Nicaragua, un país con un luto permanente

Madeline Mendieta
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¿Cómo pedirle a un pueblo que tenga empatía, solidaridad, si tenemos atorados 40 años de duelos inconclusos, familias divididas, resentimiento, frustración, rabia? ¿Por qué? Porque durante 40 años no hemos superado ese luto. Eso es lo que el sandinismo sembró; hoy recibe los frutos amargos. No está bien, no está mal. No nos convirtamos en un juzgado de la moral. Con los primeros que debemos tener empatía es con este pueblo que les ha soportado todo, hambre, miseria, guerra, miedo, chantaje, y lo peor: sus propios hijos asesinados. Creo que lo más sensato es que los sandinistas entierren a sus muertos en silencio y el resto les pague con indiferencia.

Nicaragua es un país multiduelos. Un país que ha estado en un permanente torbellino de desastres naturales, conflictos sociopolíticos, guerras intestinas, exilio, corrupción, abuso de poder, amnistías, impunidad, falta de acceso a la justicia, pérdida de memoria histórica, gritos, dolor, luto, llanto, rabia, silencio. 

¿Un escenario muy doloroso?  Nicaragua tiene un luto permanente. 

A partir del terremoto del año 72, el rostro de Managua, como ciudad se desfiguró. Su derrumbe forzó a muchos a vivir en la periferia o migrar a otras ciudades cercanas. La Managua con una pujante economía, vida nocturna, elegantes tiendas, se desmoronó, y así se inició el luto inconcluso de toda una ciudad. Los managuas perdieron de alguna forma su sentido de pertenencia, una ciudad dispersa, que creció en la improvisación; es la fecha y todavía sus direcciones son de esa ciudad que durante mucho tiempo sostenía escombros de esa terrible noche, por no querer borrar de su memoria esos puntos de ubicación.

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La guerra del 79 al 89´dejó más de 50 mil muertes, otra cantidad enorme en el exilio, miles de Misquitos asesinados por el desalojo forzado de sus tierras, un oprobioso Servicio Militar obligatorio creado a través del decreto No. 327 el 6 de octubre de 1983, represión por pensar diferente, otro exilio masivo, sobre todo de jóvenes y adolescentes que en su mayoría tuvieron que vivir en casas de amigos o familiares lejanos. Miles de jóvenes lisiados de guerra, miles de madres sufriendo por la muerte, la separación o invalidez de sus hijos. El balance que dejó la euforia de la revolución fue un país desgarrado, económicamente inviable, familias desarticuladas, con hijos comulgando en diferentes posiciones.

En los años 90, el proceso de pacificación en los acuerdos de Sapoa, incluía una de las atrocidades políticas e históricas que se han cometido, aceptar una amnistía que perdonaba tanto a los contras como a los sandinistas. Deslindaron total responsabilidad a ambos bandos, principalmente a los que estuvieron al frente de la cúpula sandinista, quienes por su obtusa política militar y totalitaria llevaron al país a un escenario bélico, de escases absoluta y rezago educativo, además de miles de huérfanos y lisiados de guerra.  

Además, el 17 de diciembre de 1990, se creó la Ley No. 119, que beneficiaba a todas las victimas de guerra, y se publicó en La Gaceta No. 2 del 03 de Enero de 1991. Esta beneficiaba a los lisiados, viudas, madres y huérfanos. Aunque la ley tenía una reparación económica, jamás se implementó un plan de recuperación de memoria histórica, tampoco de atención psicológica a las víctimas de guerra. 

Hubo un proyecto auspiciado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD, el cual incluía un proceso de reinserción de los “desarmados” quienes en un histórico acto lanzaron sus fusiles en una plaza construida en honor a ese momento de pacificación que empezábamos a vislumbrar. Pero en esos primeros años descabezaron a la Contra, ajusticiando uno a uno a los comandantes que la lideraron.

Durante ese período de transición, en el cual el Frente Sandinista desde la oposición empezó a crear caos con su lema “vamos a mandar desde abajo”, el país vivía de asonada en asonada, destrucciones de propiedades públicas y privadas que obligaban al gobierno de turno a generar concesiones, las cuales muchas veces solo servían de combustión para alimentar el rencor por haber perdido una revolución que fue una dolorosa historia para muchos. La impunidad en cada asonada prevaleció, no se establecieron procesos judiciales, ni personales, ni contra el partido sandinista. 

En 1998 se marcaron dos acontecimientos en la historia de los duelos y corruptela partidaria. En marzo de ese año, Zoilamérica Narváez, la hijastra de Ortega, lo denuncia por la violación y abuso sexual que perpetuó contra ella desde la edad de 11 años. El caso sacudió los cimientos de ese partido y hubo una ruptura interna. Sin embargo, eso provocó que el presidente de turno, Arnoldo Alemán pactara con Ortega para evitar que esta denuncia siguiera su curso. Los grupos feministas que asumieron la defensoría y acompañamiento de la víctima toman la impunidad de su caso como una muerte civil a los derechos de las mujeres en la búsqueda de la justicia contra sus agresores.

