La narrativa de Lizandro Chávez Alfaro: a catorce años de su fallecimiento
Erick Aguirre
Poeta, narrador y ensayista. Periodista, editor y columnista en periódicos de Nicaragua y Centroamérica. Miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia Española.
El pasado nueve de abril se cumplieron catorce años del fallecimiento del escritor nicaragüense Lizandro Chávez Alfaro. Tuve la oportunidad, honorífica y dramática al mismo tiempo, de acompañarlo muy de cerca durante varios de sus últimos días. Conociendo ya el inapelable diagnóstico médico de su enfermedad, almorcé con él algunas veces en uno de sus sitios preferidos en Managua, y finalmente, cuando ya le era imposible salir, lo visité en su casa para conversar, entre otras cosas, de su trabajo literario: la importante estela de sus cuentos y especialmente de sus novelas recientes.
Especulábamos, ya entonces fatalmente, sobre la necesidad de ordenar póstumamente su obra. Narrativa solamente, pues sus poesías publicadas en juventud: Hay una selva en mi voz (1950) y Arquitectura inútil (1954), fueron descartadas por él mismo sin apelaciones, lo mismo que la posibilidad que sugerí de reunir sus ensayos dispersos, algunos de los cuales yo mismo guardaba en mis archivos. En ese punto fue tajante: solamente sus novelas y cuentos. A fin de cuentas, sin embargo, nada de lo proyectado entonces pudo realizarse, y hoy, casi dos décadas después, su obra sigue demandando la intervención de editores cuidadosos y exhautivos.
Dado el propio interés de Chávez en fijar la atención crítica solamente sobre su obra narrativa, en este casi inadvertido aniversario quiero exponer por ahora algunas ideas vagas sobre sus cuentos y novelas, que no incluirán lamentablemente su última novela, aún inédita, que si mal no recuerdo había titulado provisionalmente como El balcón de la luna llena.
La escasa crítica literaria nicaragüense suele repetir que en nuestro país la narrativa llegó a su verdadera modernidad en los años sesenta, con las primeras obras de Chávez Alfaro, y eso es relativamente cierto. Con Los monos de San Telmo, su primer libro de cuentos (Premio Casa de las Américas 1963), la grisácea realidad nicaragüense fue abordada, por primera vez, con un lenguaje literario y una concepción narrativa que marcaron un cambio evidente en las rutas hasta entonces recorridas por nuestros narradores.
Sin dejar de ser narrativa realista, es decir, sin dejar de mostrar los reflejos de los más felices y sórdidos matices de nuestra realidad, este breve volumen de cuentos introdujo muchos cambios y marcó un visible giro en el devenir de la narrativa nicaragüense del siglo veinte. Sin abandonarlos del todo, Chávez hizo a un lado los temas tradicionales de la narrativa local, concentrada hasta entonces en los dilemas telúricos del fetichizado “hombre nacional” y en la descripción o documentación del paisaje rural o en la reproducción mimética del habla regional.
Con Los monos de San Telmo y sus posteriores textos narrativos, Chávez Alfaro introdujo a la narrativa nicaragüense en los nuevos ámbitos que entonces empezaban a explorar los mas importantes exponentes de la narrativa hispanoamericana contemporánea. De hecho, el libro constituye una especie de pórtico a sus obras de mayor envergadura.
Vale decir también que en su momento Los monos de San Telmo funcionó, y aún ahora sigue funcionando, como una de las piezas de narrativa corta que con mayor eficacia y trascendencia logran representar las formas de dominación comunes, tanto en Nicaragua como en el resto de Centroamérica. El volumen en sí constituye una metáfora apretada y puntillosa de la cruel situación de dominación en que han permanecido nuestras sociedades a lo largo de su historia.
