La transición interminable
¿Es imposible la democracia en Nicaragua?

Erick Aguirre
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Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.

Artículos de Erick Aguirre

Es un hecho que las contradicciones de nuestra clase política han mantenido siempre a Nicaragua en un aparente callejón sin salida, pues se ha mostrado recurrentemente incapaz de resolver el dilema de cómo acceder a un amplio y diverso acuerdo general que implique el fortalecimiento independiente de las instituciones públicas y el establecimiento de un marco legal amplio que permita el ejercicio del gobierno alternado, fiscalizado y sometido precisamente a ese marco legal establecido previamente por mayoría o preferiblemente en consenso.

Hace ya treinta años Alejandro Serrano Caldera organizó un foro denominado “La Nicaragua Posible”, en el que habrían de debatirse con franqueza las distintas visiones y posiciones de los principales actores políticos y generadores de opinión acerca del rumbo que llevaba o debería llevar entonces Nicaragua para alcanzar un estado de factibilidad básica que permitiera el despegue hacia un continuado ritmo de desarrollo integral.

Recuerdo haber dado cobertura periodística a la inauguración de ese foro. Fue en el año 1990, en un momento histórico particular, cuando Violeta Barrios de Chamorro recién asumía el gobierno tras ganar la elección presidencial respaldada por una amplia coalición de partidos. Por primera vez en décadas se producía una sucesión pacífica de mando. 

El FSLN, después de casi diez años en el poder, había aceptado la derrota electoral y había entregado el gobierno después de una maniobra intempestiva, en teoría destinada a beneficiar a miles de nicaragüenses pero que al final encubrió los infamantes actos de latrocinio que todos los nicaragüenses conocemos como la piñata sandinista.

En un ambiente caluroso y con el Auditorio 12 de la UNAN-Managua repleto de estudiantes, profesores, diplomáticos y representantes de casi todos los partidos y organizaciones políticas del país, por primera vez el yerno de la presidenta y ministro de la presidencia del nuevo gobierno, Antonio Lacayo, y el presidente saliente Daniel Ortega, establecieron con crudeza las mutuas razones que, desde sus propias perspectivas, entorpecían el proceso de transición hacia la estabilización permanente o al menos duradera de la situación económica, social y política de Nicaragua.

Tanto Ortega como Lacayo expusieron su mutua desconfianza, pero también la aparente idea común de lograr un entendimiento que propiciara el clima adecuado para la estabilidad y el desarrollo. De ambos, Lacayo fue quien se permitió ciertas abstracciones o teorizaciones acerca de la posibilidad de funcionamiento de la democracia en Nicaragua, pues el resto del debate se centró en asuntos “prácticos” que convenían más bien a la voluntad de chantaje que en adelante caracterizaría el comportamiento político de Ortega, a la cabeza del FSLN.  

Recuerdo que, entre otras cosas, Lacayo señaló la imposibilidad de alcanzar una sociedad realmente democrática sin la previa concertación de las distintas fuerzas políticas, para luego reconocer que los nicaragüenses, en realidad, habíamos empezado a concertar diez años atrás, en 1979, cuando todos los sectores sociales se pusieron de acuerdo para derrocar a la tiranía de la familia Somoza. Finalmente, como algunos recuerdan, Lacayo derivó en un proyecto político personal que lo hizo “divorciarse” de las fuerzas políticas que llevaron a su suegra a la presidencia. 

OPORTUNIDADES HISTÓRICAS

Sin embargo, ninguno de los dos actores políticos enfrentados en aquel foro parecía percatarse de que si, en efecto, en 1979 se presentó a los nicaragüenses la primera gran oportunidad histórica de empezar a construir, desde una plataforma de unidad nacional, una sociedad democrática con perspectivas de desarrollo integral, también en aquel momento, en 1990, se volvía a presentar una oportunidad de establecer las bases para un nuevo orden institucional con reglas claras para todos. En ambos momentos históricos la sociedad nicaragüense emergía de un periodo de guerra y de centralización del poder.

Recordemos que el derrocamiento de la dictadura somocista se produjo durante la administración de Jimmy Carter en el contexto hegemónico regional de los Estados Unidos. Inmediatamente después se produjo el advenimiento de dos administraciones republicanas consecutivas: las de Ronald Reagan y George Bush, cuya política de apoyo durante toda la década ochenta a la rebelión campesina expresada en el ejército irregular de la Contra o Resistencia Nicaragüense, significó para Nicaragua otra guerra cruenta y prolongada, el colapso económico y el desbarajuste estructural como sociedad y como nación.

