“El gringo tonto (o malo)”, la oposición “ingenua” de Venezuela, y la farsa electoral: ¿habrá por fin un quiebre en el sistema?

¿Cómo es posible, pregunta, frustrado, alguien en las redes sociales, que los Estados Unidos hayan caído en la trampa de Maduro? Me atrevo a responder: no cayeron; en ese nivel de poder, y con tal nivel de información, no se “cae” en trampas que para cualquier observador medianamente experimentado son burdas, falsas.  

En otras palabras, Maduro no le ha “ganado” al gobierno de Estados Unidos porque el gobierno de Estados Unidos “cayera” en una trampa tan simplona y gastada como la promesa de organizar elecciones libres y democráticas hecha por una dictadura en el poder desde hace veinte años, y que ha cometido crímenes de lesa humanidad. Esta noción es pensamiento ingenuo, apenas pensamiento, si entendemos este como el entrelazamiento activo de razón e información. 

La idea del “gringo tonto” refleja gran ignorancia de la política real, la lucha que no es de ángeles o próceres en busca del bien de “todos”, sino de individuos de carne y hueso (más carne y más hueso que aquel músculo romantizado, el “corazón”), quienes persiguen mantener o ensanchar su poder individual, de clan o de clase.

En lugar de atribuir los eventos puramente a la voluntad o a la “viveza” de unos y a la “estupidez” de otros, o a su “bondad” o “maldad” (¡Cuánta gente sigue aferrada a estas cómodas individualizaciones de la causa!) hay que empezar a pensar en términos de intereses de clase dentro de cada país, y, cuando se trata de arreglos entre dos países, dentro de ambos

Por ejemplo, si hubo un arreglo entre Washington y el régimen dictatorial de Venezuela que abriría las puertas a la normalidad comercial entre ambos a cambio de elecciones democráticas, fue porque a las clases dominantes en Estados Unidos, y por tanto a los representantes electos, que dependen en gran medida de aquellas, les convenía asegurar el suministro de suficientes cantidades de petróleo, aunque fuese de mala calidad, para que en los mercados internacionales el precio de los energéticos se estabilizara, luego del shock de la invasión rusa a Ucrania.  

Les interesaba, e interesa, a pesar de que Estados Unidos es el principal productor de petróleo del mundo, porque las compañías estadounidenses (y resto de las que dominan el mercado de hidrocarburos) no tienen un precio para el país en que residen y otro para el resto del mundo, por lo cual van a vender su producto, dondequiera que estén, y al vendedor que sea, al precio internacional. De ahí que la actual administración estadounidense, y la anterior, y cualquiera que venga después, va a interesarse en estrechar la mano de toda fuente confiable de suministro de crudo. 

Venezuela, por supuesto, es confiable, porque para el Estado venezolano, propietario de la industria, es de vida o muerte colocar su producción en los mejores términos posibles. Se trata, para ellos, de una transacción vital, ya que el presupuesto nacional se financia mayoritariamente con fondos de la industria petrolera. Hay que recordar, además, que dicha industria, cuya decadencia en años recientes es visible, nunca tuvo, ni en sus mejores tiempos, capacidad de refinar el crudo pesado que extrae. Esta tarea quedó siempre en manos del oligopolio energético en Estados Unidos––negocio y beneficio adicional para estos.

Por tanto, no debe sorprender que los gobiernos de Estados Unidos, cuya preciada retórica humanista es la primera que arde en sacrificio cuando creen que su “interés nacional” está en juego (véase la limpieza étnica que toleran y hasta apoyan en Palestina), estuvieron dispuestos ––y los tiempos políticos les fueron favorables–– a hacer un trato que sabían era papel mojado con la dictadura venezolana. 

Todo esto lo saben igualmente Maduro y compañía, que están tan claros como sus correlatos estadounidenses de la primera prioridad de los políticos en ambas naciones: permanecer en el poder. Y, ya que, en Venezuela ––como resto o huella escasa de la modernidad en el atraso–– el ritual de las elecciones bendice la continuidad del poder, pues nada cuesta prometer elecciones al imperio. Si para Enrique de Borbón, quien se convirtió al catolicismo para acceder al trono de Francia, París bien “valió una misa”, ¿cómo no “valdría” prometer elecciones libres a Maduro, si no tiene siquiera que “convertirse” a la democracia? ¿Cómo, si en este caso será él mismo quien administre el sacramento y bendiga el resultado? 

Solo operadores políticos a sueldo o ingenuos beatificables pueden obviar que el emperador cabalga desnudo. Solo ellos pueden decir, o pretender creer, que se puede elegir en libertad cuando el clan que ocupa el poder cuenta con un aparato de represión activo y desarrollado, con décadas de entrenamiento y preparación para “emergencias” y vicisitudes cotidianas. 

¿A quién se le ocurre que puede haber una elección libre cuando la dictadura elige quién puede elegir y a quién, y cuenta, ella misma, los votos de quienes fueron elegidos para elegir a los electos? ¿A quién se le ocurre, cuando el tirano derrotado contemplaría, en una elección real, un futuro de cárcel, expropiación, o hasta muerte?