Una misma metáfora es visible desde el primero hasta el último cuento del libro. En el relato que da título al volumen, sin embargo, esa metáfora es sin duda más notable. El texto desarrolla sin tropiezos un drama que representa vívidamente la reiterada vigencia de esa relación amo-esclavo que en toda la obra, en conjunto, se proyecta como una imagen caleidoscópica de la dominación absoluta. Es la relación metafórica amo-ciervo o patrón-sirviente que desarrollan, en medio de la selva, merodeando caseríos en busca de monos, Rock Cooper y su empleado Doroteo, que como personajes prefiguran esa brutal relación de dominación perpetuada desde entonces en nuestras sociedades.
Trágame tierra
Desde Amor y constancia (1878), la primera novela escrita por un nicaragüense, hasta la publicación de las obras de Lizandro Chávez, nuestra narrativa aún no rebasaba sus límites fronterizos y no llegaba a representar, para el mercado editorial hispanoamericano o internacional, un coto de producción lo suficientemente atractivo. Su primera novela, Trágame tierra (1966), finalista del Premio Biblioteca Breve de la editorial catalana Seix Barral, al menos a mí me demostró que desde entonces se podía y aún se puede hacer un tipo de narrativa realista, en la que puedan caber elementos ostensiblemente políticos y en la que se pueda reproducir un reflejo de la realidad circundante sin caer en el panfleto propagandístico o en la dicotomía simplona que las adversidades políticas por lo general presuponen.
La novela está erigida sobre un aparato narrativo firmemente asentado en la historia contemporánea del país, y desde nuevas maneras vino a proporcionar una lectura distinta, descarnada y valiente de lo que hasta entonces era el eufemístico cliché del “ser nicaragüense”. En nuestra narrativa más conocida hasta entonces, esa “esencia nicaragüense” era frecuentemente presentada envuelta en veleidades y ambigüedades que en la novela de Chávez, por primera vez, son eludidas, revelando sin pudor ni concesiones sus peores y mejores características.
Trágame tierra fue capaz de registrar, literariamente y sin velaciones, la frustración y las hazañas, los sueños y engaños recurrentes en nuestra historia contemporánea. En esta bien engarzada novela puede parecernos inicialmente difícil, como lectores, sentirnos plenamente inmersos en el tejido de su prosa, así como en los sentidos que poco a poco, rigurosa y pacientemente, va entretejiendo el autor a través de un narrador omnisciente prolijo en detalles y explicaciones, y que con frecuencia recurre a un lenguaje metafórico y hasta cierto punto denso.
A través de dos niveles narrativos y en medio de una serie de subtemas y motivaciones, en la novela se van alternando, al mismo tiempo que confluyen, dos temas fundamentales y recurrentes a lo largo de la historia nacional. El primero es el deseo y la obsesión, constantemente frustrada por la realidad hasta el punto de transformarse en nostalgia, por un canal interoceánico que pese a muchos intentos y tratados geopolíticos, nunca llegó a construirse en Nicaragua.
Así como ha sido y sigue siendo una obsesión en la conciencia nacional el sueño de un canal interoceánico que atraviese Nicaragua y nos abra las puertas al progreso y al desarrollo, así también ese sueño constituye la obsesión que enfebrece la mente del viejo Plutarco Pineda, uno de los protagonistas de la novela.
La otra temática, diríamos fundamental, de esta primera novela de Lizandro, está relacionada con el legado ético y político que para la historia nicaragüense y latinoamericana significó la gesta de Augusto Sandino contra la intervención política y militar del gobierno de Estados Unidos en Nicaragua durante la segunda década del siglo veinte.
Pero esa temática, a su vez, va derivando inevitablemente en acciones que recrean las primeras manifestaciones de oposición y rechazo al régimen dinástico fundado por el asesino del guerrillero, Anastasio Somoza García; acciones que a la larga culminan con la muerte del personaje Luciano, hijo de Plutarco, pese a que el propio padre acude a la capital en un vano intento por ayudarlo.