Es claro, por supuesto, que tales factores fueron causa directa de la entonces ya evidente tendencia totalitaria y represiva del sandinismo en el poder, así como del establecimiento de brechas enormes entre la prédica política y el comportamiento ético de la mayoría de sus dirigentes, agregado a un conjunto de contradicciones relacionadas con sus estrategias de negociación internacional para sobrevivir políticamente a la guerra y atenuar sus repercusiones internas.

La constante recomposición y descomposición de alianzas con diversos sectores sociales y políticos, y la indefinición respecto al acompañamiento de los diversos sectores nacionales en el transcurso del llamado proceso revolucionario, llevaron al sandinismo a cometer no pocos errores fundamentales. El autoritarismo, la represión, el desgaste de la guerra y el agotamiento de tácticas y estrategias políticas terminaron por restarle fuerza política al sandinismo hasta llevarlo a su histórica derrota electoral en 1990.

Vista en perspectiva, aquella derrota electoral fue, como dije, producto de la compleja y recíproca articulación de un conjunto de contradicciones relacionadas con la recomposición y descomposición de alianzas internas y con los intentos ya inútiles de proyección de una imagen potable del sandinismo ante sus diversos interlocutores externos.

Todos esos factores dieron como resultado el brusco derrumbe del romántico mito de la “revolución” en el imaginario nicaragüense. Eso debilitó y terminó por quebrar, sin duda, el liderazgo sandinista y reducir casi al mínimo sus proyecciones electorales en un momento extraordinario de comicios libres.

Sin embargo, como al parecer sin verdadera conciencia histórica lo mencionaba el ministro Lacayo en la inauguración del foro “La Nicaragua posible” en 1990, aquella era sin duda una segunda oportunidad histórica para alcanzar amplios consensos nacionales y un posible despegue políticamente ordenado hacia el desarrollo integral de la nación. Lamentablemente, al final aquella fue, en mi opinión, una segunda oportunidad desperdiciada.

Concluido en 1995 el periodo de Violeta Barrios, cuya política de reconciliación nacional no tuvo a la larga repercusiones prácticas o de largo alcance para el país, y en cuyo gobierno operó una tecnocracia neoliberal socialmente insensible, bajo cuyos dictámenes una minoría privilegiada se lucró con el desmantelamiento y la privatización del enorme sector público saqueado y abandonado en ruinas por el gobierno sandinista; ninguna otra fuerza política logró realmente fortalecerse.

LA CORRUPCIÓN DEL ALEMANISMO

Como consecuencia, el panorama político volvió a polarizarse en función de dos extremos representados, de un lado, por el FSLN con Ortega a la cabeza, y del otro la unificación de los hasta entonces dispersos fragmentos del llamado liberalismo, alrededor del candidato Arnoldo Alemán, quien a la postre derrotó a Ortega en los comicios de 1996.

Desde su gobierno, Alemán impulsó una especie de populismo neosomocista, heredero típico del caudillismo original del fundador de la dinastía Somoza, de alguna manera extraoligárquico, sólo que en un nuevo y distinto contexto nacional, con un ejército en apariencia no partidario, aunque de origen sandinista, y con el FSLN como principal adversario político. 

El alemanismo hizo crecer a su alrededor toda una estructura corrupta de lealtades muy semejante al juego patrimonial de dominación del fundador de la dinastía Somoza, y al igual que él, fortaleció el Partido Liberal y configuró toda una red económico-financiera para desviar millones de dólares anuales (durante todo su periodo) del Estado nicaragüense y sus cooperantes internacionales, hacia sus cuentas personales, de sus familiares, allegados y aliados políticos.

Irónicamente, el alemanismo encontró formas de cogobernar con la segunda fuerza política en importancia, debido a la mutua necesidad de establecer una hegemonía bipartidista de largo plazo. A partir de las elecciones de 1996, las dos fuerzas políticas beligerantes en el parlamento (FSLN y Partido Liberal Constitucionalista) emprendieron –a través de un acuerdo bipartidista que apelaba a un falso interés por la gobernabilidad– nuevas reformas a la Constitución que incluyeron también reformas sustanciales a la Ley Electoral, encaminadas a tratar de eliminar al resto de fuerzas políticas minoritarias y a crear un marco político-legal bipartidista que les permitiera una distribución de cuotas de poder en las instituciones y poderes del Estado.

EL GOBIERNO BOLAÑOS

En el contexto de ese acuerdo bipartidista sobrevino la elección de Enrique Bolaños en el 2001, pese a las enormes expectativas creadas por las firmas encuestadoras a favor del FSLN, que parecieron venirse abajo luego de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos, los cuales revivieron en Nicaragua el temor de una intervención norteamericana.

