Edwin Yllescas: laberintos de su memoria

Erick Aguirre
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Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.

Artículos de Erick Aguirre

En enero de 2016 falleció en Managua el poeta Edwin Yllescas. Algunos años antes se le realizó en vida un homenaje organizado por el Festival Internacional de Poesía de Granada, al que acudieron colegas y muchos amigos. Esa noche leí ante ellos apenas las primeras dos cuartillas de este artículo escrito en su memoria, que poco después incluí completo en el libro Diálogo infinito (2014). Por su extensión no fue posible publicarlo entonces en ningún periódico, salvo las primeras cuartillas leídas en aquel homenaje. Lo dejo aquí, pues, íntegro, en las páginas abiertas de Revista Abril.

Recuerdo exactamente el reproche con que me saludó Edwin Yllescas la primera vez que conversamos. No repetiré sus palabras. Hasta hoy, más de veinte años después, se me hace imposible imitar su estilo, su jerga particular que se confunde yendo y viniendo entre sus textos y conversaciones. Es un estilo ciertamente muy parecido al de un pistolero del viejo oeste: hablándote así, como un héroe de Sergio Leone, con una sonrisa medio ladeada arqueando el bigote y un resplandor ofídico en la mirada estrábica escudriñándote fugazmente, de arriba a abajo, mientras enciende un Windsor y te dice alguna cuidadosa grosería.

Edwin Yllescas
Edwin Yllescas

Era el reclamo de un hombre de poco más de cuarenta años a un muchacho de poco más de veinte que, como casi todos los reclamos de Edwin a los muchachos que conoció allá en el semanario La Crónica al final de los años ochenta, guardaba en el fondo de su mordacidad un llamado medio paternal para no dejarte hundir en la siempre espumeante marejada del “ñoñismo” y la petulancia, como él mismo solía llamar, supongo, a la falta de carácter o a la insensatez de la egolatría.

Douglas Salamanca, Adrián Cuadra y yo éramos los únicos redactores de La Crónica entonces. Era mi primer día de trabajo en la redacción y Edwin me estaba encargando el trabajo de reclutar a otros escritores jóvenes como yo: medio tontos, atolondrados o aturdidos por nuestras (si me permite Edwin utilizar uno de sus adjetivos preferidos) sonsas rebeldías personales.

Después de saludarme con aquel reproche entre amistoso y mordaz que se me quedó desde entonces dando vueltas en la memoria, me dijo que buscara “a esos muchachos amigos tuyos”, o al menos a quienes entre ellos quisieran, como yo, aprovechar la necesidad de periodistas del recién fundado semanario y conseguir a cambio algo de libertad para escribir y publicar por fin lo que nos diera la gana en un periódico de circulación nacional. 

La carnada era un suplemento cultural que se llamó después La Crónica Literaria, que editaríamos con entusiasmo un grupo de jóvenes bajo la mirada supervisora de Edwin. No es necesario decir que fácilmente caímos en la trampa. Emilio Zambrana, a instancias mías, primero; Félix Javier Navarrete bastante después, hasta que por fin se convenció de que Ramiro Lacayo jamás le daría el puesto de Rafael Vargarruiz en la Cinemateca de Incine, y cuando el desalojo aparatoso del gobierno sandinista era ya algo más que inminente.

Emilio, el primer recluta, llegó desde Granada después que lo llamé por teléfono. Edwin y yo fuimos a buscarlo, no recuerdo si a una parada de buses o a la casa de su novia en Bolonia, en un viejo Saab color naranja, creo que del 78. Un carro que no sé dónde habrá guardado después Edwin. Tal vez allá en su casa de Chiquilistagua, porque no creo –tengo mis razones para no creerlo– que lo haya vendido o se haya deshecho de él. 

Íbamos a hacerle a Emilio uno de esos castin que por aquel tiempo hacía Edwin a quienes queríamos trabajar en La Crónica: en El Manguito o en El Almendro, tomando Flor de Caña etiqueta negra y almorzando lomo relleno o lengua en salsa, entre las sombras de los mangos o los almendros refrescando la tarde; o en la heladísima y humeante penumbra, olorosa a tabaco, del Piano Bar, frente al Hotel Intercontinental, escuchando cantar toda la noche a César Andrade y oyendo tocar prodigiosamente el piano a una misteriosa mujer con bigotes a lo Frida Kahlo, que solía hacerle a Edwin ciertos guiños cariñosos.