Trágame tierra es una contundente metáfora acerca de las profundas escisiones entre dos generaciones de nicaragüenses, prefiguradas precisamente en los personajes Plutarco y Luciano, padre e hijo, cuyas diferencias respecto a la perspectiva y la actitud que cada uno asume frente a los hechos y el sistema de cosas impuestos a la nación por quienes desde entonces irradiaban entre nosotros las “bondades” del arribismo cínico y de los anti-valores políticos, derivan al final en irreversibles.
La aceptación y hasta la asimilación de ese sistema de dominación por parte del viejo Plutarco, llegan a conformar en su hijo una visión y una actitud que, vistas en conjunto, fundidas con la estructura y la alegoría general de la novela, resultan socialmente parricidas. Todo lo cual constituye, como dije, una metáfora contundente que nos muestra el nacimiento de una nueva generación, en plena mitad del siglo veinte, que finalmente sería testigo de la caída del régimen dinástico de los Somoza, pero no de la supresión de los anti-valores que dieron origen a su nacimiento y que permanecen activos desde las primeras raíces de nuestra historia como nación.
Balsa de serpientes
La segunda novela de Lizandro se titula Balsa de serpientes y fue publicada por primera vez en México, en 1976. Algunos críticos han dicho que es la novela más extraña o intrigante de Chávez, y en efecto, sus espacios específicos y la fragmentación de sus perspectivas narrativas la diferencian bastante de Trágame tierra, y aun de los ámbitos narrativos en que se desarrollan sus cuentos publicados con anterioridad. Y es que el espacio narrativo de Balsa de serpientes es relativamente ajeno al ámbito nicaragüense, evidentemente debido al periodo en que fue escrita: durante la extendida residencia del autor en México.
Con un narrador o narradores fragmentarios y en constante movimiento, la novela se desarrolla en ciudad México, en algún o algunos momentos del año 1968 (año de los juegos Olímpicos en aquel país, también el año de la masacre de Tlatelolco y de la rebelión mundial juvenil encendida en París, Praga, California y Nueva York). En realidad, en la novela no hay sólo un argumento, sino muchos. No existe en ella una trama fundamental, sino el despliegue de diversos conflictos descritos a veces desde una perspectiva narrativa de aparente monólogo pero que evidencia a un narrador-personaje involucrado en las diversas situaciones relatadas.
El protagonista de Balsa de serpientes es el narrador, un narrador ambiguo que a veces trata de confundirnos y hacernos dificil la lectura, mientras nos va conduciendo y nos va mostrando el vértigo y la rapidez con que fluye la vida en ciudad México, produciéndonos sucesivamente una sensación de aproximación y alejamiento del texto o del mundo narrado.
En este segundo escarceo novelístico de Chávez se delata sin ambages la intención eminentemente experimental del autor. Por lo visto nutrido de lecturas de Faulkner y John Dos Passos –quizás también de James Joyce-, Chávez desarrolla un esfuerzo evidente por fusionar el discurso narrativo y el flujo de conciencia del narrador principal, que a su vez se siente arrastrado y avasallado por la ubicua y estridente presencia de la ciudad, con su vertiginosa confluencia y sucesión de escenas y visiones: el tráfago denso de las calles, las voces de los transeúntes, el resplandor de los anuncios publicitarios, las sirenas y los imponentes edificios.
Desde cierto punto de vista, Balsa de serpientes es la novela más experimental y ambiciosa de Chávez Alfaro. Su propósito parece ser el de recrear y otorgarle nueva vida al mito de Quetzalcóatl, en medio de un recorrido aparentemente caótico por el paisaje urbano contemporáneo de la antigua Tlatelolco, y recurriendo a una estrategia narrativa caracterizada por el flujo de conciencia del protagonista, un narrador “cargado de absoluciones” que deambula por las calles observando y al mismo tiempo transmitiendo sus profundas y vertiginosas impresiones sobre la opulencia de una “nueva” ciudad, trazada, fundada y acotada dentro de lo que fue “la otra ciudad”.