El amplio margen con que Bolaños ganó las elecciones parecía redundar en una rotunda legitimidad de su mandato, así como de las acciones que de inmediato su gobierno supuestamente emprendería para corresponder a la enorme expectativa, que sutilmente alimentó, de rectificar las prácticas prebendarias y de corrupción que caracterizaron a su predecesor.

No debemos olvidar que, en aquel momento, la administración de George W. Bush había desplegado hacia Latinoamérica una política anticorrupción que, esencialmente, respondía a la necesidad de enmendar las consecuencias que a la larga le había acarreado la falta de funcionalidad de su política de “democratización” hacia nuestros países. Consecuencias que, además, establecían tejidos comunicantes con el narcotráfico y el terrorismo fundamentalista. 

El corolario de la administración Bolaños en Nicaragua fue la desaforación de Alemán como diputado y presidente del parlamento, y el inicio de un proceso judicial que terminó en su condena y encarcelamiento; proceso que contó con el apoyo del FSLN, que desde ese momento empezó a desarrollar un juego político llamado entonces “de dos bandas”: negociando alternadamente con Bolaños y Alemán en dependencia de intereses precisos. Se trataba de una táctica política que, a la larga, le permitió a Ortega establecer plena hegemonía en el marco del acuerdo bipartidista con el alemanismo, que de alguna manera continúa vigente.

UNA ESPIRAL SIN FIN

En la espiral sin fin de este proceso de conflictos, con el regreso al poder del FSLN en el 2006, en apariencia volvimos a un nuevo punto de partida, que a la larga venía siendo el mismo, pero distinto, que el de 1979 o de 1990. Pero este escenario ha sido más bien una especie de virtual “regreso al futuro”: no solo el regreso a las mentirosas “profecías” y promesas de la desinflada “revolución”, sino el déja vú de una aterradora pesadilla: el regreso a nuestro recurrente pasado de dictaduras.

Pero, entre otras cosas, esta pesadilla también nos recuerda una recurrente incapacidad de la clase política nicaragüense para resolver nuestro también recurrente dilema histórico, es decir, la imposibilidad de dirimir un conflicto fundamental que desde la guerra de Sandino ha afectado, de una u otra forma, a todos aquellos sectores que, luego, durante casi medio siglo, desplegaron esfuerzos para terminar con la dinastía Somoza: la constante contradicción entre la opción de impulsar sectariamente sus propias ideas de cambios o reformas sociales, o la de conformar alianzas pluriclasistas y multisectoriales que propongan las bases para una nueva definición integral de nación.

Es un hecho que las contradicciones de nuestra clase política han mantenido siempre a Nicaragua en un aparente callejón sin salida, pues se ha mostrado recurrentemente incapaz de resolver el dilema de cómo acceder a un amplio y diverso acuerdo general que implique el fortalecimiento independiente de las instituciones públicas y el establecimiento de un marco legal amplio que permita el ejercicio del gobierno alternado, fiscalizado y sometido precisamente a ese marco legal establecido previamente en mayoría o preferiblemente en consenso.

Eso tiene que ver con la idea que cada uno de los actores políticos y sociales tiene de democracia. Lamentablemente, las llamadas democracias latinoamericanas siempre se han caracterizado por su falta de contenido auténtico y por la exaltación de los elementos meramente formales de su funcionamiento. 

El escepticismo hacia la efectiva funcionalidad de la democracia en nuestros países, especialmente desde posiciones llamadas de izquierda, aunque tiene un relativo fundamento, en general está arraigado en falsos supuestos y en concepciones dogmáticas importadas. Pero también es cierto que desde las llamadas independencias de nuestros países a inicios del siglo diecinueve, los criollos y caudillos, los patriarcas fundadores de nuestras tradicionales clases políticas, tomaron prestadas ideas de Europa y Estados Unidos para fundar estas naciones. 

¿Pereza intelectual o esnobismo decimonónico? No sé. Lo cierto es que, en nuestros países, la modernidad, traducida en libertad, igualdad, fraternidad, en fin, en democracia, se quedó siempre en ideas sin aplicación, quizás porque no se esperó a experimentar la evolución de sistemas políticos propios. Desde entonces existe ese abismo entre ideas y realidad que ha caracterizado el funcionamiento de nuestras clases políticas y de nuestros sistemas de gobierno.

DEMOCRACIA Y LIBERALISMO

No puedo evitar reírme un poco en silencio, al escribir estas notas sobre nuestra interminable «transición» a la democracia, recordando ciertos momentos tensos durante una entrevista que realicé al escritor Mario Vargas Llosa cuando visitó Nicaragua en el año 2005. Recuerdo que en principio traté de provocarlo preguntándole si la evidente diferencia que establecía entre algunos de los entonces emergentes gobiernos proclamados de izquierda en América Latina, se debía quizás a la forma en que actuaban políticamente frente al llamado consenso de Washington.

