Jean Paul Sartre: 115 años de incoherencia dialéctica
Erick Aguirre
Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.
Hace ya algunos años, husmeando en la web a propósito del centenario de Jean Paul Sartre (1905-1980), encontré una vieja fotografía tomada por Ricardo A. Setti en abril de 1967, durante un acto de solidaridad en el Palais de la Mutualité, de París, en defensa de los prisioneros políticos en Perú.
En la foto aparece el entonces joven escritor Mario Vargas Llosa escoltado por Sartre, Simone de Beauvoir y el presidente de la Liga de los Derechos Humanos, René Mayer. Levemente inclinado a la derecha, con disimulado aunque visible entusiasmo, el escritor peruano murmura algo al oído de Sartre, quien lo escucha con atención o incredulidad, o por lo menos con cierta reticencia, mientras la Beauvoir los observa con seriedad, a prudente distancia.
La fotografía me causó una impresión curiosa. Vaya, me dije al ver a un joven Vargas Llosa codeándose desenfadado con una de las más controversiales y reconocidas figuras intelectuales de la época. El momento captado ilustra fehacientemente la idea que, leyendo sus escritos y después de al menos una entrevista periodística, yo mismo me he hecho de la oscilante reacción del peruano ante un escritor como Sartre, cuya poderosa inteligencia y capacidad de generar controversias llevó al autor de La ciudad y los perros a referirse a él, en un par de artículos, como a una “máquina de pensar”.
Pues bien, esa máquina de pensar habría cumplido ya 115 años y hace unos días se cumplieron 40 desde su fallecimiento. Ambos hechos, naturalmente, han colmado los periódicos y la red virtual de noticias y comentarios conmemorativos. En Francia, particularmente, su nombre y su figura avivan siempre la polémica.
Recuerdo que durante la celebración del centenario un escritor español llegó a decir que Francia, aunque intentaba por todos los medios resucitarlo con exposiciones espléndidas sobre su vida y su obra y con la publicación de textos suyos olvidados o inéditos, así como estudios apologéticos o severos denuestos sobre su pensamiento, hoy en realidad no sabe muy bien qué hacer con Sartre. La verdad, yo tampoco, o más bien dicho: yo aún no sé bien cómo asumirlo, sea como filósofo, como ideólogo o como autor literario.
Gracias a la existencia de una sola librería en Managua (la «Manolo Morales») que ofrecía algunos títulos suyos en los anaqueles durante la década ochenta, y gracias también a un par de viejas ediciones de sus novelas encontradas en la biblioteca de mis padres, pude leer La edad de la razón (1945), La náusea (1938), su extenso ensayo biográfico sobre Charles Baudelaire (1947), su obra de teatro El diablo y dios (1951), y su manifiesto existencialista que tituló El existencialismo es un humanismo (1945), que junto al compendio de sus noveletas o relatos agrupados en El muro (1939), sólo pude obtener en una huesera de libros en los pasillos de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Habiendo leído tan poco de la vastísima obra de Sartre, apenas he podido comprender el dilema que según el ya mencionado escritor español, a estas alturas enfrentan no sólo los franceses, sino sus lectores en todo el mundo, especialmente los intelectuales, respecto a la improbable posibilidad de clasificar con algún grado de fijeza la mentalidad sartreana, cuya forzada coherencia fue siempre zigzagueante y contradictoria.
Aunque tal vez esté de más o ni siquiera sea necesario revisar aquí el itinerario intelectual de Sartre, trataré de resumirlo.
Sabemos que su celebridad se empezó a gestar en los años treinta del siglo pasado, con la constante publicación de sus artículos y ensayos de crítica literaria y la aparición de su largamente gestada novela, La náusea, así como los relatos que componen El muro. Luego vendrían los libros de ensayos La imaginación (1936) y El ser y la nada (1943), considerada obra capital y fundamento filosófico del pensamiento existencialista.
Durante la ocupación nazi de Francia hizo del teatro un arma contra la opresión fascista. En 1944 conoció a colegas como Albert Camus, Jean Genet, André Malraux y Raymond Aron, y al año siguiente, tras la liberación, fundó la revista Les Temps Modernes, alrededor de la cual empezó a establecer una especie de hegemonía personal que se prolongaría por un buen tiempo en el ámbito intelectual francés.