Hacía tiempo yo había desertado del suplemento Ventana, donde había sido redactor y conocí a Juan Chow y a Donaldo Altamirano. También a Álvaro Urtecho, al Negro Bravo, a Mario Martínez, a Raúl Orozco y a los entonces jóvenes poetas Xavier Quiñónez y Bosco González. Entonces no me había percatado de que toda esa estupenda y a veces medio estúpida grosería con que solían tratarse todos ellos cuando hablaban de literatura o de los poemas o de los cuentos o del artículo de alguien, era en realidad el producto terminal de una, entonces aún no tan vieja escuela: la de los “pistoleros del viejo oeste” que fundaron, en la Managua de los años sesenta, los poetas miembros de la Generación Traicionada. La escuela de Edwin Yllescas y Roberto Cuadra; de Iván Uriarte, Beltrán Morales y Julio Cabrales.

Yo creo que ni aquellos mismos contertulios míos (quienes en los ochenta pululaban por la redacción de Ventana en la Casa Fernando Gordillo y miraban con recelo y un poco de envidia a la otra acera, la acera de La Crónica) lo sabían. No sabían (ni yo tampoco lo sabía entonces) que aquella manía, aquella competencia constante (que todavía algunos no abandonan) por disparar rápidamente los más irónicos, mordaces, vitriólicos y quemantes comentarios que cualquiera fuese capaz de producir en escasos segundos, fue desde los años sesenta una forma de defensa que a la Generación Traicionada (a Edwin y a Roberto; a Iván, a Beltrán y a Julio) les resultó siempre muy útil para curarse contra la sensiblería, para vacunarse contra la máscara, para borrar de sus actitudes cualquier dualidad, cursilería o simulación. 

Y creo que, desde entonces, a los que aparecimos y a los que siguen apareciendo después de los traicionados, el estilo o la escuela que Edwin llamaba del viejo oeste nos enseñó y nos sigue enseñando a pensar, a decir y a escribir nuestras propias verdades. Por eso recuerdo muy bien el reproche con que me saludó Edwin la primera vez que conversamos. Había leído él un artículo mío publicado años atrás en Ventana, sobre Fernando Gordillo y las polémicas entre los grupos literarios de los años sesenta, vistos pretendidamente en perspectiva. Se cumplía entonces otro aniversario de su muerte, y en el escrito yo evocaba otro viejo artículo de Beltrán Morales escrito casi dos décadas antes, apenas a un año de la muerte de Gordillo. En aquel artículo, pensaba yo, Beltrán se limitaba a reproducir las advertencias y expectativas que había dejado planteadas su amigo al momento de su muerte prematura.

Partiendo del contraste entre los grupos literarios más representativos de la generación del sesenta, el Frente Ventana y la Generación Traicionada –subrayado frecuentemente por el propio Gordillo–, Beltrán advertía que cualquier nuevo grupo literario que pretendiera irrumpir en Nicaragua tendría que agudizar su sentido crítico, impugnar “el horrible saco de papas de la tradición” y hacer una total revisión de la cultura nacional. Era el esbozo de una premisa extraída en la médula de un ensayo de Gordillo, a propósito de la confrontación, supuestamente ideológica, entre los dos grupos literarios que marcaron la acción y las propuestas de casi toda la generación literaria de los sesentas.

Decía yo, muy ingenuamente, en mi artículo, que el proyecto cultural de la revolución sandinista ni siquiera estaba entonces en preparación, y que las nuevas generaciones literarias hervían en un caldero todavía al alcance de las manos o de la manipulación ideológica de los vanguardistas de comienzos del siglo veinte. Aún vivían entonces (aunque permanecían en aceras políticas opuestas) José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra, a mi juicio los principales ideólogos, si cabe el término, del grupo Vanguardia. Y todavía tenían, decía yo, la suficiente autoridad o influencia cultural como para legitimar falsedades y promover a impostores.

