¿Qué pasa en Perú?, el país donde un futbolista marca las crisis políticas

<<La frase de Manuel Gonzales Prada (escrita hace más de cien años) permanece dolorosamente vigente para nuestra política nacional: “hoy el Perú es organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota pus”. Así lo demuestran los varios gobiernos neoliberales fallidos e históricamente corruptos, pero también la cobarde e improvisada implementación de cambios que este decepcionante gobierno de izquierda (cada vez más acusado de corrupción) intenta. El sistema en conjunto está podrido, donde pones el dedo, brota la pus. Y esta semana juega Lapadula, ¿qué nueva crisis política se avecina? Ojalá que, al menos, ganemos un partido. >>

Los mitos construyen y sostienen a las naciones: permiten entender sus aciertos, miserias y posibilidades de futuro. Por ello, si tuviera que explicar de manera rápida e irónica qué pasa hoy en Perú, lo haría a través del más reciente “mito” nacional: cada vez que Gianluca Lapadula juega en la selección peruana de fútbol, hay crisis política en este país. Parece un chiste, pero es pura, coincidente y lamentable anécdota. Vacancias presidenciales, tres mandatarios en una semana, renuncias y cambios en los gabinetes ministeriales, liberación de un expresidente encarcelado por violación de derechos humanos… y más. Cada vez que juega Lapadula, la inestabilidad política peruana reaparece. Y siempre para peor.

El fútbol en Perú, como en otras partes de Latinoamérica, es telúrico y magnético. Cuando la selección nacional anotó el gol que nos clasificó al Mundial de Rusia 2018, la celebración retumbó tanto y por todas partes que, durante sesenta segundos, se activó la alerta de sismo en Lima, la capital. De allí que no sea extraño que los dioses hayan querido marcar el derrotero político nacional con la esperanza futbolera más reciente: la llegada de Gianluca Lapadula como refuerzo del equipo que busca clasificar a Qatar 2022. Así, con cada nueva participación en las jornadas clasificatorias, una nueva sacudida política acontece. Y es que, más allá de la coincidencia satírica, esta comparación da cuenta de una verdad alarmante (y que nos excede): en Perú, llevamos por lo menos cinco años sin tregua de inestabilidad y crisis política. 

La relativa estabilidad social de los primeros años de posguerra interna (2000-2015) –crecimiento económico hacia arriba (pero con muy poca distribución hacia abajo), algo de justicia social para las víctimas del conflicto armado interno, reorganización política luego de la corrupción y dictadura fujimorista– empezó a interrumpirse con las elecciones de 2016. No es que antes hayamos estado precisamente bien, pero desde esta fecha podemos empezar a simbolizar con cierta exactitud lo que estuvo inexcusablemente mal. Ese año sucedieron, entre muchos otros, dos hechos determinantes. El primero: Pedro Pablo Kuczynski (un conocido lobista) le ganó a Keiko Fujimori (la hija del dictador encarcelado) la presidencia del Perú por 0.2% (poco más de 42 mil votos). Para muchos, este momento es el origen de todos nuestros males actuales: Keiko perdedora, pero con mayoría parlamentaria, le hizo la vida gubernamental imposible a un Kuczynski que sabía muy bien cómo manejar acuerdos comerciales claroscuros, pero no intuir y confrontar las movidas políticas de su dolida adversaria. El Congreso de mayoría fujimorista le censuró cuatro ministros, apoyó una huelga docente nacional, obstruyó constantemente sus propuestas gubernamentales. Pero tampoco es que Kuczynski haya sido una víctima total de sus antojos. Entre algunas de sus miserias destaca esta: intentando ganarse a la facción más tradicional del fujimorismo, indultó al padre y líder, Alberto Fujimori, preso por corrupción y violación a los derechos humanos. Lo hizo el 24 de diciembre de 2017, en nochebuena, como para que nadie lo notara. Nos malogró la navidad a todos. Pero le sirvió de poco. Fujimori regresó a prisión. Y tres meses después, en medio de acusaciones de sobornos que el congreso usaría para vacarlo, Kuczynski renunció a la presidencia del Perú. Fue un día más para nuestra historia nacional de la infamia.