La magnífica biografía crítica de Baudelaire (1947), así como las de Genet (San Genet, comediante y mártir, 1952) y Gustave Flaubert (El idiota de la familia, 1972 ), lo mismo que su propia autobiografía, Las palabras (1964), considerada por algunos una obra maestra, consolidarían su reputación no sólo ideológica sino literaria, y la mayoría contribuiría a que le fuese otorgado el Premio Nobel de Literatura en 1964, el cual rechazó en un intento por ser coherente con sus posiciones.
Con la publicación de sus novelas La prórroga, La edad de la razón y La muerte en el alma, que constituirían una malograda trilogía que denominó Los caminos de la libertad (1945-1949), y con la multiplicación de sus artículos críticos que reuniría en nueve volúmenes bajo el título de Situaciones (1947-1976), Sartre reclamó constantemente a los escritores e intelectuales un compromiso con las luchas políticas de su presente. Precisamente esos reclamos de compromiso literario o intelectual han sido los motivos de la oscilación afectuosa que ha manifestado no solo Vargas Llosa, sino muchos otros escritores respecto a su figura intelectual.
En su libro de memorias, El pez en el agua (1993), el peruano confiesa por ejemplo su entusiasta admiración inicial por el francés, al punto que durante los inicios de su carrera los escritores más viejos de su país le endilgaron el mote de “sartrecillo valiente”. Según confiesa (y me parece casi estar oyendo estas palabras en la fotografía de 1967, cuando se inclina a decirle algo al oído), la actitud intelectual de Sartre le hizo comprender que la literatura podía contribuir a mejorar el mundo; un mundo que, tanto entonces como ahora, estaba profundamente contaminado por la opresión y la injusticia.
Sin embargo, Vargas Llosa hoy considera ingenuo pensar que la literatura pueda contribuir a cambiar eso, y acusa su decepción respecto a Sartre señalando su eventual adhesión al estalinismo soviético, y corroborando finalmente que la realidad política en el mundo, a la postre, evolucionó en dirección contraria a sus perspectivas. No puedo compartir completamente con el peruano la primera consideración, pero sí puedo adherirme sin reservas a su último reproche y a su decepcionada conclusión.
El hecho de que haya dejado sin terminar el ciclo novelesco de Los caminos de la libertad y haber dejado de hacer literatura de creación para escribir solamente ensayos, según el peruano significa que Sartre “llegó finalmente a descreer de todo aquello que había creído en su juventud y que nos había hecho creer a nosotros, sus discípulos y lectores en el mundo”. Cierto o no, es de honestidad admitir que entre su legado circula y aún no se extingue una importante lección ética, que luego asumieron y reformularon importantes precursores del culturalismo, como Edward Said: que para un escritor el espíritu de oposición debe representar un valor superior a la comodidad, y debe llevarlo al rechazo permanente del status quo, aun en momentos en que la situación no parezca favorable.
Por mi parte alguna vez pensé, quizás influenciado por Ciorán (quien reprochaba al francés su falta de emoción lógica en medio de tanta inteligencia) que su pensamiento era quizás poco dúctil, o en buena medida esquemático, pero pensándolo mejor debo reconocer que a la larga su recurrente incoherencia, antes que ideológica fue más bien política, y estuvo movida por una voluntad asentada tercamente en la dialéctica.
De su célebre polémica con Camus, plagada de ataques personales que demeritaban su valor argumental, aprecio más bien el rechazo de este último a su adhesión estalinista y a su insistencia en ese contradictorio y con frecuencia sesgado compromiso político social demandado a los escritores e intelectuales. Por otra parte, no puedo negarlo, siempre aprecié más a Camus como autor literario y aun como filósofo. Desde ambas facetas, en mi opinión, el autor de El extranjero sí supo verdaderamente discernir, en medio de un aparatoso siglo veinte, el propósito fundamental de la rebeldía y de la lucha del ser humano por ser verdaderamente libre.
Pero en efecto, como ya se ha dicho muchas veces, Sartre fue un intelectual capaz de pensarlo todo, de saber de todo, de tener una opinión sobre todo. Demasiado rico y contradictorio como para dejar que sus equivocaciones empañen sus aciertos. Alcohólico y polémico, fumador compulsivo y marxista a su manera, en su momento fue un escritor imprescindible para un mundo que aún no se avergonzaba tanto de su rostro.