Pensaba yo que era un riesgo (porque podía ser impreciso y no muy bien fundamentado), aunque sí pertinente, atreverse a decir públicamente que los pasos del fantasmagórico proyecto cultural del sandinismo no tenían ninguna congruencia con la esencia misma de lo que ellos mismos llamaban revolución, que al fin y al cabo no llegó a ser realmente revolución, sino una rebatiña, como podría haberlo dicho el mismo Edwin.

Pero lo que quiero ahora es recordar que, en aquel artículo, yo acusaba injustamente a los miembros de la Generación Traicionada de imitar o repetir las posturas ideológicas más conservadoras de la Vanguardia, y me apoyaba en una equivocada interpretación de ciertas palabras de Beltrán acerca de sus compañeros de generación. Decía Morales que la supuesta actitud de desprecio del grupo hacia la actividad política comprometida podría haber provenido del hecho de que la hegemonía política en Nicaragua ha sido casi siempre de las clases conservadoras, y los traicionados no advirtieron, o no quisieron advertir, que casi todos los miembros del grupo Vanguardia (Coronel, Pasos, Cuadra, etc.) provenían de familias pertenecientes a aquella misma aristocracia conservadora, entonces ya en decadencia, y estaban heredándoles a ellos –jóvenes clasemedieros– el desencanto, la frustración y el resentimiento de su clase hacia una nueva burguesía “mengala” en ascendencia.

“Puras sandeces”, me dijo entonces Yllescas, y aunque es verdad que aquella pudo ser una reacción refleja ante una que otra verdad molesta, entonces también pensé que tal vez podía tener razón, al menos en lo referente a una posible significación más compleja de los traicionados. Pensándolo bien –me dije–, en realidad es una sandez decir que los traicionados fueron reaccionarios. “Nuestra posición –escribió Edwin después–, al menos la mía, era una mezcla de anarquismo, rebeldía, nihilismo, silencio, aislamiento, pérdida, soledad, desarraigo, ansiedad, delirio, desesperanza, fastidio, vacío, desencanto, neurastenia, cierta actitud contemplativa, cierto paganismo y, cómo no, cierto existencialismo camusiano… Nada de Sartre.” (Edwin Yllescas. 2011. El autor y su obra. Material de lectura No. 10. Managua, ediciones del Festival Internacional de Poesía de Granada.

Según las confesiones postreras del propio Edwin, el apelativo “traicionados” y su asociación con la beat generation tampoco tuvieron nada que ver con los hippies o lo que él llamaba el underground mariguanero de los años sesenta en Estados Unidos, sino con el hecho de que “los primeros sesenta años de la historia del siglo veinte en Nicaragua (salvo la guerra de Sandino contra los marines) eran una traición para todo muchacho o muchacha decente de Nicaragua”. Yo agregaría ahora todo el siglo y lo que va del que corre; lo que quiere decir, sin ninguna duda, que seguimos siendo casi todos traicionados.

De todos los miembros de la Generación Traicionada, al menos Edwin e Iván Uriarte, según creo recordar, han confesado hasta ahora que alguna raíz de su inclinación literaria inicial provenía de la influencia de Ernesto Cardenal, a quien, con Roberto Cuadra, visitaban con cierta frecuencia en su casa de Managua; incluso alguna vez Edwin, y creo que también Beltrán, lo fueron a visitar al monasterio de Santa María de Cuernavaca, en México. 

Ahora sigo creyendo que tiene razón Yllescas cuando dice, en su defensa, o en defensa de todos los traicionados, que la Vanguardia siempre fue la gran distribuidora de los espacios literarios en Nicaragua; al menos hasta la muerte de Pablo Antonio Cuadra y José Coronel Urtecho. El Frente Ventana –dice Yllescas– tuvo después a su disposición todo un Estado (el Estado sandinista de los ochenta) “para atraer investigadores de toda jalea, ralea y calaña”. Y en efecto lo tuvo, aunque sus mejores y quizás verdaderos frutos siguen siendo narrativos, es decir, las obras más sobresalientes de Sergio Ramírez. Sin embargo, para Yllescas, definitivamente la Generación Traicionada seguía siendo “una enorme viga en cierto tipo de ojo”.