Más cuentos
Trece veces nunca (1977) es un libro que reúne igual cantidad de cuentos en los que se confirma el depurado estilo narrativo de Chávez. Impreso por primera vez en Nicaragua en 1985, este grupo de relatos nos sumerge en un proceso que alcanza una dimensión integral de los diversos problemas de la existencia humana, desde la perspectiva del hábitat nicaragüense. Desde el cuento que encabeza el volumen (“Ciudad en cinta”), hasta uno de los más significativos y característicos del volumen (“Jerónimo quemándose”), una coincidencia armoniosa entre la alegoría social, el señalamiento de los contrastes humanos y un hálito o recurso quizá kafkiano, resulta perceptible a lo largo de los trece cuentos que conforman el libro.
Después de Trece veces nunca, Chávez publicó en Nicaragua el libro de cuentos Vino de carne y hierro (1993), y en 1998 reunió y publicó, también en Managua, otro grupo de cuentos bajo el título Hechos y prodigios. Con el primero reanudó su quehacer narrativo después de más de una década de silencio. Curiosamente, de nuevo son trece cuentos en los que se evidencia la obsesión renovada del autor por mostrar ante los ojos del lector un espejo múltiple y oscuro en donde se refleja en infinitas variables el gesto atroz de la inicua condición humana.
En sus diversas facturas, que de diversos modos confluyen pero que por momentos también se diferencian, el conjunto de cuentos nos propone una forma peculiar de reconocer la historia y sus múltiples y extrañas coincidencias con la ficción, hasta un punto en el que la imaginación desborda no sólo las fronteras genéricas de la literatura, sino también los lindes entre la realidad y la fábula.
En Vino de carne y hierro, independientemente de la voz y perspectiva narrativa elegida por el autor para cada uno, los cuentos fijan sus puntos de partida en acontecimientos históricos precisos, relacionados -en lejana evocación de sus obras primigenias- con momentos históricos neurálgicos en la conformación del esquema de poder y dominación establecido y perpetuado en Nicaragua desde su origen como nación.
Entre esos hechos históricos están las intervenciones militares estadounidenses y su protagonismo decisivo en momentos importantes como el terremoto de 1931 y el incendio del mercado de Managua, o recreaciones de capítulos de nuestra historia reciente como la guerra de la década ochenta entre el ejército sandinista y los “contras”, sin contar los desplazamientos analépticos hacia puntos históricos más remotos como la revolución liberal de José Santos Zelaya a finales del siglo diecinueve e inicios del veinte. Sin embargo, en la totalidad de los relatos y –en perspectiva- a lo largo de todo el volumen, prevalece la nunca abandonada preocupación política y sociológica de Chávez, especialmente marcada en sus dos primeras obras narrativas.
En tanto, Hechos y prodigios agrupa una serie de narraciones de factura más bien fresca, un poco extraña en la tradición narrativa del propio Chávez y de la narrativa nicaragüense en general. Son cuentos ambientados en el contexto de territorios remotos de la geografía nacional, que de pronto evocan los ambientes en los que se desarrolla también Trágame tierra: el ámbito inhóspito, pocas veces hollado por nuestros narradores, de la región central y costera del Caribe nicaragüense.
Son cuentos que transmiten cierto sabor de la llamada narrativa telúrica o nativamente profunda que en Centroamérica alcanzó cierto desarrollo a mediados del siglo veinte; sólo que, en estos cuentos, Chávez revierte aquellos recursos manidos y la visión “civilizadora” o sociologizante, agregándole una perspectiva distinta, derivada evidentemente de su anterior desarrollo narrativo y haciéndolos pasar por el tamiz de su moderna visión personal de la técnica y el oficio narrativos.
Algunos críticos han destacado en Hechos y prodigios la obsesiva depuración lingüística invertida por Chávez en su factura. Se ha destacado con razón y desde el más elemental sentido de la lógica el empeño que evidentemente puso el autor en trabajar, pulir y esculpir la prosa con rigor casi obsesivo: algo que después de todo no ha sido extraño en casi la totalidad de su obra. Pero además de la búsqueda del vocablo, el adjetivo o sustantivo adecuados en cada momento, se ha destacado también la estricta economía verbal empleada en estos relatos; el dominio, extraño y casi siempre difícil en narrativa, de la brevedad y la concisión.