No lo hizo por fax, como el presidente al que indultó, pero sí por temas similares: la corrupción política. Y aquí entra el segundo elemento que aconteció a finales de 2016: el estallido del caso Odebrecht. Desde que finalizó la guerra interna en los años 2000, hasta el día de hoy, Perú ha tenido ocho presidentes legítimos; de estos, cinco están acusados por corrupción. Solo Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, que estuvieron ambos ocho meses como presidentes transitorios (el primero entre 2000-2001, y el segundo en 2020-2021), no han sido directamente vinculados con escándalos de sobornos, testaferros y demás. Pedro Castillo gobierna actualmente y, aunque la oposición política y mediática insiste en vincularlo con la corrupción de sus aliados políticos, aún no hay nada concreto –judicialmente hablando– contra él. Contra todos los demás sí. Alejandro Toledo (presidente de 2001 a 2006) tiene un pedido de extradición por la justicia peruana (se fugó a EE.UU. en 2017): se le acusa de haber recibido 20 millones de dólares por parte de Odebrecht para la construcción de la carretera Interoceánica sur. Alan García (presidente de 2006 a 2011) estuvo acusado de haber sido sobornado por Odebrecht con 24 millones de dólares que usó para financiar su campaña a la presidencia y para beneficiar a la compañía brasileña en la construcción de obras: la mañana en que lo iban a detener, se pegó un tiro en la cabeza. A Ollanta Humala (presidente de 2011 a 2016) la justicia lo investiga, junto a su esposa Nadine Heredia, por haber recibido, también de Odebrecht, 3 millones de dólares para el financiamiento de su campaña. Pedro Pablo Kuczynski (presidente de 2016 a 2018) permanece en arresto domiciliario acusado de haber recibido coimas de Odebrecht cuando fue ministro de Economía de Toledo. Con Martín Vizcarra (presidente de 2018 a 2020) el patrón cambia un poco: no hay sobornos de Odebrecht, pero sí acusaciones por coimas recibidas cuando fue gobernador regional de Moquegua (aunque lo peor fue descubrir que se había vacunado a escondidas, él y sus familiares más cercanos). Como ven, Odebrecht (y lo que representa) nos ha comprado a casi todos los presidentes. Pero también a congresistas, funcionarios públicos de alto rango, empresarios, jueces y demás. Se estima que hay más de 800 personas investigadas entre la clase política y empresarial por este caso. Mucho antes de que el virus más famoso del 2020 llegue a Perú, nuestro país ya padecía de uno invulnerable, histórico, en metástasis constante y polifacético.

Porque no es solo el caso de Odebrecht. También hay bandas que cobran cupos a comerciantes informales y que están enquistadas en gobiernos municipales o regionales. O dueños de universidades de pésima calidad educativa que se hicieron congresistas para gestionar leyes a su favor. O congresistas que ya directamente cobran por facilitar trámites y agilizar contrataciones con el Estado. Y eso sin contar el narcotráfico (Perú fue el segundo mayor productor de cocaína en 2019) o los “problemas locales” (como que un grupo de policías de tránsito de Lima solo multe a los transportistas ilegales que no pagan su cupo respectivo). Por supuesto, todos estas situaciones no son exclusivas de Perú, sino un tópico común en nuestra latinoamericana realidad. Sin embargo, aquí parece haber encarnado cierta regularidad. Tanta, que se ha vuelto recurrente entender cada nueva crisis política con la normalidad con que seguimos los partidos de las eliminatorias: cada vez que juega Lapadula, la inestabilidad retorna.

Hacia fines del 2019 se respiró algún aire optimista. El presidente Vizcarra anunció que lucharía contra la corrupción y el obstruccionismo, por lo que luego de semanas de crisis cerró el Congreso. La gente, en las calles, apoyó decisivamente este cierre y la convocatoria a nuevas elecciones. Pero bastaron solo algunos meses para darnos cuenta de que los nuevos representantes que llegaron eran más de lo mismo (o incluso peores). Un año después fueron ellos quienes vacaron a Vizcarra. En noviembre, cuando Lapadula empezaba a ganar reconocimiento con la selección nacional de fútbol, la represión de las protestas contra el golpe de estado congresal generó la muerte de dos estudiantes. Entonces llegó Sagasti y otro poco de optimismo con él. En la asunción de mando, al borde de las lágrimas, recitó a Vallejo y muchos nos conmovimos con ese gesto. Pero algunas semanas después fue su gobierno el que reprimió violentamente las protestas de agricultores y el que no se atrevió a llevar a cabo una reforma de la Policía Nacional. Mientras gobernaba, además, el congreso llevó a cabo un par de nuevos intentos de vacancia, como para que no se nos olvide el prestigio de saboteadores que se han ganado a pulso.

