales, nos fue calculadamente rebajada a partir de julio de 1979. Como bien dice el colega Freddy Quezada, hicimos la revolución a nombre de otros que por el solo hecho de usarnos produjeron en nosotros mismos un efecto de verdad.
No nos reconocimos como actores, sino solo como partícipes de una lucha supuestamente librada por una «vanguardia» plagada de ambiciosos, corruptos e impostores. Y nunca nos percatamos de que aquel efímero momento histórico había sido construido por nosotros mismos, y que éramos precisamente nosotros, y en primer lugar quienes murieron en aquellas jornadas insurreccionales, los verdaderos protagonistas de un nuevo ciclo histórico que de nuevo terminó en frustración.
Lo que se impuso en adelante no fue más que otro falso supuesto al que han recurrido las élites para escamotear el poder y negárselo a los ciudadanos. En 1979 y durante toda la década ochenta muy pocos parecían apreciar con claridad el hecho de estar ante la primera oportunidad histórica de empezar a construir desde una plataforma de unidad nacional una sociedad democrática con perspectivas de desarrollo integral.
Para variar (como se dice irónicamente), aquel fue otro momento histórico en el que la sociedad nicaragüense emergía de un periodo de guerra y centralización del poder. No voy a detenerme mucho en las otras causas fundamentales por las que aquella «primavera» nacional fracasó. Ya sabemos las razones que del 79 en adelante arruinaron la oportunidad de una opción democrática y terminaron por restarle fuerza política al FSLN hasta llevarlo a su histórica derrota de 1990.
Se dice con ligereza que fue el desgaste por la guerra (otra guerra más), pero en mi opinión fue una mezcla de eso y otros factores no menos importantes, entre ellos las reminiscencias mafiosas de los líderes más beligerantes del FSLN al momento de asaltar el poder, la vocación autoritaria típica del estalinismo tropical castrista que la mayoría de ellos emulaba con hipocresía y con un patetismo a la larga trágico para quienes lo padecimos; a lo que debe agregarse una generalizada incompetencia administrativa y un enamoramiento enfermizo y corrupto del poder.
¿Ideologías? ¿Convicciones políticas? ¿Códigos éticos? A estas alturas puede decirse que ninguno. Solo codicia y deslumbramiento ante la inusitada posibilidad de ejercer discrecionalmente el poder, con el agravante de una retórica populista, seudoizquierdista y tramposamente coqueta con los preceptos democráticos que les permitía engañar a la frecuentemente ingenua opinión internacional y al mismo tiempo movilizar a multitudes de nicaragüenses al más cruel y sangriento sacrificio por un sueño preñado de falsedad e impostura.
Pero en 1990 las máscaras, si bien aún se mal sostenían, terminaron de caer. Aunque también en aquel momento se volvía a presentar la oportunidad de establecer las bases para un nuevo orden institucional con reglas claras para todos. De nuevo emergiendo, para variar, de una etapa de guerra y autoritarismo.
Después que Ortega sufriera aquella histórica derrota electoral en 1990, se empezó a acuñar un lugar común que ahora se revela como lo que siempre ha sido: otro falso supuesto; el de la presunta imposibilidad de alcanzar una sociedad realmente democrática sin el previo consenso de las llamadas fuerzas políticas, incluyendo al poder económico, que de hecho ha sido y es una fuerza política que opera en secreto tras la mampara de sus cámaras y organizaciones gremiales (sus verdaderos brazos políticos). Hoy es claro y perfectamente demostrable que son precisamente esas fuerzas políticas (incluyendo al poder económico) las causantes de que ese propósito nos siga pareciendo inalcanzable.
Y con esto volvemos al comienzo (o final) de otro ciclo histórico repetitivo. La insurrección cívica de abril 2018 fue suplantada en un falso proceso de diálogo por una representación ilegítima que desplazó a los verdaderos actores y potenciales protagonistas de una lucha valiente y legítima por un cambio profundo en Nicaragua.
Los impostores son los mismos que redactaron y cabildearon por la Ley 935, los mismos que hace poco se sentaban junto al hijo del dictador a diseñar planes de inversión y crecimiento sobre una sociedad amordazada. Sin embargo ahora los veo ocupando sin ningún rubor y con el beneplácito de muchos ingenuos y no pocos oportunistas, el lugar que le corresponde a los verdaderos luchadores (ahora exiliados, presos, perseguidos o muertos), y me envuelve de nuevo el nefasto vértigo del deja vu.
Tal vez, como dice Isahia Berlin, no existan verdades absolutas sino verdades que con frecuencia se contradicen o se niegan entre sí. Tal vez tampoco sea posible reducir cualquier proceso histórico a interpretaciones teóricas o ideológicas basadas en leyes supuestamente universales capaces de explicar el pasado y su relación con el presente. Pero en el caso de Nicaragua creo yo que no se trata solamente de descubrir verdades ocultas o mentiras encubiertas en supuestas verdades.
Se trata más bien de demandar, en un mundo como el de hoy, un derecho históricamente conculcado a una sociedad entera: el derecho a poder alguna vez modernizar o hacer menos injustas y más horizontales sus formas de funcionamiento y convivencia. Mientras en el mundo las nuevas generaciones luchan con urgencia contra los poderes que están llevando al planeta a una hecatombe climática, las nuestras ni siquiera conocen las bases de una verdadera democracia. Como al coronel Buendía lo llevó su padre a conocer el hielo, Nicaragua merece, en vez de sus constantes fusilamientos, recordar un día cuando por primera vez conoció la democracia.
Pero ahora, en medio de una de sus cíclicas crisis las élites mezquinas de Nicaragua se complotan de nuevo para preservar a cualquier costo sus porciones de pastel; para que otra vez haya un cambio en el que nada cambie. No sé, pero es como si los nicaragüenses estuviésemos condenados en reinventar constantemente el pasado para no salir nunca de él.
Si calcáramos sobre una transparencia cada uno de estos ciclos podríamos cambiar rostros y nombres, para encontrarnos con que los hechos son siempre los mismos. Alguien podrá decir por ahí que mi perspectiva responde a una «visión lineal de la historia», pero lo cierto es que cualquier visión lineal termina trastocándose ante un fenómeno de recurrencia o repetición constante de ciclos casi idénticos.
Lo que sí está claro para mí es que esa aberrante repetición de ciclos históricos es algo que no sucede en sociedades donde las élites y los poderes están sujetos, mal que bien, a controles legales estrictos y a una fiscalización independiente, pública y constante. Es decir: donde la democracia intenta funcionar en medio de sus adolescencias e imperfecciones.
Eso es lo que, según el más visible sentimiento generalizado en la ciudadanía, se pretende otra vez empezar a construir en Nicaragua: una democracia verdadera que la maldad de las élites nos quiere seguir escamoteando quizás con el fin de que nos resignemos a considerarla un propósito imposible.