Pero lo más importante o digno de subrayar en estos relatos, desde mi particular perspectiva, es la recuperación borgeana intentada por Chávez, de la voluntad subjetiva frente a la acción narrativa; de la voluntad metafísica individual frente a los hechos históricos y la realidad absoluta que los absorbe; en fin de los inefables dilemas del individuo frente al universo. Pero también es necesariamente destacable el ejercicio de cierto tipo de palimpsesto y de acercamiento a lo ya escrito, para reescribirlo, y que finalmente deviene en el despliegue variado o misceláneo de una voz narrativa inmersa en una especie de angustia existencial.
Columpio al aire
En 1999 apareció la tercera novela de Chávez, Columpio al aire, una historia que desarrolla la siempre marginal discusión en torno a las diversas formas de referir la historia de la costa Caribe de Nicaragua durante el gobierno liberal del general José Santos Zelaya, (1893-1909). Chávez circunscribió esta novela en un periodo histórico que, sin duda, constituyó uno de los hitos más importantes en el proceso de comprensión de las diferencias identitarias entre la Nicaragua del Pacífico y la del Caribe.
Columpio al aire es un intento por reinterpretar narrativamente el primer esfuerzo de sometimiento hegemónico de la autoridad central del Pacífico sobre esa «otra» región caribeña, a partir de entonces circunscrita políticamente dentro de la nación nicaragüense. La novela representa un alegato y deja implícita una tesis que aboga por la plena independencia política de una región de Nicaragua que, por determinadas circunstancias históricas y culturales, se ha desarrollado y ha sobrevivido manteniendo y haciendo prevalecer sus diferencias con lo que geográfica o antropológicamente conocemos como la mesoamérica nicaragüense.
Esta tercera novela de Chávez recrea el contexto histórico en que se produjeron los primeros desencuentros culturales entre la población caribeña de Nicaragua y el gobierno de la revolución liberal que lideró Zelaya. Haciendo uso de recursos característicos atribuidos a la Nueva Novela Histórica, como la reconstrucción alternativa del discurso oficial respecto a un periodo histórico, la metaficción, el intertexto, la parodia y el carnaval; en la novela de Chávez se intenta reconstruir los principales momentos y los múltiples conflictos políticos, sociales y de relaciones interpersonales y humanos que se produjeron durante la ocupación militar liberal en territorio mískito.
Según algunos críticos la historia de la novela en el fondo constituye una parodia, es decir, una pantomima, una arlequinada irónica que pretende la afirmación de los valores de alteridad con que, de acuerdo a la novela, ha resistido la múltiple culturalidad caribeña en esta zona de Centroamérica. Sin embargo, en mi opinión el intento de representación estructurado en la novela va más allá de una simple imitación burlesca de la alteridad cultural nicaragüense, evidente en el conflicto Caribe/Pacífico. Se trata de un remedo a la inversa de la historia oficial que, desde una perspectiva ficcional, nos permite percibir, en el fondo, una parodia de la historia misma, una alegoría literaria cuya sugerencia más visible es que la historia oficial constituye también una ficción.
La tesis subyacente en la novela no sólo sugiere que, históricamente, la pretensión de la revolución liberal en el Caribe nicaragüense fue, desde todo punto de vista, una agresión, una neocolonización bajo el disfraz de revolución liberal, de pretensión de progreso, integración y desarrollo nacional; sino que todo intento posterior ha constituido y constituirá una agresión, un acto político equivocado, inútil y pernicioso.
