La oclocracia de Nayib Bukele
José Luis Rocha
Investigador asociado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador y autor de Autoconvocados y conectados. Los universitarios en la revuelta de abril en Nicaragua, UCA Editores-Fondo Editorial UCA Publicaciones, Managua, 2019.
«Bukele puede dar muchos tropezones sobre el escenario que le descompongan su personaje. Las medidas populistas que nutren la oclocracia pueden terminar incomodando a los generales. Por otra parte, militarizar la sede del órgano legislativo no parece muy compatible con andar por ahí de ´cool´, a no ser que ahora empecemos a decir que es ´cool as hell´. Seguir apoyándose en los militares puede producir fracturas en la oclocracia sobre la que Bukele asume que todo le será perdonado y aplaudido. Las bayonetas, ya lo dijo Napoleón, sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas».
Abordo un taxi para recorrer los cuarenta kilómetros que separan el aeropuerto salvadoreño de la ciudad capital. El lapso puede albergar varios temas de conversación y así ha sido desde hace tres años, pero desde las últimas elecciones al conductor solo le interesa un tema: el presidente recién estrenado. Se deshace en elogios sobre sus logros: «Controla la delincuencia, sometió a las maras, distribuye medicinas, lleva agua a barrios que padecían sequía…» Lo mismo ocurre con viejos amigos que fueron base de las organizaciones guerrilleras y que ahora se quitan el viejo sombrero militante para saludar al renegado Nayib Bukele, desde 2017 expulsado de las filas del FMLN, donde creció como político y desde donde saltó hacia un partido que nació de un desmembramiento de ARENA, ese partido de extrema derecha fundado sobre los rescoldos de la guerra fría por Roberto D’Aubuisson, el asesino de Monseñor Romero. La política es muy retorcida. Los políticos, más.
Mi muestra refleja las crecientes simpatías que inspira el mandatario. Bukele es una estrella en ascenso. Ganó con el 53 % de los votos y gobierna con más del 90 % de aprobación. Sus selfies revientan las entrañas de sesudos analistas, pero son aplaudidos por las masas. Sus discursos internacionales sin garra conceptual se vuelven virales en las redes sociales. Su tuiteo de los memorándums presidenciales quizá trivialice la política y la administración gubernamental, pero crea la máxima ilusión de transparencia porque lo muestra en una vitrina virtual. Su apuesta por la militarización es alarmante, pero con ella no hace más que continuar la línea de sus predecesores, solo que con más espectáculo y ovaciones: eliminar las telecomunicaciones en los penales, sembrar el país de pósteres que advierten a los mareros del fin que les aguarda y un préstamo de 109 millones de dólares al Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) para la tercera fase de un programa de control territorial, entre otras acciones.
Ese préstamo fue la aparente manzana de la discordia. Los diputados no se han dignado a emitir un juicio. No han dicho que «no» ni que «sí». Bukele, que quiso odio más que indiferencia, les ordenó sesionar en domingo, invocando el artículo 167 de la Constitución: «Corresponde al Consejo de Ministros convocar extraordinariamente a la Asamblea Legislativa, cuando los intereses de la República lo demanden». Los diputados de ARENA y el FMLN, los dos partidos que controlan la Asamblea Legislativa, no acataron la orden. Bukele se presentó en el parlamento, precedido de un contingente de militares. Fuera del edificio lanzó todo tipo de diatribas contra los congresistas y después, en el interior, diciendo «está claro quién tiene el control aquí», ocupó la curul principal para orar entre sollozos que buscaban ser ostensibles y declarar que Dios le había pedido paciencia. «¿Por qué no se la habrá recomendado desde el sábado, antes de militarizar la Asamblea?», reflexionó un analista.
Bukele volteó el cubilete confiando en que tiene los dados cargados. Los militares no podían negarle su apoyo por la cuenta que les tiene: el préstamo es para fortalecerlos financiera y simbólicamente (y a veces lo simbólico es lo más eficaz). El autonombrado «presidente más cool del mundo» jugó con la confianza de quien está en su pico de popularidad, que coincide con el desprestigio abismal de los parlamentarios («el Familión y Arenazi», dicen en broma y en serio para referirse al FMLN y ARENA). Pero su acción produjo un repudio unánime de las principales fuerzas políticas, ONG, académicos, organizaciones de base y embajadas. En Washington, donde diseñan para América Latina Estados a su imagen y semejanza, eso de que la Asamblea Legislativa se pueble de fusiles y que el Ejecutivo quiera imponerse ante los diputados no lo podrán digerir ni con un cóctel de Malox y Pepto-Bismol. Cualquier estridencia en El Salvador resuena mucho más, porque es el único país del istmo donde la democracia representativa de posguerra ha sido funcional. La próxima vez el Departamento de Estado —que de ahora en adelante tendrá a Bukele bajo su lupa— hablará más rápido que Dios.
La pregunta es si el show de Bukele fue un exabrupto desquiciado, un problema que se soluciona mediante una simple prueba de dopaje sin excepciones a todo el que quiera ingresar al Parlamento. Pero hay indicios de que no fue solo un disparate, que también lo fue, y mucho. Bukele no montó en su carro —aunque sí en cólera— en un arrebato repentino y de volada pasó levantando a una pandillita de soldados que estaban en una esquina almorzando pupusas. Hubo una concatenación de acciones y, entre cada una, un tiempo más que suficiente para que alguno de los eslabones le recomendara lo mismo que Dios. Pero tanto Bukele como su círculo estaban convencidos de que el show les iba a salir bien: «La gente dirá que los diputados te bloquean y que no quieren la seguridad del pueblo».