Por eso el cálculo del clan dictatorial venezolano no puede concluir en otra cosa que el tristemente célebre “firmar me harás, pagar jamás” de cierto oligarca nicaragüense. Tampoco puede sorprender que esperen de la oposición oficial venezolana el acostumbrado berrinche y pataleo, la denuncia de un fraude que más bien deberíamos llamar pre-nuncia, la queja lloriqueante al acongojado Tío Sam y la fuerte y vigorosa indignación de la “comunidad internacional”.  La misma que hará espacio en su apretada agenda, ocupada en la observación pasiva del exterminio de los palestinos; la misma que juró al final de la segunda guerra mundial que “nunca más” se permitiría lo que hoy permiten; la misma que ha escrito reportes contra la dictadura ortega-murillo de Nicaragua, y da premios a sus “opositores” mientras hace negocios con la tiranía.  Maduro y su macolla estiman ––razonablemente, si la experiencia es guía–– que no pasará de ahí el asunto; que ya el hambre ha extinguido la revuelta; y que, con los miles de millones de la industria petrolera, podrán mantener una suficiente base clientelar-política, aceitar su aparato represivo, y hasta dar migajas a quienes no son del madurismo, pero tampoco tienen deseo o posibilidad de arriesgarlo todo en oposición beligerante.

¿Les saldrá bien la suma y la resta a los del clan Maduro? El futuro es predecible solo de manera condicional, lo cual imposibilita dar una respuesta sin ambages a esta pregunta. Sin embargo, la historia sugiere que la dictadura puede, una vez más, salirse con la suya si el actual liderazgo opositor en Venezuela continúa aferrado a “diálogo y elecciones” y si el pueblo venezolano no escoge un camino diferente, que involucre buscar la disrupción del sistema.  Es parte de la naturaleza del poder dictatorial, que el esfuerzo de disrupción y rebelión podría con relativa facilidad desembocar en algún grado de violencia política; esta es indeseable en principio, pero no lo es tanto como el sufrimiento injusto de los oprimidos. En la historia humana la elección muchas veces se reduce a la rebelión por todos los medios o indefinidamente someterse ante un opresor. 

Éticamente la elección no es problemática: los pueblos tienen derecho a utilizar todos los medios de lucha que les permitan alcanzar la libertad, limitados únicamente por el marco de referencia de los derechos humanos. Abolidas de facto o ausentes las instituciones que permiten a la ciudadanía cambiar un gobierno depositando sus votos, no queda más camino a un pueblo que quiera ser libre que dislocar el funcionamiento del sistema, derrocar el poder que impide la libertad y la democracia. 

¿No es esto preferible a la impotencia ciudadana? ¿No es esto preferible a la esclavitud, al horroroso espectáculo de millones de venezolanos que tienen que huir a pie de su país? ¿Por qué tanto interés en insistir que la rebelión es “imposible”, de que “no hay condiciones”, de que la insurrección contra una tiranía es “lo peor”, y no la tiranía que la causa? 

Hay “partes interesadas” que predican que la organización de un levantamiento popular, cuya naturaleza será, en la práctica, tan pacífica como permita la respuesta del poder, es imposible, errada e inmoral. 

¿Qué quieren? La cruda realidad es que, sin una disposición beligerante en contra de un régimen tiránico, no puede esperarse otra cosa que no sea su continuidad indefinida. Y si el pueblo está decidido a rescatar sus derechos, el fin de la dictadura va a ser sangriento o relativamente pacífico dependiendo de dos voluntades enfrentadas: la voluntad de matar para permanecer en el poder de los tiranos, y la voluntad del pueblo subyugado de liberarse de la opresión. 

De este choque resulta la paz o la guerra, la libertad o la opresión, la tiranía o el bienestar de la sociedad. Estas son verdades históricas innegables, por comprobadas, una y otra vez, a través de los siglos.

¿Será Corina Machado la firme representante de la voluntad del pueblo subyugado, la que entienda que, si se consuma (como parece) una nueva farsa electoral, solo queda buscar la rebelión, buscar cómo paralizar el país, hacerlo ingobernable a la tiranía, re-incorporar a la población a la lucha? 

Esta es una pregunta clave, de respuesta muy dudosa. No es el camino que hasta hoy ha indicado como deseable, cuando en realidad es, desde hace mucho tiempo, el único factible. Y si no está preparada para enfrentar esta realidad, su destino, fácilmente, podría ser, ya no el de Guaidó, ejemplo triste de la ingenuidad de creer en la viabilidad de instituciones muertas, sino uno peor, más patético aún, el del Leopoldo López que se entrega al Estado en lugar de buscar cómo derribarlo. 

En todos estos casos, lo ausente no es la valentía personal, ni el coraje de López y María Corina y otros líderes opositores, sino un diagnóstico acertado, y no uno que no da en el blanco, pero es seguido por la reiteración del mismo diagnóstico a pesar de que no da en el blanco, y seguido por la insistencia en el diagnóstico, aunque no dé en el blanco. 

Cuando es así, hay que preguntarse, ya no solo acerca de la destreza del médico —es un error asumir, como dije al inicio, que todos estos personajes “caen” en trampas fáciles— sino también acerca de los que financian la clínica, el hospital, la evaluación, el tratamiento, y la medicina. 

¿Qué poderes fácticos gobiernan este proceso? Sabemos de uno: los intereses económicos de clases poderosas en Estados Unidos, que inciden a través de sus representantes en Washington. ¿Cuál es su contraparte venezolana? “Ahí está el detalle”, habría que decir de esta situación de aparente disparate, aparentemente inexplicable, pero con un fondo real, fáctico, que el genial comediante Cantinflas (la comedia es un bisturí implacable) nos recuerda oblicuamente, a sabiendas de que el pueblo es, al fin, buen entendedor, y de que, a buen entendedor, pocas palabras bastan.

Francisco Larios
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El autor es Doctor en Economía, escritor, y editor de revistaabril.org.

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