Ahora pienso que el nihilismo, la audacia y la anarquía de la Generación Traicionada constituyeron la primera rebelión juvenil contra ese “sistema imperante” (según Edwin, “aún imperante”). Y esa rebelión, valga recordárselo al lector, se produjo antes, incluso, que la gran rebelión juvenil del 68 en París, Praga, Berkeley o Tlatelolco. Aquella hoguera de libros encendida por los traicionados en la Plaza de la República, la noche del 15 de julio de 1961 (un mes y medio antes de que yo naciera), más que un auto de fe o la purificación simbólica de nuestra poesía, fue, entiendo yo, la primera manifestación del más puro y duro nihilismo del que se tenga registro en la historia de Nicaragua. Lo mismo que el manifiesto del grupo, publicado en el único número de la revista Zarpa, que ellos mismos editaron.

Con todo, es impresionante percatarse de lo brillantes que fueron casi todos los poetas y escritores nicaragüenses aparecidos en la década de los sesenta; una época mundialmente convulsa y de mucha significación para entender el derrotero moral y político de la humanidad en los finales del siglo veinte. Pero por haber aparecido y actuado en las circunstancias socialmente adversas que significa en general “aparecer” como escritor en Nicaragua, y por haber coincidido en el tiempo con el periodo en que más brillaron los reflectores locales y mundiales sobre la figura poética de Ernesto Cardenal, los poetas nicaragüenses de esa generación tuvieron una difusión editorial irregular y casi clandestina.

Con algunas pocas excepciones y por diversas razones, la obra de la mayoría de los poetas aparecidos en esa época no fue difundida editorialmente en la medida en que la mayoría de ellos lo merecía. Fue hasta la segunda mitad de la década de los noventa que pudimos valorar en su real dimensión la obra poética, acumulada en treinta años, de poetas como Fanor Téllez, Francisco Valle, Álvaro Gutiérrez, Iván Uriarte y Edwin Yllescas, entre otros, a través de ediciones voluminosas que resarcieron apenas los estragos de tantos años de silencio.

Fue hasta en la primera década del siglo veintiuno que tuvimos también la posibilidad de conocer, casi en plenitud, la obra poética de autores como Carlos Perezalonso, Raúl Orozco, Raúl Xavier García, Julio Cabrales y algunos otros. Así que ahora nos queda apreciar la cosecha “postrera” de estos escritores, cuyos nombres engrosan una lista de autores nicaragüenses que, de ser más ampliamente difundidos, ocuparían lugares preferenciales en las antologías de la mejor poesía hispanoamericana contemporánea.

Edwin Yllescas es uno de ellos, y de él o de algunos aspectos relacionados con él o con su obra he tratado de discurrir brevemente en este artículo. A él debo mi absoluta e inalterable admiración por la prosa de Guillermo Cabrera Infante, mi devoción por la poesía de Jaime Gil de Biedma y haber conocido la obra de Marcel Schwob, los ensayos críticos del poeta Winston Hugh Auden y la invaluable enseñanza, por supuesto involuntaria, de descreer siempre de todo y de todos, especialmente de uno mismo. 

La primera obra poética publicada por Edwin fue una sencilla plaquette: Lecturas y otros poemas (1969), que contenía, si no me equivoco, poemas como “Suyo sinceramente” y “Smith & Weson”, antologizados luego por Ernesto Cardenal. No estoy seguro (porque siempre lo he leído en antologías) si también estaba allí “Una muchacha que soñaba”, texto que siempre me gustó y alguna vez traté de parodiar. Según el editor de su voluminoso segundo libro de poesía (o quizás según el mismo autor), durante treinta años Yllescas se negó tercamente a publicar un libro, hasta que en Algún lugar en la memoria (1996) reunió poemas escritos entre 1963 y 1994: ocho libretas de versos emborronadas y escondidas durante tres décadas.