La impresión general que dejan al lector las constantes alegorías del autor/narrador (un narrador aparentemente omnisciente, extradiegético, pero constantemente entrometido en la historia de la novela con comentarios, acotaciones y alegatos parciales), es la de que estamos frente a una obra aparentemente monologante, pero en realidad profundamente dialógica, en el sentido que el mismo narrador ocasionalmente intradiegético trata de darle a la «visión de los vencidos» en la novela. Es decir, un sentido aparentemente excluyente y posiblemente hasta intolerante o de pleno rechazo respecto a la alteridad cultural y política del Pacífico, pero necesitado de un diálogo que desde hace más de un siglo no ha perdido actualidad.
El general Migloria encarna en la novela al máximo delegado del gobierno liberal en la Mosquitia, quien ordena la exhumación y el traslado de todos los cadáveres en el cementerio de Bluefields, en consecuencia con la política general de la revolución liberal que pretende la secularización de los cementerios. A partir de entonces se desencadena una serie de conflictos producto de férreas oposiciones a lo que los propios liberales concebían como acciones procuradoras de paz y progreso.
Una de esas oposiciones es la de Viola Hendy, contrapunto de diversas reacciones de aceptación o de resistencia pasiva, como la de los lugareños incondicionales de Migloria, asiduos visitantes del local de las Fernandas y las Zopilotas, llegadas alegremente desde Granada y Masaya, o la de Zemelia Harriot, quien, protegida por la magia del sukia Ben Baanán, hacía funcionar ilegalmente en su casa una escuela de párvulos para contrarrestar la clausura de las escuelas moravas y mantener vivo en ellos «su propio modo de ver, conocer y entender».
Contribuye también a complejizar la trama el propósito clandestino del comerciante Safa Kubrik y el reverendo Fassbinder, de interpretar la obra musical de Haendel «El Mesías», durante las fiestas de Pascua, acompañados por un coro de feligreses locales, entre los que destacan, por su importancia protagónica en la novela, Viola Hendy y su nieta. Todos estos aspectos dominantes en la trama sugieren la representación del choque cultural y la protesta de la población caribeña ante la imposición de aquellos a quienes el mismo Chávez ha llamado en otros textos «colonizadores internos».
La conversión final del estéril general Migloria, su acción renegada frente al Gran Reformador (representación de Zelaya), su ulterior «fidelidad al pueblo que por fin había conocido en su intento de gobernarlo»; la aureola mística o mítica que cubre la misteriosa desaparición de Viola Hendy, y la trascendencia “gloriosa” que alcanza la interpretación de «El Mesías», no parecen sugerir el sueño aún inalcanzable de una nación integrada y armónica, unida en su diversidad de orígenes y construcciones culturales. Más bien parece un alegato en favor de la plena libertad o independencia política del Caribe nicaragüense, o en todo caso de su separación del orden político nacional. El mismo autor narrador, en sus ocasionales entrometimientos durante la narración, se encarga a veces de decirlo, de remarcárselo al lector, como si no bastara con la eficiente representación literaria lograda en el texto.
Al comentar esta novela, Sergio Ramírez ha dicho que representa espléndidamente esa tensión incesante en la historia nicaragüense: precisamente la dicotomía de una historia «contada siempre desde este lado» (del Pacífico). Colocando de revés las perspectivas, Ramírez sugiere que la novela intenta recordarnos lo contrario, es decir que, considerándose nicaragüenses, los caribeños de la novela (y los de la vida real) les recuerdan a los invasores liberales del Pacífico, a los colonos inmigrantes de Managua, Granada y Masaya, que también ellos, los recién llegados, son nicaragüenses.
Sin embargo, aquí es donde la novela de Chávez parece escaparse de la pretensión que cualquier lector libre de prejuicios pudiera asumir para considerarla una propuesta por la unidad y la armonía de una nación diversa. Columpio al aire más bien parece alegar por la «separación en paz» de ambas culturas. En este punto es importante preguntarse qué tipo de nación es la que, en todo caso, ambas regiones culturales han pretendido idealizar. ¿Qué tipo de nación es la que, por ejemplo, Ramírez intenta sugerir? ¿Qué tipo de nación es la que propone un autor narrador entrometido como, en este caso, se coloca Lizandro Chávez con evidente deliberación?