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Ese mismo año, en octubre de 1998, el huracán Mitch provocó desastres en la zona caribe y pacífica, que culminó con el deslave del volcán Casitas. Centenares de campesinos que vivían en las faldas quedaron sepultados. Este acontecimiento fue reprochado por la ciudadanía porque no hubo un plan de contingencia previo, ni evacuaciones oportunas. Meses después el gobierno corrupto de Alemán era acusado en conjunto con algunos funcionarios de robarse la ayuda de miles de dólares en materiales de construcción, alimentos que estaban destinados para los damnificados de esta catástrofe ambiental. Ambos suceso fueron el preámbulo del pacto político más reciente que nos llevó a gestar la dictadura que estamos viviendo. 

Durante el gobierno de Bolaños, con un partido que lo llevó al poder y luego le dio la espalda, se enjuició a Arnoldo Alemán y a su compinche Byron Jerez por actos de corrupción y malversación de fondos. Al retorno del sandinismo al poder en 2007, a través de su campaña de odio sobre las políticas neoliberales y la promesa de que con Daniel todo sería mejor, Arnoldo Alemán fue sobreseído de todo cargo y liberado de la prisión. 

Después de muchos abusos, violaciones permanentes a los derechos humanos el gobierno de Ortega fue asfixiando a la ciudadanía que estalló un abril 2018, provocando más de 500 asesinados, crearon el 20 de julio de ese año la Ley 997, con la cual juzgaron a más de 100 presos políticos con cargos y testigos falsos acusándolos de terrorismo. Y en custodia carcelaria murió Eddy Montes. Nuevamente, persecución, asedio, llantos, duelo, incendios, muerte, luto, impunidad, manipulación, paramilitares. 

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Todo esto fue expuesto en las redes sociales a través de vídeos, medios nacionales e internacionales. Cada ciudadano se volcó contra la violencia gubernamental, que provocó que las frustraciones y las heridas supuraran la gangrena social que durante 40 años, solo hemos curado con paños tibios y dosis de altas de amnistías. Han sido dos largos años de ser testigos y protagonistas de los atropellos más atroces que se pueden perpetrar a una población armada solo de sus banderas y valentía. 

A la fecha, ningún paramilitar, policía, militante, o policía tiene abierta una causa de investigación. Las víctimas a diario ven los rostros de sus torturadores, asesinos que sin empacho alguno brindan declaraciones y viven su vida en absoluta normalidad. 

Este año nos sorprendió con una pandemia que ha cobrado vidas alrededor del mundo. Contra toda lógica, el régimen de Ortega realiza todo lo contrario a las recomendaciones que a nivel mundial se han realizado para mitigar las muertes. El virus no distingue, está vistiendo de luto a toda Nicaragua, y hasta las filas del sandinismo están fuertemente maceradas porque sus cuadros históricos y claves han sucumbido. 

Días de encierro, cambios de rutina, miedo, angustia, incertidumbre y sobre todo dudas de si seremos los próximos infestados. Las redes sociales son obituarios, caritas tristes, dolor, rabia, impotencia, polarización, burla, alivio. 

Tanto en los acontecimientos de abril, como durante esta pandemia, se han llevado registros paralelos con organizaciones de derechos humanos y un observatorio médico, de víctimas, atropellos, presos, muertos. En el caso de los médicos: infestados, recuperados y fallecidos. 

Desde que he tomado más conciencia de lo que significa perder un familiar y que todo el sistema conspira en tu contra, que las instituciones están al servicio de la impunidad y no de cumplir las leyes he reflexionado sobre: ¿quién está llevando el recuento de daños emocionales que durante décadas, este pueblo ha vivido? ¿Cuántas lágrimas hemos derramado por cada hijo, padre, abuelo que se nos ha ido por tanta corrupción, arbitrariedad, negligencia y sobre todo abuso de poder? ¿Quién puede juzgar a quien siente rabia, impotencia porque no ha podido procesar sus heridas, sus duelos, de exilio, de desarraigo, de absoluta soledad y falta de identidad? 

En estos momentos de oscuros días, en las redes sociales aparecen los paladines de lo políticamente correcto señalando a quienes se burlan de los militantes que han perdido la vida por esta pandemia, pero sobre todo por su obtuso fanatismo que los condujo a cavar sus propias lápidas. He discutido con diferentes personas de ideologías y profesiones, y concluimos que la polarización realmente no es el mejor camino para sanar heridas, de nuestra sociedad tan remendada. 

El duelo tiene diferentes matices emotivos que pasan desde la negación, ira, culpa, depresión, aceptación. En el caso de Nicaragua, estos ciclos se repiten como un bucle interminable.  

Al final de este doloroso escenario, ¿Cómo pedirle a un pueblo que tenga empatía, solidaridad, si tenemos atorados 40 años de duelos inconclusos, familias divididas, resentimiento, frustración, rabia? ¿Por qué? Porque durante 40 años no hemos superado ese luto. Eso es lo que el sandinismo sembró; hoy recibe los frutos amargos. No está bien, no está mal. No nos convirtamos en un juzgado de la moral. Con los primeros que debemos tener empatía es con este pueblo que les ha soportado todo, hambre, miseria, guerra, miedo, chantaje, y lo peor: sus propios hijos asesinados. Creo que lo más sensato es que los sandinistas entierren a sus muertos en silencio y el resto les pague con indiferencia.