Escrito en 1989, Teoría del ángel fue publicado en 1999. En el año 2008, Ediciones del Azar, en México, publicó Tierna mía. Luego, con el volumen titulado La ciudad y su habitante, ganó el Certamen Nacional de Literatura María Teresa Sánchez 2011, convocado por el Banco Central de Nicaragua, que publicó el libro ese mismo año, casi al mismo tiempo en que el Centro Nicaragüense de Escritores publicó el poemario Mordiscos del ángel, probablemente el último publicado por Yllescas, quien también ganó el Premio Nacional de Literatura Rubén Darío 2005, con un libro de narraciones que hasta ahora permanece inédito, y ha publicado un libro de prosa libre, ondulante, inclasificable, titulado La vela de los sueños (1998). Preparó y anotó además una apretada aunque abarcadora antología de poesía centroamericana: La herida en el sol (2007), publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Para Ernesto Cardenal, quien es, junto a Coronel Urtecho, sino el inventor el conceptualizador del llamado exteriorismo nicaragüense, debía resultar un tanto descorazonador el hecho de que el más aventajado de sus continuadores formales fuera un poeta como Edwin Yllescas, cuya obra es “formalmente impecable”, según Beltrán Morales, pero de un contenido puramente objetivo, visual, pictórico, aunque frecuentemente evocativo o nostálgico, y para nada inclinado a conceder algún chance al compromiso político o religioso. Aunque, como se dijo al comienzo, algunas raíces contemplativas en su poesía le llegaron seguramente del influjo cardenaliano.

El cuadro de honor nicaragüense del exteriorismo, después del dúo fundador Cardenal-Urtecho, lo han ocupado hasta ahora, según mi modesto criterio, Edwin Yllescas, Leonel Rugama y Fanor Téllez. Este último –valga subrayarlo– también se ha distraído o ejercitado, con gran propiedad y virtuosismo, en otras tendencias no necesariamente exterioristas, por lo cual, se me ocurre, su sitio en este cuadro podría ser ocupado por alguien más joven como Santiago Molina, o a fin de cuentas por Julio Valle-Castillo, quien, como Rugama, retoma la voluntad cardenaliana de incorporación del elemento histórico-político a la forma exteriorista, lo cual, seguramente, debe compensar a Cardenal frente al hecho de que, el más competente exteriorista posterior a él haya sido, presumo que para su disgusto, Yllescas. 

Ahora podría decir, sin mucho temor a equivocarme, que uno de los más brillantes y “formalmente pulcros” poetas de la generación de los sesentas es Edwin Yllescas. Por eso a estas alturas también dudo si valdría la pena preguntarse por qué ese empeño políticamente “purista”, por qué esa terquedad por mantener esa especie de asilo interior. Pero a lo mejor no es necesario siquiera preguntárselo. Él mismo, de cierto modo, ha esbozado ya sus razones: (sus poemas) “se irguieron contra el tiempo sucedáneo. Desde adentro, desde su adentro, desde el ojo que se asoma a la temporalidad ajena; se alzaron –supongo que inútilmente– contra la transitoriedad del contorno. Irguieron su particular obsesión. La guardaron en su forma”.

Sin embargo, insisto en dudar si a estas alturas valga la pena preguntar por qué Yllescas no fue –como supuestamente debería, según mi ingenua y necia suposición de juventud– un poeta preocupado por el compromiso político en aquella época difícil; por qué ese rechazo deliberado y vehemente a entregarse a la moda de la ideologización del texto que propaló aquí Cardenal desde los años sesenta y que fue llevada a niveles de exageración y patetismo con la llegada del sandinismo al gobierno de Nicaragua en los años ochenta.

Quizás la actitud de Yllescas como poeta, aun con la entonces mal justificada intolerancia y la actitud presuntamente comprometida de tantos intelectuales enguayaberados de la época, era una de las primeras manifestaciones de toma de conciencia de algunos escritores nicaragüenses, de que por lo general se encontrarían absolutamente solos frente a gobiernos o sistemas, cualquiera que sea el signo ideológico o político que los desquicie. Por primera vez en Nicaragua los escritores (al menos los traicionados, y entre ellos especialmente Yllescas) tendrían la absoluta claridad de que estarían siempre inmersos en una sociedad que los aísla y que les es permanentemente adversa, o que con demasiada frecuencia se les muestra agresiva.