El show no les salió completamente mal. Pero ahora tenemos a Bukele contra los diputados, la sociedad civil y el cuerpo diplomático, aunque con el pueblo y con Dios. El sistema salvadoreño parece estarse inclinando hacia una oclocracia, una de las formas de degeneración de la democracia que los pensadores griegos más temían y a veces llamaban «la tiranía de la mayoría». Literalmente significa «poder de la turba». Según Polibio, que acuñó el término, se le reconoce cuando la democracia se tiñe de ilegalidad y violencia, perpetradas con el respaldo de una masa que no puede constituir pueblo porque carece de sus facultades deliberativas.
Podemos tomar esa formulación de la oclocracia como tipo extremo contra el cual contrastar las acciones reales. Bukele se atiene a ese poder de la muchedumbre porque cuenta con su aprobación medida en las encuestas de opinión, pero a la que no rinde cuentas de los detalles del préstamo ni de las implicaciones de una militarización más profunda. En ese terreno se siente cómodo, y no en el del juego político, donde tiene que vérselas con un parlamento donde tiene todas las de perder porque su partido Nuevas Ideas nació a la vida legal después de las últimas elecciones de legisladores. Bukele llegó al poder usando como vehículo el partido Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), que apenas tiene 10 diputados. Como es el presidente con menos diputados del istmo, reclama ser el más cool entre la muchedumbre, ignorando que la simpatía pública es uno de los activos más volátiles sobre la Tierra.
Los diputados le echan en cara que el préstamo está ligado a compras innecesarias, como un buque, y que la licitación podría encubrir un amarre con cierta empresa de mala reputación. No son pecados menores. Pero es obvio que estamos ante un episodio de muchos roces por venir entre los poderes ejecutivo y legislativo, que solo se saldarán cuando las elecciones de 2021: a) consoliden la tiranía de la mayoría, con Nuevas Ideas acopiando el 53 % de los escaños o incluso más); b) dejen a Nuevas Ideas con una importante cuota en el Parlamento —pero no una mayoría— y, en interés del país, se avenga a dar las batallas en el sitio y la forma debida, con respeto del disenso y con argumentos; o c) castiguen a Bukele y, manteniendo un balance de poderes, premien a nuevas o viejas fuerzas, o, con una combinación de ambas, pongan fin a la oclocracia. En el ínterin, los partidos políticos tendrán que pelear en un terreno teatral donde Bukele ha demostrado hasta ahora ser más «adecuado»: no es más listo ni más tesonero, sino más a la nueva usanza.
Los tres países centroamericanos que en los años 80 fueron sacudidos por conflictos bélicos han seguido trayectorias tremendamente disímiles si las medimos a partir de sus movimientos guerrilleros: en Nicaragua el FSLN derrotó a una dinastía de cuatro décadas y subió al poder primero por las armas y después por los votos; en Guatemala una URNG derrotada y con los pies hinchados por un secuestro de último minuto firmó los acuerdos de paz como púgil salvado por la campana, y en El Salvador se ha dicho muchas veces que el FMLN se sentó a negociar sobre la base de un virtual empate. A la postre, dos períodos de gobierno del FSLN y el FMLN los podrían dejar casi tan derrotados como la URNG: el primero va cayendo en picada que barren bajo la alfombra de tres o cuatro fraudes electorales y el segundo se quedó con menos del 15 % de los votos en las elecciones de 2019. Y esa no sería la única coincidencia: el contendiente de los guerrilleros ya no es la «derecha oligarca», como rezaba la vieja retórica, sino nuevas fuerzas en proceso de composición. Con la derecha oligarca en Guatemala y El Salvador, las viejas guerrillas recicladas en partidos políticos tienen el común interés de insuflar vigencia a las amnistías que les salvan el pellejo y los mantienen sobre la arena política.Ese pacto de matones es una veta de gran riqueza que Bukele puede seguir explotando, además de hurgar más hasta encontrar nuevas raterías o perseguir las muchas ya conocidas del FMLN y ARENA. No son ni serán sus políticos los únicos expuestos a pesquisas y traspiés. Bukele puede dar muchos tropezones sobre el escenario que le descompongan su personaje. Las medidas populistas que nutren la oclocracia pueden terminar incomodando a los generales. Por otra parte, militarizar la sede del órgano legislativo no parece muy compatible con andar por ahí de cool, a no ser que ahora empecemos a decir que es cool as hell. Seguir apoyándose en los militares puede producir fracturas en la oclocracia sobre la que Bukele asume que todo le será perdonado y aplaudido. Las bayonetas, ya lo dijo Napoleón, sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas. Y yo añado: aunque sea sentarse en el Parlamento a exigir la aprobación de leyes. «El pasado es otro país, allí se hacen las cosas de otra manera», dice una frase de L. P. Hartley muy cara a los historiadores. Ojo: muy triste sería que el futuro resultara ser el mismo país, donde las cosas se hacen como antes, con las bayonetas por delante.