Luego, en 2021, llegaron las últimas elecciones generales. El fujimorismo regresó con fuerza y Keiko Fujimori se enfrentó a un profesor indígena que prometía ser el cambio esperado. Cuando Pedro Castillo ganó, quienes lo apoyaron nos mostramos expectantes por lo que parecía prometerse desde una izquierda no capitalina. Cuando Pedro Castillo ganó, quienes apoyaron a su contrincante desconocieron el triunfo electoral (declararon, aún lo hacen, que hubo fraude en el conteo de votos), llamaron a la insurgencia, lo acusaron de terrorista. Desde entonces, este grupo opositor –que mezcla fujimoristas dentro y fuera del Congreso, intelectuales autodeclarados como liberales, diversos sectores de las nuevas derechas radicales y populares, grupos de poder empresariales, medios de comunicación y más– ha venido pidiendo la vacancia presidencial y, más recientemente, la renuncia de Castillo. Organizan marchas, recolectan firmas, presentan mociones de censura, anuncian el nuevo destape periodístico que hará caer al gobierno. En su exigencia hay una mezcla de racismo, terror ante la pérdida de poder y privilegios, e indignación por el manejo desordenado del Estado.

Y es que Castillo se las ha puesto muy fácil. Rápidamente ha evidenciado su inexperiencia política. Lo que podía representar –el gobierno de “los nadies”, como afirmó su vicepresidenta– ha perdido vigencia frente al conjunto de nombramientos improvisados, funcionarios corruptos e irregularidades que se le cuestionan. Su gobierno pierde fuerza, hasta el momento no hay cambios contundentes, nada políticamente concreto para hacer realidad el “no más pobres en un país de ricos” que nos prometieron. Lo que abunda, por ahora, es el caos en su gestión. Mientras tanto, en las calles, hay desaliento, también un poco de desilusión y rabia. “¿Es esta una nueva decepción?”, me preguntó un taxista la otra tarde cuando conversábamos sobre el panorama electoral. No supe bien cómo decirle que todo parece indicar que sí.

En los próximos días se jugarán las últimas fechas de las eliminatorias para el Mundial de Fútbol Qatar 2022. Lapadula vuelve a Lima. La semana pasada, tratando de hacer las paces, Castillo dio un mensaje a la nación desde el Congreso. Fue un discurso largo, protocolar, cuantitativo, que intentaba demostrar desesperadamente que su gobierno estaba haciendo cosas. Horas antes, se había filtrado la noticia de que en ese discurso convocaría a un adelanto de elecciones: nuevas elecciones congresales y presidenciales, un “nos vamos todos”. Pero no dijo nada sobre ello. El primer ministro reveló horas después que esa parte había sido retirada del discurso porque este gesto se trataba de un último intento de concertación. Días después, el Tribunal Constitucional declaró fundado el habeas corpus que le permite a Alberto Fujimori recobrar su libertad (recordemos que Kuczynski lo indultó, pero luego la CIDH consideró improcedente dicha situación, por lo que el reo tuvo que regresar a su celda). También, el fin de semana pasado se convocó a una nueva marcha para que Castillo renuncie; y, aunque famélica, la convocatoria –como todas las anteriores– recibió una gran cobertura de los principales canales de televisión. Pero Lapadula juega esta semana, así que aún no sabemos bien qué más pasará en estos días. Por lo pronto, hay marchas contra el indulto a Fujimori, una colaboradora eficaz que promete contar cómo y para qué se reunió con el presidente, y más censuras a ministros desde el Congreso. Lo que sí sabemos con precisión es que la frase de Manuel Gonzales Prada (escrita hace más de cien años) permanece dolorosamente vigente para nuestra política nacional: “hoy el Perú es organismo enfermo: donde se aplica el dedo brota pus”. Así lo demuestran los varios gobiernos neoliberales fallidos e históricamente corruptos, pero también la cobarde e improvisada implementación de cambios que este decepcionante gobierno de izquierda (cada vez más acusado de corrupción) intenta. El sistema en conjunto está podrido, donde pones el dedo, brota la pus. Y esta semana juega Lapadula, ¿qué nueva crisis política se avecina? Ojalá que, al menos, ganemos un partido.

Oswaldo Bolo-Varela
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Oswaldo Bolo-Varela (Lima, 1989) es periodista y crítico cultural. Trabaja como investigador y docente en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde tiene a su cargo las cátedras de Nuevo Periodismo y Análisis Crítico del Discurso. Asimismo, se desempeña como editor asociado en la revista Letras (Lima).

Oswaldo Bolo-Varela

Oswaldo Bolo-Varela (Lima, 1989) es periodista y crítico cultural. Trabaja como investigador y docente en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde tiene a su cargo las cátedras de Nuevo Periodismo y Análisis Crítico del Discurso. Asimismo, se desempeña como editor asociado en la revista Letras (Lima).