En cuanto al mentado exteriorismo, probablemente Yllescas estuvo sólo interesado brevemente en ciertas novedades técnicas que, además de la reveladora referencia de Pound, podrían haberle proporcionado algunas estrategias poéticas de Cardenal: la utilización de todos los lenguajes posibles en poesía, el recurso intertextual, etcétera, y luego intentó resolver lo asimilado en concordancia con sus propias características, en razón a sus propias perspectivas individuales y a sus personales lecturas: Borges, la escuela de Barcelona, Celine, Michaux, Artaud, Prévert, Cendrars, Kavafis, Pavese, entre otros. 

Por eso, quizás, despreció el compromiso y rechazó cualquier intento de ideologizar sus textos. El alumno, al final (y como suele suceder) aventajó al maestro: después de leer la poesía de Yllescas el exteriorismo de Cardenal le parecía a Beltrán menos elaborado, aunque sociológicamente quizás mucho más efectivo, lo que en realidad no es decir mucho.

Debo dejar fe, en estas líneas, de mi sincera admiración por la obra poética de Edwin Yllescas, por la irrefutable calidad de su poesía, así como de cierta nostalgia por el singular estilo del “viejo oeste” propalado por los traicionados (que seguramente sólo él y Roberto Cuadra dominaron a la perfección), y expresar mi modesto convencimiento de que, aun contra cualquier reproche por su “purismo” (dichosamente ya no suele usarse aquella beata acusación de “torremarfilismo”), Edwin logró fraguar su obra poética con admirable precisión e inteligencia.

Aparte de subrayar la belleza de muchas de las descripciones en sus poemas amorosos, y los increíbles resplandores poéticos llenos de fina mordacidad en sus poemas de ausencia y desamor, debo también señalar que, entre toda la poesía desplegada en Algún lugar en la memoria y en sus libros sucedáneos, es posible encontrar al menos un pequeñísimo número de poemas cuyos referentes son evidentemente políticos o históricos. 

Me he detenido varias veces en tres de ellos. Los dos primeros son los ya bastante conocidos “Smith & Weson” y “Suyo sinceramente”, incorporados por Cardenal en todas las ediciones conocidas hasta ahora de su Antología de la nueva poesía nicaragüense. El otro, pieza de nueva data (alusión al extraño idilio de un tirano con su patria), fue escrito seguramente en los noventa. Se titula “Love story”, y dice así:  

Cuando pienso en Nicaragua, 
en Somoza III y en la Guardia Nacional,
me acuerdo de mi país…

Que te administré y puse guardias en tu casa.
Orejas en tu trabajo del INCAE. 
Antenas y Nissan Patrol en tu universidad.

Que durante noches enteras 
te puse la capucha. El chuzo eléctrico y la chimichú. 

Hasta que cantaste los nombres. 
Los oficios y direcciones de los frentistas. 
Pintores, profesores y curas
Poetas, empresarios y estudiantes 
que atentaban contra mi Seguridad Interior. 

Nunca te pagué impuestos. 
Te saqué el jugo. Te exprimí. 
Me reí de tu letra. De tu espíritu. 
De tu Constitución.

Tu más remoto y escondido regadío.
Tu más intransitable meseta. 
Tu más oculto y borbollante
ojo de agua me recuerdan:

Yo y mi helicóptero, mis giras de propaganda. 
Caminando entre tus chillidos de mona.
O recorriéndote, 
te corría y recorría tus salineras en el Pacífico, 
donde una vez vi 
como sobre un vientre, 
garrobos que levantaban torbellinos de polvo 
y torbellinos de mariposas 
blancas y amarillas
y más mariposas rojas, enrojecidas 
y veteadas como sobre un vientre blanco. 

Hasta que un día, 
después que yo había ganado las elecciones
supervisadas por tus amistades 
y había acabado con la guerrilla 
y los asaltos, 
te fuiste para la montaña.

Me hiciste la revolución. 
Y tu revolución triunfó y me desterraste a Miami. 
Donde tu ex-tirano te recuerda 
como tus árboles de La Cumplida. 
Cubierta de musgo y enredaderas.
Pringada de araucarias y toritos negros.
Enrojecida. Surcada. Desbordada. 
Crecida de sudor en los mediodías de Managua.

Erick Aguirre

Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Artículos de Erick Aguirre