La recepción de un lector «del Pacífico», como Ramírez, puede resultar significativa. Como ex dirigente del gobierno de la revolución sandinista en Nicaragua, cuyos conflictos político-culturales con las comunidades caribeñas (al igual que la revolución liberal de Zelaya) provocaron incluso levantamientos armados, Ramírez reviste su tesis de cierto reconocimiento autocrítico de los errores políticos y crímenes cometidos por el sandinismo en el Caribe nicaragüense.
Sin embargo, pese a la pacificación y al reconocimiento oficial de la «autonomía caribeña», aún hoy sigue prevaleciendo en Nicaragua una dicotomía esencial entre nación indígena caribeña y Estado-Nación nicaragüense. Una lectura en perspectiva del llamado «conflicto caribeño» en Nicaragua, a la luz de la novela de Chávez, nos reitera la persistencia de una simple realidad: pese a los cambios políticos, a la sucesión de distintos gobiernos, al desencadenamiento de guerras y conflictos, a los constantes éxodos y exilios, a las revoluciones o contrarrevoluciones, las escasas alternativas de desarrollo y el olvido secular que padecen esas poblaciones marginales en Nicaragua, han permanecido inalterables.
Puesto que ningún modelo político rectoreado desde el Pacífico, desde la independencia hasta la misma revolución sandinista, ha sido capaz de articular efectivamente un proyecto social integral de nación, podríamos entonces pensar que la idea obsoleta ligada al concepto decimonónico positivista de nación, al parecer aún influye sobre la conceptualización de los proyectos nacionales autoconsiderados modernos en Centroamérica. Aunque, por otra parte, también debemos preguntarnos si la propuesta narrativa de Chávez, de aparente negación del «otro», en realidad contribuye a la potenciación integral de un nuevo concepto de nación nicaragüense, o de una idea integrada de organización social regional en Centroamérica.
Finalmente, debemos también preguntarnos si ambas idealizaciones nacionales no desfallecen en medio de un contexto globalizado, en el que la regionalización o interrelación política, social y económica de pequeños países geográficamente cercanos que gravitan alrededor de los grandes centros hegemónicos mundiales, es una tendencia evidente. Al menos desde una perspectiva ubicada en la realidad actual de Centroamérica, ninguna de ellas resulta propositiva.
La construcción alegórica del autor-narrador de esta novela hace recaer su peso sobre los personajes femeninos, a través de los cuales, aún con sus parcialidades y renuencias, podríamos llegar a una percepción interesante y novedosa de nuestras historias culturales, de la construcción de nuestras identidades y de la naturaleza de nuestras diferencias. Pero el arribo a esa novedosa percepción pasa por la desmitificación de la idealización nacional como producto del fracaso de los grupos de poder que históricamente la han consolidado con propósitos de dominación.
Esa percepción transita por el convencimiento de Chávez acerca de la ficcionalidad del discurso histórico nacional, al cual debe atribuirse la invención y el establecimiento en Nicaragua de esquemas ideológicos y culturales secularmente sobre-impuestos en una región multicultural compleja que, por el lado mesoamericano, percibe como infuncionales las divisiones políticas que aíslan sus coincidencias culturales e identitarias con el resto de Centroamérica, y por el lado caribeño no encuentra suficientes parámetros que le puedan ser comunes.
Se trata de un remedo a la inversa de la historia oficial que nos permite percibir, en el fondo, una parodia de la historia misma. Esta novela de Chávez es una alegoría narrativa cuya sugerencia más visible es que la historia oficial constituye también una ficción.
Como la mayoría de las anteriores producciones narrativas de Chávez, Columpio al aire confirma la tendencia del autor a buscar (para reconstruirlos y conciliarlos) esos restos de la historia y del individuo que generalmente se dispersan entre las ruinas y rastrojos de la retórica y la mentira que se imponen cotidianamente en nuestra realidad.