En principio el novelista reaccionó indignado, pero luego me dijo algo que, recordado ahora en perspectiva, me parece interesante para entender la importancia básica del funcionamiento de la institucionalidad democrática en países que, como Nicaragua, todavía aspiran a un primario despegue hacia un desarrollo pleno. Me dijo que el sistema democrático es fundamental para evitar, o al menos frenar, la corrupción.

“Para evitar que haya monopolios, tráficos de influencias y todas esas cosas que son un cáncer en América Latina, donde la democracia no funciona lo suficientemente bien como para poder contrarrestar esa tendencia natural a los privilegios y a los monopolios que han sido nuestra tragedia”, me dijo el novelista.

Según entiendo, lo que quiere decir el peruano es que la democracia no es solo una herramienta de control socioeconómico y político, sino también un proyecto fundamental, en permanente construcción, de la cultura moderna. Coincido con él en que no debe ser considerada una doctrina, pero creo que tampoco debería ser concebida como el arma o instrumento político del llamado “capitalismo salvaje”, o como la punta de lanza de las frecuentes inhumanidades de la economía de mercado.

Precisamente en este punto, en el que evidentemente Vargas Losa acierta, es donde creo que muchos se equivocan al confundir la democracia, o más bien al fundirla en su interpretación, con la ideología liberal (con todo y mi respeto por su historia y sus méritos como doctrina). Esto ocurre cuando se insiste en subrayar demasiado el término “democracia liberal”, de por sí redundante. 

Es cierto que por razones históricas ambos conceptos están sustancialmente vinculados, pero el liberalismo, creo yo, es un conjunto de ideas que sustentan una posición política, y la democracia es obviamente otra cosa: una estructura jurídica formada por normas y leyes logradas a través de consultas y consensos provenientes de un conglomerado ideológicamente plural, y que en teoría debería funcionar con independencia de las diversas perspectivas ideológicas o políticas que conforman ese conglomerado.

Por otra parte, es también ciertamente proclive a importantes confusiones el hecho de que los partidos políticos asuman axiomas nominativos alusivos a las ideologías que sustentan, mezclándolas políticamente con el genuino sentido de la democracia. Ejemplo: «demócratacristiano», «socialdemócrata», etcétera.

También es un contrasentido constatable el hecho de que, partidos u organizaciones cuya retórica pretende alinearse con lo que llaman «voluntad popular», al mismo tiempo que denuestan y abjuran de la democracia también acceden a la disputa del poder bajo las normas democráticas. Peor todavía que, una vez en el poder, renieguen del sistema normativo que precisamente les ha permitido gobernar y deriven en sistemas dictatoriales.

Tal comportamiento no deja de ser, a fin de cuentas, y en cualquier caso, patrimonialista. Es una idea de la democracia como mero instrumento, un procedimiento formal necesario para alcanzar el poder y retenerlo arbitrariamente; una idea completamente desligada del respeto a las minorías, al equilibrio de poderes, a la coexistencia política, a la alternancia del gobierno, a la tolerancia ideológica, a la fiscalización del poder o a la protección y defensa de los derechos humanos, de la libertad de prensa, del espíritu crítico y de la cultura de diálogo.

DESIDEOLOGIZAR LA DEMOCRACIA

La democracia como sistema integrado de instituciones públicas autónomas es necesaria precisamente porque hoy el mercado tiene las manos más libres que nunca, y su espíritu predomina incluso entre algunos gobiernos que retóricamente proclaman ser sus enemigos, pero a los que las veleidades del mercado también corrompen. 

Es necesario abstraer a la democracia de esas rémoras, y paulatinamente ir despojándola de eufemismos demagogos como “democracia directa”, o de apellidos ideológicos como “democracia liberal”, “democracia cristiana”, etcétera.

Creo que nuestras clases políticas, o bien, tanto las llamadas izquierdas o derechas de nuestros países (si es que aún existen o si entre ellas es o fue posible alguna vez encontrar sustanciales diferencias), deben, de una vez por todas, mostrase capaces de respetar los parámetros fundamentales de la democracia. 

Creo también que la democracia, entendida como una herramienta, no ideológica, sino práctica y funcional, puede contribuir eficazmente a emancipar a nuestras sociedades tanto del autoritarismo político como de las injusticias económicas y sociales más visibles de la economía de mercado. Concebida así, la democracia es o debería ser un importante fundamento para la función autónoma del individuo libre.

Erick Aguirre

Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Artículos de Erick Aguirre